Vicente Fernández |
Las siete vidas de Vicente Fernández
El último ídolo de las rancheras ha fallecido este domingo a los 81 años, pero sus canciones lo vuelven eterno
Cómo se va a morir Vicente Fernández, si no hay un rincón del país, una cantina, un taxi, una sala de fiestas, donde no se entone el estribillo de Hermoso Cariño, Bébete esta botella conmigo al estilo Jalisco, a sufrir Por tu maldito amor y a llorar con el alma hecha pedazos. Si no se ha muerto Jorge Negrete, ni José José, ni Juan Gabriel, ni Joan Sebastian, ni Pedro Infante, ni mucho menos José Alfredo. Cómo se va a morir Chente, si sobreviven sus canciones. Si en México no hay una fiesta que acabe sin él. Si mientras se escriben estas líneas, una trompeta solitaria en mitad de la calle desafina Acá entre nos a cambio de un puñado de pesos.
El hombre, Vicente Fernández, ha fallecido este domingo día de la Virgen de Guadalupe a sus 81 años en un hospital, después de sufrir una estrepitosa caída en su rancho de Jalisco que lo ha mantenido conectado a un respirador y luchando por resistir desde hace cinco meses. Pero es su leyenda la que venerarán este domingo y el resto de sus días miles de fieles, que seguro ya preparan el tequila para brindar a su salud. Para los ídolos de la música ranchera, banda sonora parrandera hecha en México, el país guarda varias reencarnaciones. Los que llegan a tocar algún día el corazón mexicano saben que están llamando a las puertas de la inmortalidad. Los venerarán sus contemporáneos, pero también sus hijos y los hijos de sus hijos.
“Mientras ustedes no dejen de aplaudir, su Chente no deja de cantar”. Esa frase, pronunciada por Fernández en un concierto en sus inicios cuando los organizadores querían bajarlo del escenario, se convirtió en un grito de guerra. El último exponente vivo del género, uno de los pocos de su generación que seguía subiéndose a las tablas armado, con sombrero de charro y botas vaqueras; el único para el que aquel atuendo no formaba parte del atrezzo, sino una declaración de intenciones: igual entonaba a pulmón una ranchera que ordeñaba una vaca, domaba a una yegua, le soltaba la rienda al caballo, levantaba la fusta.
El principal secreto de su éxito radicó siempre en que cualquiera podía identificarse con él. “Cuando en los mejores uno acudía a sus conciertos se iba a casa con la sensación de haberse pegado una borrachera con él”, contaba a este diario Gilberto Barrera, un veterano periodista de espectáculos que ha seguido de cerca su carrera. Con él, además, su público sabía que no pagaría cantidades desorbitadas de dinero por verlo, porque el artista se encargaba de negociar ese punto con el recinto. Así fue en su último concierto en 2016: unas 85.000 personas acudieron a despedirse del charro en un evento gratuito en el emblemático Estadio Azteca lleno hasta la bandera.
Le llamaban el Sinatra mexicano. Pero a Fernández no le preocupaba una prueba de sonido. Su torrente de voz se había entrenado a fuerza de guitarrones, violines y trompetas, de gritos en palenques, donde no había más micrófono que sus cuerdas vocales. Y cuando alcanzó el éxito a mediados de los años sesenta, después de haberse ganado la vida por 35 pesos la canción en bares de mala muerte, y tuvo que agarrar un micro, se lo colocaba en el estómago, como si fuera desde las entrañas y no desde la garganta, de donde se hacía la magia.
“Lo difícil en esta vida es nacer. ¿Morir? A todos nos va a llevar la chingada”, comentaba el también conocido como El hijo del pueblo. El único hombre de una familia pobre, de padre campesino y alcohólico y una ama de casa que nunca llegó a ver cómo se convirtió en una estrella. Nació en 1940 en el municipio rural de Huentintan El Alto, a las afueras de Guadalajara (Jalisco), y rompió todos los esquemas mexicanos de que quien nace pobre, muere pobre. Pintó casas, limpió botas, lavó coches y platos, dejó la escuela antes de terminar la primaria — ”Las letras no entran cuando se tiene hambre”, declaró en una entrevista— y mientras trabajaba duro para sacar adelante a su familia, solo tenía una obsesión, un sueño guajiro: llegar a ser tan grande como Pedro Infante.
Representó como nadie la figura del macho mexicano, del mujeriego aferrado que pese a la romería de mujeres que pasaban por su habitación de hotel y camerinos, nunca dejó a su esposa con la que se casó con 23 años. Ni ella a él. Maria del Refugio Abarca, alias Cuca, le perdonó resignada todas, y en silencio y siempre en la sombra, crio a sus Tres potrillos: Vicente, Gerardo y Alejandro, el único que tomó la herencia ranchera de su padre, aunque combinara —muy a pesar de Chente— el traje de charro con la camisa desabrochada hasta el pecho. También a Alejandra, sobrina de ambos, que adoptaron como suya desde que era un bebé.
“Un hombre cautivo de otra época”, señaló en una entrevista para este diario la autora de su última biografía no autorizada El último rey (Planeta), Olga Wornat. Que no soportaba a Juan Gabriel por ser homosexual y peor aún, amanerado. Y quien se atrevió a enfrentar al mismísimo José Alfredo Jiménez por una mujer, Alicia Juárez, musa y última pareja del más célebre compositor mexicano. Aunque años después acogiera algunos de sus himnos, como El rey. Que detestaba a un hombre que llorara, que entonó: “Ay, Martín. No cabe duda que también de dolor se canta, cuando llorar no se puede”, hablándole en una canción al compositor Martín Urieta.
El icono de la música ranchera que no solo logró escapar del hambre y alcanzar a Pedro Infante, que cuenta con una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood, y logró que en hasta en las casas más humildes de la España rural de la posguerra se soñara con México y esos hombres de sombrero, cejas pobladas y bigote, ha entrado en el olimpo de sus ídolos. Fernández se ha vuelto eterno.
Elena Reina es redactora de la delegación de México de EL PAÍS desde 2014. En 2020 ganó el Premio Gabriel García Márquez de Periodismo por la cobertura de la crisis migratoria en la frontera sur. Se ha especializado en temas de narcotráfico, migración y violencia de género.
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