Guillermo Arriaga |
Guillermo Arriaga: “González Iñárritu me robó mi mundo. No nos hablamos ni nos reconciliaremos”
Ha pasado a la historia del cine con los guiones de tres películas: ‘Amores perros’, ‘21 gramos’ y ‘Babel’. Ha conquistado la gloria literaria y se llevó el Premio Alfaguara en 2020 con su novela ‘Salvar el fuego’. Este mexicano indomable, curtido con violencia en las calles de la capital de su país y admirador de Delibes, Hemingway, Faulkner, Azcona y Buñuel, no se da tregua a la hora de hurgar en conflictos oscuros. A pesar de todo, se declara feliz
Jesús Ruiz Mantilla
10 de diciembre de 2021
Ya desde la infancia, en su casa, a los hermanos se les conocía como Carlos el Valiente, Jorge el Fuerte y Guillermo, el Salvaje. Con los años dio título a una novela con su mote, pero de indagar en los instintos, la supervivencia y el azar había ya dado prueba cuando revolucionó el cine mundial junto a Alejandro González Iñárritu en Amores perros. Fue la primera de las tres películas que hicieron juntos y a la que siguieron 21 gramos y Babel. Rafael Azcona tuvo razón cuando al leer el guion de Amores perros le dijo: “Sabes que esto te va a cambiar la vida, ¿verdad?”. Y se la cambió. En cierto sentido, sí. Al chaval que había perdido el olfato peleándose en su barrio le llegó la gloria. Pero no renunció a ese lado silvestre que le lleva por todas partes a cazar con arco. Guillermo Arriaga asegura que no escribiría sus novelas o pondría en marcha sus películas de la forma en que las hace si no fuera cazador. “Es donde mejor aprendo las contradicciones que nos rodean”, nos dice en Madrid, poco antes de que le dieran el Premio Alfaguara que no pudo recoger hasta el mes pasado y que ganó en 2020, justo antes de todo lo que ya saben.
Cuénteme cómo perdió el olfato en una pelea cuando era niño.
Lo he perdido, sí. Pero tiene que ver con varias cosas. Primero porque respiraba por la boca y ya de niño tenía los cornetes muy grandes ya que iba a acabar midiendo 1,88. Pero también no me metí solo en una pelea, hubo decenas. Cuando me operaron a los 13 años de la nariz, el médico me dijo que la tenía como la de un boxeador. Luego él me operó mal y acabó definitivamente con el olfato. Pero conservo algo curioso.
¿Qué?
Que a distancia puedo oler a los marranos cuando voy a cazar. Los huelo. O los saboreo. No soy consciente todavía de la diferencia. Cuando pierdes un sentido se compensa con otro, así que el gusto lo he desarrollado bastante.
Muy poco. Si me echo loción, mi esposa me dice: ¡Apestas a colonia! Ni lo huelo. O una vez mi hermana me encargó que cuidara los frijoles y se quemaron. Pero a veces si percibo, muy vagamente.
¿Y esas peleas?
Mira, para empezar no teníamos muchas cosas que hacer. El barrio era bravo y yo tenía déficit de atención… Los que tenemos déficit de atención no controlamos bien nuestros impulsos y…
¿Hubo alguna pelea que le dejara más marcado que otra?
Eran episodios de violencia que no tenían ningún sentido. Pues de repente llegaban unos tipos y te quemaban con cigarros, ¿por qué? No sé. Porque sí. Estás jugando a beisbol a los 10 años y un tipo que debía andar por los 25 me da una bofetada, me quita el palo y me agarra a palazos. Recién me enteré que fue porque dije una mala palabra y él andaba con su hermana presente. Yo no sabía eso. Eran episodios de violencia gratuitos.
En un barrio fronterizo, pero no marginal.
No, un barrio donde casualmente vivían muchos intelectuales mexicanos de alto nivel. Un barrio que en su parte más brava acogía al sindicato de maestros, gente con educación pero con muy pocos ingresos. Nos fuimos cuando yo tenía 19 años pero seguí yendo hasta los 27.
Porque allí andaban sus amigos… Y sus enemigos, también.
Enemigos, pocos, realmente. Te peleabas y luego ya terminas por entenderte.
¿Había que pegarse para forjar amistades?
No necesariamente, pero a veces, tú sabes, te pegabas con desconocidos.
Guillermo Arriaga, fotografiado en Madrid
Foto de JAVIER SALAS
¿Por qué se cambiaron?
Porque mis padres prosperaron económicamente.
¿Cómo?
Primero no le fue bien con un negocio de telas pero con esas mismas máquinas de tejer se fue donde unos campesinos y quiso vendérselas. No por dinero sino a cambio de que le hicieran chambritas, ropa para bebé y exportarlas. Tuvo tanto éxito que llegó a acoger galerones con 2.000 personas haciendo chambritas. Les enseñó a hacer cooperativas. Tenía algo de socialdemócrata mi padre. Mi madre se encargaba de la oficina y mi padre vendía. Así nos pagaron los colegios.
¿Buenos colegios?
Colegios laicos en los que se hablara inglés. En mi casa yo nunca escuché la palabra pecado. Ellos querían que nos licenciáramos y nos doctoráramos, yo no me doctoré, pero mis hermanos sí.
¿Cuándo decide que lo suyo es contar historias?
Desde chico, siempre. Hay gente que cuenta a través de ideas, a través de conceptos abstractos, yo cuento a través de historias. Desde siempre quise ser parte de lo que soy: escritor, director, actor y deportista profesional.
Y salvaje…
Siempre, entre mis hermanos, Carlos quería ser el valiente, Jorge el fuerte y Guillermo, el salvaje. ¿Qué significaba eso? Pues no domesticarte.
¿Para eso necesitaba entender el componente animal que hay en cada uno de nosotros?
Cuanto más viejo te pones más te das cuenta de eso. Mientras más caso le haces, más descubres que pulula en nosotros un espíritu animal.
¿De qué forma? ¿Cómo nos beneficiamos de eso o en qué nos limita?
El otro día estaba con una muchacha que se definía como anti cacería y le plantee: en un mundo pospandemia, si nos planteamos el fin del mundo ¿con quién te vas a sentir más a salvo? ¿Con alguien que caza o con tu novio? “Con alguien que caza”, me dijo. ¡Claro! Con quien entiende la naturaleza, el que va a procurarte un alimento, con quien sabe de todo tipo de artimañas para moverse por ahí…
O para vivir en la ciudad de México.
La ciudad de México es calle. Todo depende. A mi hijo no lo han atracado nunca allá y sin embargo en París lo han asaltado seis veces. Calle y monte son lo que te salvan en este mundo. Y cultura.
En el monte, ¿qué aprendió?
Desde que soy muy chiquito quise ser cazador. Recuerdo un rompecabezas de un tipo frente a un oso pardo y que lo único que lleva en la mano es un cuchillo. Amaba los programas de animales, con mi padre íbamos de picnic y montañismo. Con ellos, los sábados los dedicábamos a actividades culturales y los domingos a ir al campo. De ahí viene mi amor al monte.
Esa imagen del cazador ante un oso… A ver si la idea con la que Alejandro González Iñárritu hizo El renacido, también es suya.
La idea, sí. Obviamente. No he visto la película pero yo le he contado esa idea y mi obsesión por la misma, así que me robó mi mundo.
Bueno es que básicamente parte de eso.
Creo que sí, porque él no es un tipo de cacerías ni de monte. Nada de eso.
Vayamos a los inicios de ambos, con Amores perros. ¿De dónde surge?
Yo tenía un perro muy bravo y muy salvaje, con los ojos amarillos que se llamaba Coffee. En mi barrio había peleas de perros: pastor alemán contra doberman, que son muy encarnizadas. Me vinieron a decir mis vecinos que lo querían pelear. Ninguno de nosotros lo hicimos. Yo no las vi. Ni quería. Él me defendía de perros que me odiaban. Yo le curaba. Con un perro así te cuestionas si tu mascota no te puede atacar. Te decías: de una de esas, me arranca la mano. Nunca me hizo nada. Aprendí mucho de él.
¿Qué?
Pues que estamos acostumbrados a creer que las mascotas son inofensivas, que se les arrebatado el lado salvaje. Y no. Este perro era la prueba de que en cualquier momento podía convertirse en una fiera.
¿Algo que se puede trasladar a los seres humanos?
Sí, claro. Pues esta gente de mi barrio que me pegaba. ¿De dónde venían?
¿No será que podía parecer usted así de chaval, un poco chulo?
Naaaa… No sé…
Aunque tiene cara de buena gente. ¿Engaña?
Bueno, también puedo… Casi siempre soy buena gente, es muy raro que me enoje, pero sí, cuando lo necesito, ahí está. Me ha salvado de algunas. Cuando alguien me agrede verbalmente, decirle, a ver, compadre, qué pasa, amenazar con pelear, termina por servir. Aunque lastimar a alguien, pesa.
¿Viene el remordimiento?
Una vez que entras en la pelea, ya es a ganar. Como decimos los mexicanos entre que lloren en su casa o que lloren en la mía…
Y poner la otra mejilla, tampoco, como no recibió educación cristiana, con usted no va.
Tampoco. Eso sí, hay que evitar la pelea.
¿Por qué cazar con arco cuando otros cazan con armas de fuego?
A mí ni me interesa matar un animal, sino cazarlo. Lo que me importa es saber que en el acto de matar un animal la naturaleza cuenta, puede hacer lo mismo y al entrar en ella penetras en la del otro ser.
¿Tiene que ver con la tauromaquia?
No sé, porque ahí lo que importa también es el espectáculo y a mí no me interesa la caza como espectáculo sino como vivencia activa. Debes aprender a leer la naturaleza. No la lees de golpe. Empiezas a entender cómo se comportan en un entorno en que tú nunca has estado. Para empezar, se ven, descubrirlos, aprendes a ello. Estudias esa dinámica. Me interesa la caza en parte para hacer que me sienta parte de la naturaleza. Y el arco refuerza esa sensación. La cacería con arco comienza donde termina la del rifle.
Guillermo Arriaga, fotografiado en Madrid
Foto de JAVIER SALAS
¿En qué sentido?
Para empezar, con la distancia. A 300 metros, donde alguien dispara una bala yo empiezo a acercarme. Entran muchos elementos en juego: la luz, el ruido, el viento. Debes ir por las sombras, no pisar ramas, que no cambie la dirección del viento para que no te huelan…
¿Desde cuándo lo hace?
Desde niño, con 9 años. Luego lo dejé y lo retomé. Cacé con escopeta pero hay algo en la caza mayor que no me gusta: quizás sea el estruendo, la distancia con el animal. Hace 20 años que volví al arco. La diferencia, ¿cuál es? La mirada. Intercambias una mirada con el animal que vas a cazar. Eso transforma todo. El animal sabe. El movimiento es estrepitoso. Tiene sus complicaciones, además. Esperar en el desierto seis o siete horas… Cuesta abrir el arco, es duro. No jala.
En su caso, por tanto, no es un hobby.
No es un hobby. Es una esencia, o que me define como persona, como artista. Si no lo hiciera difícilmente habría construido la obra que tengo. Cazar me acerca a los misterios. El primero, qué tanto de naturaleza llevas tú y cuánta se ha perdido. El misterio de la muerte y del sacrificio, también. Yo no mato por placer. Es un proceso más complejo del que pueda parecer a simple vista.
En cuanto a creación, en su literatura es algo que le acerca a autores como Miguel Delibes, muy raros para las influencias de autores latinoamericanos. Usted lo reivindica. Menos mal.
Me interesan los autores cazadores: Delibes, Baroja. Faulkner, Hemingway… Tienen otras perspectivas del mundo. Pueden retratar mejor las paradojas de los seres humanos. Algunos me preguntan: ¿Cómo es posible que caces? Y yo doy la vuelta a la cuestión: ¿Cómo es posible que otros no lo hagan? Que no entiendan de dónde venimos, de dónde procede la comida, de qué especie somos. Tampoco entiendo cómo es posible dejar comida en un plato después de que se haya sacrificado a un animal o cómo algunos tratan a sus perros…
¿Se refiere a la crueldad?
Aparte de la crueldad, otro tipo de barbaridades, este cuchicuchi… Está bien tratarles con cariño, que te laman y te dejen todo batido, pero esta cosa de ponerles un lacito es desperrarlos. No podemos convertirlos en muñequitos de peluche animados. Como esos dueños de gatos que los mantienen encerrados en sus departamentos de 40 metros cuadrados y se dicen dueños responsables. Sí, vale, ¡pero tu gato nunca salió! Está condenados a cadena perpetua. Ellos quieren ser animales, no quieren tus apapachos, ni tus mimos. Quieren ser gatos y no los liberas.
¿No hemos entrado en una desconfiguración artificial de lo que son las especies, empezando por la humana?
Empezando por el problema que ha traído el veganismo. Cuando proclaman que no matan animales, que no lo vean no significa que no lo provoquen. Y crueldad animal también significa tratar a perros y gatos como lo que no son.
En su cine se manifiesta eso y en su literatura, no digamos, aunque ahí libra una lucha sin cuartel con otra naturaleza, la del lenguaje.
Yo entendí que pertenezco a una tradición narrativa. Los hay, como yo, que escribimos lo que podemos, no lo que queremos. Lo primero que debes hacer como escritor es reconocer cuál es tu naturaleza. La mía es contar historias y someter todo el proceso creador a ese fin. En ese sentido debo emplear los lenguajes que mejor cuentan aquello que pretendo. Los que mejor perfilan un personaje. Vengo, sin pretender equipararme, ni mucho menos de Dostoievski, Tolstoi, Stendhal, Faulkner, Herodoto… Ellos cuentan una historia. Es la tradición narrativa con la que me identifico. Hay quien prefiere decantarse por lo poético o por la exploración barroca del lenguaje. Yo, no.
En Salvar el fuego, hay pasajes introspectivos que pese a eso, ascienden a cotas poéticas en sí mismas. Cuando hablan los presos, por ejemplo. ¿También ahí se impone su oficio en el campo del guion?
En esa novela, la polifonía es importante. Cada uno de los narradores posee un lenguaje propio. En el caso de los presos debía ponerme en su lugar, pensar como ellos. Necesitaba con esas capas conectar y utilicé para ello el lenguaje, un lenguaje que conozco y ha sido parte de mi vida.
La polifonía, cierto. Un rasgo de su cine, además. En Babel, pocos se han acercado tanto a describir el latido común de lo global. ¿Era su intención?
En Babel la idea era ver cómo las interacciones poseen repercusiones, reverberaciones… El aleteo de una mariposa en Tokio puede provocar un huracán en Nueva York. Babel se llamaba en principio El último día. Todos los personajes perdían la inocencia de algo. La adolescente en Tokio, los turistas en Marruecos, los niños en California. Era la última frontera de algo. La que cruzas y ya no hay regreso. No existe para algunas cosas: eso es lo que me interesaba. En el fondo es una mentalidad de cazador. De alguien que sabe lo que significa lanzar una flecha, un acto que tiene consecuencias irreversibles. Es eso también lo que me vincula a Delibes, a Faulkner, a Hemingway.
Dice usted que si debe buscar referencias en el cine van de El padrino, de Coppola a Los olvidados de Buñuel. Al ver Amores perros, esta última es muy clara. Como también queda claro que tanto usted como González Iñárritu buscaban revolucionar el cine de alguna manera.
Mira, yo siempre creo que lo que escribo es muy malo. Pero con Amores perros me pasó como cuando juegas al fútbol ves al portero adelantado, tiras de media cancha y piensas: va a entrar. Que tiraste bien. Aparte hubo gente que me lo dijo. Yo lo sentí y eso me lo corroboró Rafael Azcona cuando trabajé con él tres semanas en la adaptación de mi novela Escuadrón guillotina. Le pedí que se leyera el guion. Cuando lo acabó me dijo: “¿Tú escribiste eso? Sabes que te va a cambiar la vida, ¿verdad? Yo nunca he leído algo parecido”.
Ojo tenía, el maestro.
Cuando a mí me dicen cuánto de cine veo en mis novelas respondo al revés: cuánto de literatura se encuentra en mi cine. Al escribir Amores perros buscaba una película que tuviera textura de novela, en particular de El ruido y la furia, de Faulkner. Venía de un accidente de carretera que fue lo que me obsesionó.
Con González Iñárritu rompe porque usted considera que las tres películas que hacen juntos deben ir firmadas por los dos. ¿Fue así?
Era una trilogía que escribí porque pensaba dirigirla yo. Pero Iñárritu me propuso: dámelo. Él quería escribir una comedia romántica. Se lo di con una condición: que firmáramos los dos, como hacen los hermanos Coen, no es nada raro. Estaba ya inventado. Este era un proyecto muy personal. Participé en todos los procesos: el montaje, el casting e hicimos un pacto entre caballeros que él no respetó. Le insistí en que debía ser un proyecto de dos, en que habláramos de las películas como nuestras. Pero no lo respetó. Un acuerdo de caballeros es un acuerdo de caballeros y hasta ahí.
¿Todo se rompió tras Babel?
No, ya habíamos roto en Amores perros.
¿Y cómo fue que siguieron con dos más?
Pues porque a mí me dijo él: Mick Jagger y Keith Richards no se hablan pero los Rolling Stones son mejores juntos que separados. No necesitamos ser amigos para trabajar. Pero es que todo resulta mucho más complejo, no se reduce a disparidad de criterios, hay repartos de derechos por medio, cosas así. No se trata de un asunto de narcisismo. Yo siempre defendí el espíritu colectivo de las películas. Yo no trabajo para directores, sino con directores. No soy un escribano. Uno ve vasos comunicantes entre Amores perros y mi novela Salvar el fuego.
¿No ha visto sus películas posteriores?
No me interesan.
¿No se hablan?
No.
¿Y se llegarán a reconciliar?
Tampoco. No por mi parte.
¿Cómo lo sabe si han pasado juntos a la historia del cine?
Está completamente resquebrajado. También hubo gente que se casó con el amor de su vida y no se volvieron a ver, ¿o sí?
¿Es ese tipo de relación? Aquella en la que entra algo muy personal, me refiero.
Es que fueron historias en las que yo puse mi vida, mi sangre, mis huellas dactilares. No entregué cualquier cosilla. No era simplemente un trabajo.
¿Aquello le llegó a amargar o es feliz?
Soy el hombre más feliz del planeta, aparte de que los premios más importantes que logré los conseguí solo: en Cannes por Los tres entierros de Melquiades Estrada o el Mazatlán y el Alfaguara.
Dice ser feliz, pero sus historias destilan pesadumbre, negrura.
No tiene nada que ver. Son visiones del mundo. También algunos creen que me meto todo tipo de drogas y jamás probé ninguna. Ni un porro. Por llevar la contraria. En el barrio decían que si no te metías tus cosas no llegarías a ser hombre. Pero yo me propuse convertirme en uno a pesar de eso. Uno de mis lemas decía: yo voy a ser sobrio lo que tú solo te vas a atrever a ser borracho.
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.
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