Los 25 mejores
libros
del siglo XXI
No 22
Juan
José Saer
LA GRANDE
El tiempo inagotable
Beatriz Sarlo
Buenos Aires, 2 de octubre de 2005
Juan José Saer |
Juan José Saer |
La grande es una novela de la amistad. De los personajes de las novelas anteriores llegan a ésta los que conservaron la vida. El poeta Washington Noriega murió de viejo; el Gato Garay y Elisa fueron secuestrados y asesinados durante la dictadura; Leto se suicidó con la pastilla de cianuro que usaron, cuando se cerró el cerco, algunos guerrilleros. Pero están vivos Tomatis, Marcos y Clara Rosemberg, Sergio Escalante, el jugador de Cicatrices, Barco, Pichón Garay. Otros se perpetúan en la sombra de la locura senil, como Miri, la muchacha vivaz de uno de los primeros cuentos de Saer. Los muertos no resignan sus lugares, que permanecen intactos en el recuerdo, aunque sí se abre el espacio para nuevos personajes: Gabriela, la hija de Barco; Pinocho Soldi, que ya se había agregado a la esfera de Tomatis en La pesquisa; Nula, el vendedor de vinos finos y filósofo, que apareció en unos de los cuentos de Lugar. La muerte ha tocado al primer grupo de amigos, pero otros llegan para competir en un prolongado ejercicio de conversación al mismo tiempo filosófica y banal, arbitraria e inteligente, irónica y patética. La conversación es el único arte de quienes, como Tomatis, ya saben que no tienen un futuro por delante, ni en la literatura ni en la vida.
Del peso de los muertos sólo la muerte nos libera, piensa Tomatis. Por eso, nadie puede cortar con el pasado y los jóvenes aceptan esa apretada continuidad de destinos al explorar la Zona donde sus padres fueron jóvenes. Por primera vez, Saer presenta una materia que parece venir de su infancia, aunque la atribuye a la infancia de Nula: el abuelo llegado de Damasco, el almacén del pueblo cerca del río Carcarañá y, sobre todo, algunas páginas, maravillosas, donde recupera sensaciones, olores, imágenes, sonidos. Todos, en La grande, recuerdan extensamente; cada uno está unido con algunos momentos clave del pasado e insiste en revisitarlos; y los más jóvenes buscan reconstruir las experiencias de quienes vivieron la época mítica de tres décadas atrás, en la Zona también mítica que va de Santa Fe a Rincón. De ese mismo pasado remoto llega Gutiérrez, a la búsqueda del mundo de su juventud, creyendo que podrá encontrarlo en el lugar donde fue joven. Gutiérrez es una pieza que no termina de encajar. Sus contemporáneos de Santa Fe lo recuerdan nebulosamente y él mismo calla casi todo lo vivido en los últimos treinta años. También Nula, que es joven, quiere resolver (o entender, por lo menos) un acontecimiento duro y opaco sucedido cinco años atrás. Todos persiguen una franja de pasado e intentan fijarla en un relato que, como el de Tomatis cuando sale a buscar a sus amigos desaparecidos, le permita limitar la nebulosa de tiempo en una narración. Todos recuerdan o escuchan recuerdos, en ellos, los sucesos despliegan infinitas variaciones: siempre se agrega un detalle nuevo, algo que no se había escrito, ni recordado antes.
Juan José Saer |
Los diálogos de La grande son sobre minucias cotidianas, episodios penosos, humillantes o trágicos, anécdotas repetidas e intercambios que toman la forma de aforismos filosóficos y amistosas competencias de pensamiento. A nadie le preocupa repetirse. Por el contrario, lo mismo se dice muchas veces, porque esos hombres y mujeres ya están marcados por sus fracasos y heridas (los viejos), por sus obsesiones y deseos (los jóvenes). La repetición no es signo de cansancio, sino de la única estabilidad en un mundo que fluye hacia la descomposición y la muerte. Como temas musicales, los argumentos de la conversación se presentan, se modifican, se entrelazan, desaparecen y resurgen, sin tocar ninguna resolución. La ironía y la reserva afectiva les da una temperatura común.
Gutiérrez comienza a organizar su asado un martes, cuando va a invitar al único que no será de la partida, Sergio Escalante. Durante cinco días el asado intersecta lo que hacen los demás y suscita memorias. Todos, aunque mantienen cierta distancia frente al empeño voluntarista de Gutiérrez, saben que están convocados para ese mediodía de domingo en la quinta de Rincón, donde culmina La grande, tal como ha llegado a nosotros, es decir, privada de su jornada final. La novela comienza con un atardecer bajo la lluvia y termina en una noche de tormenta; el mediodía solar del domingo reúne a esos hombres y mujeres, de edades bien diferentes, alrededor de una piscina o bajo el alero de un quincho. Tanto el agua azul y móvil de la piscina como los ruidos crepitantes del asado son una sustancia táctil y sonora, sensible y física que convoca todos los deleites minuciosos de la descripción saeriana.
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Los jóvenes son ahora, a diferencia de la bohemia provinciana de los años cincuenta y sesenta, un comerciante y dos investigadores de historia literaria, interesados en las capillas poéticas santafecinas (criticadas por Saer, a quien, quiza más que a sus lectores, siempre le divirtió la parodia de esa mediocridad pueblerina). También aquí hay una curva: frente a la inteligencia descarada y autodestructiva de Tomatis joven, está el trabajo paciente y opaco de Soldi y Gabriela Barco, que llenan fichas, buscan fuentes y entrevistan testigos. Aunque imita la ironía de Tomatis, Nula está dividido, como las anotaciones que realiza en su libreta negra, entre familia y filosofía. Pese a esta especie de normalización de los oficios, de la que carecía el grupo de amigos en las novelas sobre la juventud, siguen siendo núcleos intratables el deseo y la paternidad, unidos, como en La ocasión, por un enigma.
Gutiérrez acepta una paternidad dudosa que se le atribuye y rechaza la prueba que podría darle alguna certeza. Tomatis, en carta a Pichón Garay, discute que Layo haya sido el padre de Edipo. A la incógnita de la paternidad se agrega la de los padres ausentes: el de Nula fue un militante político asesinado en 1975 en una pizzería del Gran Buenos Aires. El erotismo no es menos incierto que la paternidad. La vibración de las sensaciones se demuestra finalmente incomunicable, porque lo sensible es un mundo cerrado alrededor de cada sujeto, como una cápsula de conciencia que jamás podrá abrirse a otras conciencias. Sin embargo, los personajes insisten en el examen de sus cuerpos y de la relación de sus cuerpos con otros, sabiendo que nada es posible entender del otro y, al mismo tiempo, decididos a no resignar esa pulsión que nunca rinde un sentido pleno. El misterio de ese cuerpo extranjero culmina en Diana, la mujer de Nula, una belleza mutilada por la huella siniestra de una herida de nacimiento. Todo, en La grande, es incompleto y, sin embargo, perfecto.
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