Coetzee Fernando Vicente |
John M. Coetzee
Un hombre entregado a las palabras
¿Qué hace tan importante la obra de Coetzee, el Nobel de Literatura del 2003, de visita en Bogotá?
ALFONSO CARVAJAL
9 de abril de 2013
¿Qué hace tan importante la obra de Coetzee, el Nobel de Literatura del 2003, de visita en Bogotá?
Muchos supimos de él cuando ganó el Nobel (2003). J.M. Coetzee era un escritor de culto y su obra circulaba en editoriales pequeños e independientes, antes de que R.H. Mondadori lo tomara para sí.
Es un hombre parco públicamente, profesor de Literatura, surafricano y blanco, poseedor de una gran rebelión interna que lo mantiene a distancia del mundo y los otros. Su rostro inmutable da fe de esa circunstancia voluntaria; nos enseña que para escribir hay que estar provisto de silencio.
Coetzee es un explorador múltiple del arte novelesco. Una exploración fundada en el ámbito dramático; sus historias ahondan las cicatrices siempre frescas de la humanidad: la infancia, la soledad, el abandono, el amor, la barbarie, el sexo, la exclusión. Es un continuador a su manera de Dostoievski; además timonea con maestría los recursos literarios y las distintas formas narrativas, lo que lo convierte en un demiurgo, un creador a la usanza griega, en toda la magnitud de la palabra.
Su versatilidad creativa, tiene nombres propios. En la novela Desgracia mientras el crescendo dramático es sublime, por la otra escalera el protagonista desciende a un averno existencial.
El profesor David Lurie, a sus 52 años, sufre una serie de acontecimientos que lo arrastrarán casi por el suelo. Primero, se enamora de una estudiante, la seduce en justa lid, (y quiere enseñarle con sinceridad las bondades del poeta Woodsworth), pero por distintas razones es acusado de acoso y la Lolita adulta lo traiciona y se une al coro que pide su cabeza. La autoridad universitaria le exige reconocer haber vulnerado los derechos humanos y pedir disculpas públicas, que asuma "un espíritu de arrepentimiento". El profesor se rebela, porque en el fondo no es culpable de nada, solo ha actuado con lo que le dicta su corazón y el deseo, y eso para un espíritu laico no es un crimen, sino una elección.
Este suceso recuerda un ensayo sobre Memoria de mis putas tristes, en el que Coetzee señalaba que era una obra menor de García Márquez, con algunos residuos del Amor en los tiempos del cólera, pero honraba la valentía de Gabo por tocar un tema filudo y comprometedor: el enamoramiento entre un hombre mayor y una adolescente precoz.
El espíritu amoral de Lurie, por encima de la gran costra social que amordaza la libertad, no acepta el castigo de la sociedad, y prefiere irse al campo a visitar a su hija Lucy. Allí, un sorpresivo acto violento le cambia la perspectiva de la vida. Lurie además descubre que su hija es lesbiana, es decir, "una mujer que no tiene necesidad de los hombres"; hechos que en medio de la zozobra, lo hacen más humano, y cuando su vida está empantanada, la esperanza es un rayo incierto iluminando el horizonte.
En medio de ninguna parte, es el monólogo delirante y revelador de una mujer, que fustiga a su padre, un hombre déspota e impiadoso, que la aborrece porque siempre había deseado tener un varón. La llegada de la segunda esposa de su padre al hogar hostil acabará de poner el cielo y la tierra al revés. Una historia cruel narrada en medio de ninguna parte, allá en las estepas marginales de una Suráfrica inhóspita, que involucra a criados negros, a relaciones de poder, a instancias últimas, pero también a la búsqueda de un lenguaje para expresar la ira interna, ahondar la catarsis, y a través de la palabra o el grito encontrar un lenguaje que permita la supervivencia: "También oigo voces. Es precisamente el comercio que mantengo con las voces lo que me ha impedido convertirme en un animal, pues estoy convencida de que si esas voces no me hablasen hace ya mucho tiempo que habría abandonado todo empeño por hablar y me habría puesto a aullar, a eructar, a chillar". Marga está rodeada de calamidades y esa voz íntima pareciera darle el último aliento a una vida arqueándose a perpetuidad.
El maestro de Petesburgo es un homenaje a Dostoievski. Ha muerto su hijastro Pavel y el escritor ruso visita el inquilinato donde habitó sus últimos días. Coetzee imagina este escenario y construye una novela en la cual el autor de Crimen y castigo rememora el desencanto. Los recuerdos lo punzan y entiende que años atrás había abandonado a Pavel y ahora estaba muerto.
Explorar el pasado para hallar los móviles del presente nos sumergen en un sagaz acercamiento psicológico al creador de Los demonios. La muerte lo ha visitado y el lenguaje acecha sus pensamientos: "Cuando la muerte siega todos los demás lazos, aún queda el nombre". Otra vez la voz interna, la de Coetzee, la de Dostoievski, deja huella en las páginas, mantiene lúcida la memoria, posterga todo fin, porque ahí están las palabras para redimir, y continuar la comunicación entre los autores y los lectores.
En su libro de ensayos Costas extrañas escribe que "las novelas de Dostoievski son esencialmente escénicas en su construcción y se mueven de una crisis a la siguiente. Tal vez pueda decirse lo mismo de su vida". Al igual que a Bach considera al ruso un clásico, porque "emerge inerme del proceso de ser puesto a prueba cada día".
A Coetzee le gusta bucear otras alternativas, y en Diario de un mal año, fusiona ensayo y narración. En cada página tres niveles se roban la atención del lector: las opiniones de un reconocido escritor australiano sobre política, la óptica narrativa del mismo sobre una mujer joven de breves vestidos, que empieza a obstruirle el juicio y acelerarle el corazón, y la descarnada mirada de Anya, la mujer fatal, que tiene un novio con ínfulas de criminal que atizará el fuego de la cotidianidad. Aquí predomina la manera de contar la historia y cómo vincula las distintas voces a la tensión dramática.
Mirándose a sí mismo
Toda obra tiene algo de autobiográfica y el escritor guardará en la intimidad de su memoria las vivencias propias y los personajes reales que forman su mundo. En el campo infinito de la ficción todo ha sido transformado, transgredido, maquillado con estética y fruición. Y el autor como un director de orquesta o un solista agitando sus manos en el desierto es el guía de esa improvisada partitura. En la novela Verano Coetzee realiza una autobiografía corajuda, a través de otros, se mira a sí mismo. Un joven biógrafo inglés a partir de un cuaderno de notas del escritor y unas entrevistas con algunas personas que lo conocieron prepara un libro sobre el fallecido John Coetzee. Esto le permite al surafricano luego de un largo viacrucis, incluido el Nobel, acercarse a quién es él. Explorarse a sí mismo.
En Verano aparece en 1972 regresando a Suráfrica y las masacres son pan de cada día. El apartheid es un capítulo siniestro. Y se da cuenta que es muy difícil esconderse en cualquier lugar del mundo sin sentirse sucio. Su padre ignora la situación leyendo el periódico, mirando para otro lado y piensa que los otros dirigentes de los estados africanos son "bufones y tiranuelos" que apenas saben escribir sus nombres. El hijo es un desempleado intelectual, un abstemio convencido, y el padre un borracho y fumador solapado. Julia, una amiga, dice de John que tenía "un aire de sordidez, un aire de fracaso". Igual a su padre "eran solitarios. Socialmente ineptos. Reprimidos, en el sentido más amplio de la palabra". En el juego de los espejos John Coetzee se mira y se regocija. Es el personaje de su propia ficción.
Adriana Nascimento, una bailarina de ballet brasileña, también tuvo la oportunidad de conocer al escritor (él le dictó lecciones de inglés a su hija Maria Regina). Cuando lo vio por primera vez pensó que era un célibataire, un hombre "que ha perdido su virilidad y se ha vuelto incompetente con las mujeres". Él le escribe cartas de amor y ella nunca responde. Da clases de danza latina y ahí llega John, para acercarse a su hermética fantasía, encoñado de un ideal, pero ella lo humilla, lo aborrece y termina literalmente echándolo de su mundo. "No estaba a gusto dentro de su cuerpo. Se movía como si este fuese un caballo, un caballo al que no le gustaba su jinete y le oponía resistencia", dice Adriana, quien no entiende cómo un pésimo bailarín pudo haber sido un gran escritor.
Coetzee fue algo despreciable, tan sólo una "irritación", para la mujer que ya quiere finalizar la entrevista. Vincent, el biógrafo, alter ego de Coetzee (todos los son), le cuenta que este escribió un libro titulado Foe, cuya heroína en la versión original había sido una brasileña y le ofrece enviárselo. "Me interesa ver en qué me ha convertido ese hombre de madera", terminó impertinente la mujer.
Sophie, una francesa, fue colega y amante de John en la Universidad de El Cabo. Según ella, la ayudó a huir de un mal matrimonio. Consideraba que él veía a África a través de una "neblina romántica" y era un ser "políticamente inútil". Aunque apreciaba su talento como escritor, "no era más que un hombre, era un hombre de su tiempo, pero francamente, ningún gigante... Demasiado frío. Demasiado falto de pasión".
En Verano Coetzee inspecciona al hombre (a sí mismo), carente de afecto y extraviado en la jungla humana, vulnerable, hosco, inmerso en un mundo de apariencias y vanidades, un entorno que él mantenía a distancia, pues su torpeza para comunicarse con los otros, y especialmente las mujeres, era monumental. Para interrogarse decide en la ficción morirse y a través de los que lo sobrevivieron arma esta autobiografía, a veces lacerante, que también le sirve para ser el chivo expiatorio de sí mismo.
Seguramente es un hombre oscuro, un antisocial civilizado, pero un artista grande, ensimismado. Un demiurgo arando en el desierto un lenguaje y experimentando con las formas literarias. Un entregado a la prisión voluptuosa de las palabras. En la intimidad encontró su tesoro propio e inalienable: la literatura. No tiene la extroversión cálida de un García Márquez, ni la ironía puntillosa de un Borges; él, como pregonaba Sandor Marai, piensa que "en la literatura, así como en la vida, sólo el silencio es sincero".
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