lunes, 1 de noviembre de 2021

Retratos con paisaje / Proust proliferado

Marcel Proust
Fernando Vicente

Retratos con paisaje 

Proust proliferado


La nueva traducción de la saga (siete novelas) A la recherche du temps perdu de Marcel Proust (1871-1922) -por Mauro Armiño, Editorial Valdemar, Madrid, 2000-2005; edición monumental: tres tomotes como de enciclopedia, con diccionarios de lugares, personas y personajes; cronología, índices, notas, guías y un álbum, etcétera- ya no se llama En busca sino A la busca del tiempo perdido. 

José Joaquín Blanco
1 de febrero de 2006


La rebusca del tiempo perdido

Desde el año 2000 vienen apareciendo además -tomo por novela- otras dos traducciones nuevas, completas, de la saga: la póstuma de la alephiana Estela Canto (pretendida de Borges), en Losada, y la de Carlos Manzano, en Lumen (ambas siguen llamándola En busca del tiempo perdido). Las pioneras de Pedro Salinas de los dos primeros tomos: Por el camino de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, así como la del tercero, Por el camino de Guermantes (por Salinas y José María Quiroga Pla), para Revista de Occidente, han sido proseguidas por traductores como Marcelo Menasché, Consuelo Bergés y Fernando Gutiérrez para Santiago Rueda (Buenos Aires), Alianza Editorial y Plaza y Janés: Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado. Existe una edición de Aguilar de las dos novelas iniciales (tr. de Julio Gómez de la Serna, quien le cambió el título a la primera: Hacia el lado de la quinta de Swann). Y desde luego, persisten las tradicionales Obras completas de Proust, en tres tomos, en Plaza y Janés (1952-1971).
Un(os) amor(es) de Swann, fragmento del primer volumen, que funciona asimismo como espléndida novela independiente, se encuentra en Cátedra (tr. Elena Carbajo), en Salvat (tr. Salinas) y en Planeta (tr. Carlos Pujol). Los placeres y los días y Jean Santeuil (tr. Consuelo Bergés) aparecieron en Alianza Editorial y en las Obras completas III de Plaza y Janés (que incluye Pastiches y mescolanzas, Fragmentos escogidos y las cartas de Proust a la NRF y a Reynaldo Hahn, por varios traductores); Ensayos literarios (Contra Sainte-Beuve) -tr. José Cano Tembleque- en Edhasa.
Tenemos además una Albertine desaparecida (versión alterna de La prisionera) en Anagrama (tr. Javier Albiñana), El indiferente-Antes de la noche (tr. L. Maristany, Barcelona, La Novela Corta), Confesión de un joven y otros cuentos de noche y crimen (tr. M. Armino, Valdemar) y un Album Proust (Mondadori, 1988) con abundante iconografía. Hay muchas biografías y estudios sobre Proust en castellano, como los de Maurois (Austral, Plaza y Janés), Painter (Lumen), Beckett (Nostromo y Península-Ediciones 62), Deleuze (Anagrama), Benedetti (Montevideo, Número) y Jaime Torres Bodet (México, Porrúa). Y diversas ediciones modernas francesas, entre ellas una en CD-ROM (Champion Electronique), de A la recherche du temps perdu: La Pléiade (ed. Jean-Yves Tadié -su más reciente erudito- y otros), Garnier-Flammarion, Robert Laffont y “Le Livre de Poche”.
Esta fiebre de ediciones y traducciones responde a la liberación legal de los derechos de autor. Pero también a que en los últimos lustros ha ocurrido un bonito relajo con las obras de Proust, con filólogos y editores metidos a “establecer” y “recomponer” sus libros, lo que además se beneficia -la codicia académica no conoce límites- por la conocida circunstancia de las enfermedades que se le agravaron durante la composición de los cuatro o cinco últimos, de los que dejó tres inéditos, al cuidado de su hermano y de los editores de la Nouvelle Revue Française. Por lo demás, su textura confusa, caprichosa e hiperculterana permite un infinito lucimiento de notas eruditas (a ratos peregrinas) para los investigadores.
No siempre se sabe qué “armó” y revisó personalmente Proust, ni qué deseaba omitir o corregir; ni cuál de los varios borradores prefería, ni cuándo deliraba, ni cuánto colaboraron involuntariamente los escribas improvisados. Hay muchos pasajes meramente dictados, manuscritos o mecanografiados por secretarios, amigos o fantasmas; por la criada y por la sobrina de la criada; por el chofer, por los ligues…
Toda una cazuela de textos, con correcciones y pistas misteriosas.
Habría preferido retomar mis viejos tomos azules relativamente portátiles, en papel biblia (Plaza y Janés), pero he caído en la tentación de ver si acaso el trasiego académico y editorial realmente vale la pena y aparecen novedades o correcciones sensacionales.
No las advierto. Y resulta muy incómodo leer a Proust en tomotes gigantes que exigen trabajo de escritorio. Desde los años sesenta he repasado en la cama o tumbado en sillones mis viejos tomitos azules; pronto asumí la estrategia de no tomarlo tan en serio, pues se vuelve infinito, enciclopédico, obsesivo. Leerlo simplemente como un mamotreto seminovelístico-semiautobiográfico lleno curiosidades, muchas de ellas bastante frívolas (“la profundidad de una sociedad superficial”, diría Paul Valéry, pasándose de listo) y acaso antipáticas (el esnobismo aristócrata, estetizante o filosófico -la era Bergson-). Proust pretendía componer una catedral: sea, un mamotreto catedralicio.
La comedia travesti
Lo mejor: siempre hay mucho de Molière en Proust, incluso en el más simbolista, sentimental o trágico. Comedia o farsa de caracteres. Sin embargo, su travestismo sigue chocando: uno sabe que es y no es novela, que es y no es autobiografía; que su etérea Albertine Simonet es y no es su fornido chofer Alfred Agostinelli, y que por prudencia cambió el género, ¿y todos los minuciosos rollos de esnob moda femenina para caracterizar a Albertine? Dejarlos pasar.
No se plantea una mera objeción moral: de “esconderse en el clóset”, sino estética: no se le cree la transformación de su chofer fortachón y aviador fallido en una frágil damisela, con sus senitos de naranja, su tierna vulva, sus atractivos y caprichos de hada lésbica. Resulta quimérica, irreal: no se necesita documentar el travestismo para advertir que se trata de una mujer artificial, inverosímil, de rompecabezas. “Un maestro del disimulo” (Gide). Como señaló Cocteau, las crudas crápula y prostitución callejeras masculinas no admiten la analogía estética con “Les baigneuses” idealizadas del arte impresionista: esos pillastres, vagos, choferes, mandaderos, raterillos, soldados, marineros, “apaches”, matarifes, peones, que además de prostituirse fingían enamoriscarse de su adinerado cliente erótico-sentimental, configuran el extremo opuesto (plástico, en costumbres, en lenguaje) del mundo de las idílicas deportistas y/o lavanderas, lecheras, vendedoras, pescadoras de porcelana (echo de menos alguna pastorcilla a lo María Antonieta) en un lago de nenúfares o de los grupos escultóricos de ninfas de mármol: las canéforas Albertine, Andrée, Gisèle, Rosemonde, Esther, Léa,
Mlle. Stermaria…
No narra Proust su propia vida, ni deja de hacerlo; tampoco A la busca del tiempo perdido es tan novela -distancia de ficción-, ni deja de serlo. Engorda además los libros con reflexiones periodísticas sobre cualquier tema: articulotes para Le Figaro inclementemente embutidos: incluso sobre falsas etimologías y genealogías, jerigonza médica, intuiciones prefreudianas y estrategia militar. Todo cabe en su maleta. Está escribiendo casi póstumamente más que unas Obras completas una Otra vida pero la misma en clave. Luce superoriginal y superpastichero y en su atrabiliaria originalidad siempre asoman las orejotas La Bruyère, Saint-Simon, Sevigné, Chateaubriand, Balzac, D’Aurevilly, todo mundo… Saquea con pedantería innumerable la populosa enciclopedia, pero se tropieza en muchas citas, confunde a Corneille con Voltaire y le enjareta a san Buenaventura chismes de santo Tomás.
En La prisionera un hombre enfermo ha llevado a su casa a la tal Albertine, y se muere de celos de lo que ella pueda o no hacer (y haber hecho) cerca o lejos de él, aunque también piense que al cabo ya ni la quiere y que ojalá agarrara sus tiliches y se largara… Nadie duda de los celos de Swann por Odette en La parte de Swann (Armiño la llama así y no Por el camino de Swann); los del autor-narrador-personaje Marcel por Albertine parecen más cerebrales y reiterativos. Repite y amplifica el efecto primero de Un amor de Swann, ya exagerado, como en un laberinto de espejos deformantes, multiplicado “en abismo”.
Por lo demás, se antoja tartufesca la obsesión de Proust y/o de su narrador Marcel de fastidiar, linchar al pobre puto mezquino y patético, viejo y desdichado, del Barón de Charlus. No molesta su caricatura atroz: esos personajes existen en la comedia y en la vida, sino los grititos de alarma, escandalizados y sádicos, del beato narrador contra “los tipo Charlus”, quien a final de cuentas no se muestra mucho peor (ni mejor, claro) que otros personajes, ni que el protagonista-narrador. Charlus sería muy parecido al propio Proust, digo al narrador Marcel, si éste no se protegiese tan cómodamente en los disfraces de la enfermedad -deliberadas “novelas de enfermo”- , en la metafísica y la diplomacia autorales… y si fuese aquél quien narrase de vez en cuando. Pero hay monopolio aleve en la voz narrativa. Habla el Yo de Marcel, interminable, impunemente. Entre las muchas cosas que sugiere Proust, está la de un gran Tartufo de su propia putería. Tartufismo deliberado, acaso con voluntad cómica.
Cabe sin embargo la posibilidad de que, como Barbey D’Aurevilly ante sus “diabólicas”, Marcel finja regañar e insultar a Charlus frente al lector sólo para exaltarlo más como “demoníaco”, lo que se antoja algo terrorista. Y ocurre -para morirse de risa- que A la busca del tiempo perdido, que precisamente se apoya en el travestismo heterosexual de las peripecias homosexuales del protagonista, culmine en sus últimos tomos convirtiendo a muchos de sus personajes heterosexuales en encubiertos homosexuales ocasionales, ¡a excepción del protagonista-narrador, el único insospechable!… pero enamorado de puras lesbianas. ¿Delirio, travesura, experimentación inconclusa que dejó borradores confusos, contradictorios, engolosinamiento en un mundo al revés? El narrador chismorrea de los probables “vicios” de todo mundo. Los chismes se babelizan.
En sus amores acaso disuene menos la mera obsesiva homosexualidad que el gran dinero: Proust/Marcel alquila a su prisionera, a la que mantiene y querrá comprarle (digo, al chofer Alfred) un collar por semana, un guardarropa de lujo, un Rolls Royce, un yate, un avión; Monsieur de Charlus al violinista Charlie Morel, Swann a Odette, Robert de Saint-Loup a Rachel y así una docena. Una especie de prostitución pretenciosa. Cómo extraño a Isherwood cuando leo a esos millonarios gay ligando con sus inagotables cuentas de banco. Son como la Divina Providencia de sus hermosos amantes comprados… todo lo pagan, lo mandan, lo deciden, lo codifican, comentan y reglamentan; lo inventarían, lo fiscalizan; temen que alguien quiera pellizcarles su propiedad… ¡Y hasta lloran, sin ahorrarse erudición ni metafísica, como clientes defraudados!
Cantos de agonía
Siempre le funciona a Proust el truco de que quien escribe es un hombre muy enfermo que está entonando su canto del cisne… El lector quiere creerle todo, conmovido: ese agonizante nos está narrando todo su mundo entre estertores. Sus últimos alientos… entre los que también mentía, como algunas pecadoras de D’Aurevilly que siguieron mintiendo aun en sus más devotas confesiones in articulo mortis. El tono hipersensible y de continua queja, disimulada por sus exaltaciones líricas o sentimentales; el apego obsesivo a los recuerdos/sensaciones más nimios de su infancia y su primera juventud, espléndidamente recuperadas, cuando todavía no estaba tan enfermo; su indiferencia frente al presente inmediato y frente al futuro; así como cierta atmósfera de gran compasión general hacia todo lo viviente por el solo hecho de vivir, conquistan al lector tanto o más que la trama y sus peripecias. Proust/Marcel se obsesiona con el pasado porque se siente en estado terminal. Eso explica también su magnífico distanciamiento con respecto a la realidad; es casi un dios olímpico en su desdén hacia ese mundo del que sabe que ya se está yendo. Que todo ya es casi irreal, salvo los brillos verbales del recuerdo.
Al parecer, la obra entera estaba concebida e incluso escrita en sus principales rasgos desde mucho antes de la Primera Guerra Mundial: le fue creciendo por interpolaciones -muchas papeletas pegadas con engrudo a otras muchas papeletas (las unía la criada, que pudo equivocarse algunas veces)- conforme fue viviendo ocho años más de los que esperaba. De cualquier modo, en el inagotable cajón de sastre de Proust se satisfacen todos los gustos. El lector podrá juzgar tal vez injustificados los prestigios de su filosofía del Tiempo (“duración”) y la Memoria (in)voluntaria, de la realidad objetiva y la realidad virtual o imaginaria, de la eternidad de la sensación memoriosa fuera del Tiempo, del yo-que-no-soy-yo-sino-es-Teté; así como los de su empalagosa y verborreica estética decadente-ruskiniana: los vitrales, las catedrales, los paisajes, las florecitas (espinos, lilas, ninfeas), la moda, los bibelots, la música wagneriana e impresionista, todo ello con frivolidad de diletante.
Tampoco se sostienen sus interminables introspecciones artificiosas, ni su “psicología del amor”: todos esos celos retrospectivos, potenciales, virtuales, reinvertidos, tangentes; a interés variable, a fondos perdidos; ni su esnobismo aristócrata y heráldico… Pero siguen gustando mucho sus rebuscadas obsesiones, sus caricaturas, sus maledicencias y sus obscenidades. Veo el pasaje veneciano (La fugitiva, III) como fallida prosa-estética-sobre-la-arquitectura-prestigiosa, pero hilarante sátira de un turista sobre otros turistas. Lo mismo su lujoso balneario real-imaginario de Cabourg-Balbec (A la sombra de las muchachas en flor). En cierta medida, el mejor Proust siempre es sátira… de sí mismo. Se han documentado cinco o seis modelos para Palamède (Memé) de Charlus: intuyo que Proust se pintaba adrede sobre todo a sí mismo, regodeándose en su propia crueldad literaria autoinfligida.
Acaso no haya que ver en Proust a un pensador tan profundo como se le proclama, sino a un magnífico chismoso, una comadrísima de los salones de los Guermantes, de los Vedurin y de la Villeparisis a la vez. Durante la mayor parte de la obra no hay sino charlas, y comentarios profusos a renglón seguido, casi sin respirar, en párrafos laberínticos que duran varias páginas, sobre esas charlas: un perpetuo salón Guermantes-Villeparisis-Verdurin en el propio cuarto encerrado de Proust, sobrecalentado y forrado de caucho, a prueba de ruidos, apestoso de medicinas, para mitigar sus achaques de asma y de nervios, entre un catálogo largo de enfermedades.
Aunque con cierto abuso de la tradición clásica de las memorias, los epistolarios y las confesiones -con sesgo irónico: pastiches, reflejos deformados-, la obra de Proust se encamina a la ficción: se permite modificarlo todo deliberadamente, con plena libertad artística: “novela”. Pero aun así hay que tener en cuenta ciertos datos duros para no dejarse arrastrar por extravagantes exageraciones: v. gr.: la tremebunda “prisión” (convivencia monogámica) de Albertine apenas dura unos meses, y ella (Alfred) no ha tratado regularmente ni dos años a Marcel cuando tiene el tino de morirse, pues “se estaba poniendo vulgar y gorda”; el luto también resulta cosa de meses. El supuestamente engañado amante aparece tan infiel y promiscuo como Albertine, pero siente que sólo ella “lo engaña”, y no él a ella, porque es él quien paga… y quien cuenta la historia: la voz del amo. Sabemos que Alfred Agostinelli fue uno de los muchos amores de Proust: una larguísima agonía libertina.
Aunque el ciclo novelístico cubre unos 40 años (entre 1880 y 1920), no lo hace de manera continua y abundan los anacronismos. La infancia y primera juventud de su Marcel-que-no-es-Marcel-sino-Marcel es amplia y admite todos los prestigios del universo y los asombros frente a los personajes de varias generaciones anteriores. En cambio, la edad madura se estanca como un solo tono, con sus “intermitencias”: noviazgos y amistades, aventuras de solterón débil, maniático o enfermo que envejece/agoniza entre duquesas, condes y “muchachas/os en flor” y todo tipo de pedanterías de literato-antiliterato. En 1914, con la muerte del gordo Alfred, digo de la ninfa Albertine, y la guerra mundial, todo está terminado, aunque Proust sigue reescribiendo -y mezclando fechas, equivocando nombres y apellidos, resucitando sin advertirlo personajes que ya ha matado páginas atrás, convirtiendo prodigiosamente a las hijas en sobrinas y a las nietas en hijas- hasta su fallecimiento (a los 51 años, aunque empezó a anunciarlo y a celebrarlo desde los 10) en 1922.
Hacia 1914 el narrador Marcel ingresa a unas clínicas y sólo sale, después de la guerra, para enterarse de que todos sus personajes han envejecido de golpe, patéticamente, y de cómo los últimos llegan a ser los primeros, y los más altivos se difuminan en el Gran Mundo; la vulgarsota Madame Verdurin se convierte (a la edad, supongo, de unos 200 años), gracias a un nuevo matrimonio, en la “feérica” princesa de Guermantes y las mujerezuelas de la calle se transfiguran en sublimes divas. Ya desde el principio algunas putas o encargadas de WC callejeros parecían duquesas; y algunas duquesas semejaban putas o criadas; los sabios callaban o parecían tontos mientras pontificaban los asnos…
Una vida escueta y pobre en peripecias la del narrador Marcel, pero con chismes muy minuciosa y profusamente narrados: “minucias monumentales”. A otros les pasaron más cosas, pero él supo aprovechar cada detalle como si se tratara de la caída de Troya.
Cabeceando su agonía, sugerida desde el arranque de La parte de Swann, este moribundo a ratos real, a ratos imaginario y sobreactuado, le arrancaba una página, un párrafo, una línea a la muerte… En El tiempo recobrado hay largas secciones no sólo ensayísticas sino incluso apologéticas: defiende su manera de escribir e incluso su truco de travestir a sus chicos en “muchachas en flor”; dizque inventa una nueva teoría literaria, y un tiempo más allá del tiempo y una realidad más acá de la realidad. Toda una nueva metafísica arbitraria. Que se la crea su Albertine.
Adicciones del egotismo
Seguramente siguen gustando más sus “magdalenas” (bizcochitos mágicos ensopados en el té, que lo transportan al pasado): la recuperación de lo que vio/escuchó de niño, las mitologías de su asombro (el dandy Swann, la pecadora Odette de Crécy -sus “catleyas”-, la duquesa-hada de Guermantes; la abuela, la madre, la tía, la criada), que lo que vivió después de cumplir 15 años… De la vida adulta sólo se rescatan fragmentos menos terribles que pícaros de Gomorra (el tema lésbico al modo de Balzac, Gautier, D’Aurevilly; Baudelaire, Verlaine) y escabrosos de Sodoma, con el resplandor saturniano de Monsieur de Charlus (pariente del Des Esseintes del A rebours de Huysmans) y el cortejo carnavalesco de los salones.
Proust tuvo el arrojo de fiarse a su instinto. Sintió que podía escribir un libro rarísimo donde cabía entero, tal como quería sobrevivir. Se entregó más de 15 años a esa tarea desmedida, aunque desde sus primeros textos se anunciaban involuntariamente ese estilo y muchos de sus asuntos. Su instinto no lo traicionó. Una nueva manera de narrar a la que se le perdonan -más que a cualquier otro clásico- todos sus innumerables errores y accidentes, sus reiteraciones y pifias de gramática y fácil erudición, sus citas refritas, sus frases manidas, sus lirismos cursis; se diría incluso que esos descuidos, debilidades, tropiezos y polilla culterana se le vuelven virtudes, “guiños proustianos”.
¿Que Albertine es inverosímil? ¡Si de eso se trata en Proust, de que todo sea inverosímil, artificial, “textural”, rarísimo! Ah, bueno… Está más allá de la crítica: es un caso irremediable de adicción gremial.
En estas novelas tan obsesivamente erotizadas -un erotismo a ratos asfixiante de tan oblicuo, artificioso y difuso-, sospecho que el protagonista-narrador Marcel no se siente tan atraído por sus travestidas “muchachas en flor”, por sus divas aristócratas ni por sus terriblones Charluses ni efebos semiproletarios, como, de chamaco, por el melancólico cuarentón Swann, y poco después, por su apolíneo camarada Robert de Saint-Loup -sus personajes masculinos más enteros y profundos, convincentes, memorables-; del mismo modo que la abuela, la madre y la criada Françoise (Céleste Albaret) prodigan la verosimilitud y la presencia corpórea que tanto les faltan a sus caricaturas, travestismos y abstracciones. Todo el castillo de humo de Albertine cae por tierra en cuanto Françoise hace un gesto o dice una palabra. Acaso el aristocratizante Marcel Proust nunca creó mejor literatura que cuando retrataba a su criada.
¿Fue Gabriela Mistral quien habló de “maestros de facilidades” y de “maestros de dificultades”? Por la misma época que Valéry y Gide llamaban al rigor, a la autocrítica, al escepticismo, a la restricción expresiva, a la depuración, casi a la esterilidad literaria, Paul Claudel y Marcel Proust predicaban en la misma revista, la NRF, todo lo contrario: el aplastante desbordamiento verbal, la permisividad absoluta, explosiva; la prepotencia del autor que con el pretexto de las analogías, las profecías, la inspiración o la memoria desenfrenadas, podían tratar a su gusto y capricho de todos los temas, especialmente los que apenas conocían (Proust se ocupa incluso de la política: el caso Dreyfus, las ciencias, las técnicas, la bolsa, la sexualidad, la psiquiatría, todas las artes). A la busca del tiempo perdido recuerda en este sentido Las memorias de ultratumba de Chateaubriand: buena parte de su casi secular popularidad surge de esta terrible superstición de escribir un libro verbalista sobre todo: el incontenible monólogo autocomplaciente; un Yo arbitrario, gratuito, deformante, diluvia sobre el universo.
En cierto sentido, la pretendida “sinfonía” amorosa de Proust ofrece un tema único que se deforma y multiplica al infinito en variaciones concéntricas: un dandy muy sensible pero ya ni tan joven ni tan atractivo físicamente, seduce a algún(a) apetitoso(a) pelandrujo(a) que desde luego admite todas sus dádivas exorbitantes, pero sin dejar de “engañarlo” con incontables rivales. El dandy afluente olvida que está rentando con taxímetro esos cuerpos juveniles y se enamora con desesperación romántica y otoñal: el infierno de los celos, la depresión, el delirio, incluso la abyección -sufrimientos minuciosamente gozados en sus lujos melancólicos-: es la historia de Swann con Odette de Crécy, con fondo de la sonata de Venteuil; y la del narrador Marcel con Albertine y demás “muchachas en flor”, y la de Monsieur de Charlus con el violinista Morel y demás efebos ariscos, y la de Saint-Loup con Rachel y ¡el propio Morel!
El adicto entusiasta puede atesorar todas las variaciones y reiteraciones, pero algún lector más crítico y descontentadizo pensará que es mejor el Proust concentrado en la primera frescura de su gran tema, aún no tan proliferado ni tan deformado: Un amor de Swann, donde, por rara excepción, no prevalecen ni el Yo monologante ni el omnipermisivo discurso disgregado. Hay ahí más dibujo narrativo, más “ficción”.
Pensará que una maleza verbal -con múltiples esplendores ocasionales, desde luego: idioma, imaginación, humor, inteligencia, sensibilidad- ahoga el primer logro; Proust planeó incluso sus Fragmentos escogidos: así confesó que se sentía algo perdido entre su exuberancia, que aspiraba a una severa poda antológica.
La enorme documentación -cartas (cinco mil), testimonios, fotos, encendida polémica- que ha rodeado desde un principio A la busca del tiempo perdido ofrece un gran laboratorio de las correspondencias entre la realidad y el arte. Casi toda la novela es chisme: deformaciones de retratos y anécdotas reales, pero casi ninguno se traslada fielmente a la novela, sino que sufre en el camino un proceso de curiosas transformaciones y aglutinamientos caprichosos -con frecuencia rastreables en los documentos, para regocijo de la academia-; de modo que casi todo fue cierto o real y casi todo resulta finalmente diverso, imaginario o mentira. Cada cosa es al revés y otro revés del revés. A ratos, esta barroca superposición de rasgos abruma de tal modo a los personajes y a las peripecias novelísticas, que se antojan más propios de un álbum de emblemas que de un relato verosímil. A todo ello hay que añadir la eficacia del autor en los “pastiches y mélanges”, en la imitación y la parodia, que asume ese virtuosismo verbal a ratos delirante y caótico como un fin en sí mismo. Su verdadero asunto es su estilismo.
Marcel Proust se erigió así en un santón de los derechos de la Escritura absoluta, prepotente, contra sus subordinaciones académicas, racionalistas, ideológicas, realistas, históricas, biográficas; de la “autonomía”, incluso la tiranía -o cacicazgo- del Texto “prismático” sobre la realidad y sobre cualesquiera de sus referentes no literarios, e incluso sobre la historia, la lógica y la propia lengua, en un egotista universo “alterno”, al mismo tiempo soberbio y gratuito en su desmesura y en su extravagancia.
También Proust se erigió en una de las principales estrellas pop de la literatura del siglo XX: mucha gente que no lo ha leído sino fragmentaria y distraídamente gusta de sus fotos y papeles, de sus anécdotas y recovecos, de su parafernalia biográfica. Destino curioso para un autor cuya principal postulación literaria consistía (Contra Sainte-Beuve) en que la biografía del autor no tenía nada que ver con su Escritura, producto “puro” de un “otro yo”: inasible, fugitivo, como la frase melódica de Venteuil.




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