Hace poco, Grace fue a buscar la casa de verano de los Travers en el valle de Ottawa. No había estado en esa parte del país desde hacía muchos años y, naturalmente, estaba muy cambiada. La autopista 7 evitaba pueblos que antes atravesaba y era recta en lugares donde, según recordaba, había curvas. Esa zona del Escudo Canadiense está plagada de lagos pequeños, que los mapas corrientes no tienen sitio para identificar. Incluso cuando localizó Little Sabot Lake —o creyó haberlo localizado— parecía haber demasiados caminos que llegaran a él desde la carretera comarcal y luego, cuando ya se hubo decidido por uno de esos caminos, lo cruzaban varios otros asfaltados, todos con nombres que no recordaba. Es verdad que, cuando estuvo allí cuarenta años antes, las calles no tenían nombre. Ni estaban asfaltadas. Solo existía el camino de tierra que conducía al lago y el otro camino de tierra que corría bastante al azar por la orilla.
Ahora había un pueblo. O tal vez se lo podría llamar suburbio; no vio ninguna oficina de correos ni siquiera la menos prometedora tienda de comestibles. El asentamiento ocupaba cuatro o cinco calles hacia el interior a lo largo del lago, con casitas alineadas adosadas unas a otras o con reducidos terrenos. Algunas eran sin duda casas de veraneo: las ventanas ya estaban tapiadas, como siempre se hacía en la estación invernal. Pero otras tenían aspecto de estar habitadas todo el año: habitadas en muchos casos por gente que llenaba los patios de juegos de plástico, parrillas, bicicletas de entrenamiento, motocicletas y mesas de picnic, ante las cuales había personas almorzando o tomando cerveza ese todavía templado día de septiembre. También las habitaban personas que no estaban visibles… Podrían ser estudiantes o hippies que vivieran solos y colocaban banderas o papel aluminio a modo de cortinas. Casas pequeñas, baratas, la mayoría decentes, algunas preparadas para pasar el invierno, otras no.
Grace habría dado la vuelta de no haber visto la casa octogonal con grecas a lo largo del techo y puertas en todas las fachadas. La casa de los Woods. Recordaba que tenía ocho puertas, pero parecía no haber más que cuatro. Nunca había entrado para ver si el espacio estaba dividido en habitaciones. Tampoco creía que nadie de la familia Travers hubiera entrado nunca en ella. En otros tiempos, la casa estaba rodeada por grandes setos y brillantes álamos blancos, que el viento costero siempre hacía susurrar. Mr. y Mrs. Woods eran viejos —como ya lo era Grace— y no parecía que los visitaran amigos ni niños. La original y pintoresca casa tenía ahora aspecto abandonado, equívoco. Contra cualquiera de sus lados se aglomeraban los vecinos con sus trazas de gueto, sus vehículos a veces desguazados, sus juguetes y coladas.
Lo mismo pasaba con la casa de los Travers cuando la encontró, unos cuatrocientos metros más allá. En vez de terminar allí, ahora la carretera seguía más adelante y, otras casas, a los dos lados, estaban a pocos metros de distancia de la profunda galería que la rodeaba.
Era la primera casa, construida de esa manera, que Grace hubiera visto: solo tenía una planta y el tejado principal continuaba sin interrupción por los cuatro lados, cubriendo la galería. Después, en Australia, vio muchas casas como esa. Un estilo que hacía pensar en veranos calurosos.
Se podía salir corriendo desde la galería a través del extremo polvoriento de la senda de entrada, a través de una parcela de terreno —también propiedad de los Travers— cubierta de juncos y fresas silvestres, a través de la arena pisoteada y luego saltar —no, más bien, vadear— hasta meterse en el lago. Ahora era casi imposible ver el lago por culpa del caserón —una de las pocas viviendas suburbanas de los aledaños, con garage para dos coches—, que cortaba la mismísima carretera. ¿Qué era lo que verdaderamente buscaba Grace cuando emprendió la expedición? Tal vez lo peor sería que consiguiera precisamente lo que buscaba: techo para refugiarse, ventanas con mosquitero, el lago enfrente, el bálsamo de arces y cedros detrás; la conservación perfecta, el pasado intacto, cuando nada de eso podía decirse de ella. A la larga sería menos hiriente encontrar algo tan venido a menos —todavía existente, pero sin relación con nada—, como ahora parecía la casa de los Travers, con las ventanas abuhardilladas añadidas y la sorprendente pintura azul.
¿Y qué habría pasado si hubiera desaparecido del todo? Estás enredándote. Si cualquiera se acerca a escucharte, lloras la pérdida. Pero quitarte de encima antiguos lastres o confusiones ¿no te proporcionaría cierta sensación de alivio?
Mr. Travers había construido la casa —es decir, la había hecho construir — como regalo de boda para Mrs. Travers. Cuando Grace la vio por primera vez, la casa tendría unos treinta años. Los hijos de Mrs. Travers se llevaban muchos años de diferencia: Gretchen, de veintiocho o veintinueve, ya estaba casada y era a su vez madre; Maury de veintiuno hacía su último año de College. Además estaba Neil, que mediaba la treintena. Pero Neil no era Travers. Era Neil Borrow. Mrs. Travers estuvo casada antes con un hombre que había muerto. Ella se ganaba la vida y mantenía a su hijo como profesora de inglés comercial en una escuela de secretariado. Cuando Mr. Travers hablaba de esa época de la vida de Mrs. Travers —cuando él todavía no la conocía—, hablaba de esos días como tiempos de penurias, casi como de trabajos forzados difíciles de soportar, en lugar de la vida holgada, que a él le haría muy feliz proporcionarle.
Mrs. Travers no decía en absoluto lo mismo. Vivía con Neil en la ciudad de Pembroke, en una gran casa antigua dividida en departamentos, no lejos de las vías del tren. Y muchas de las anécdotas que contaba a la hora de las comidas eran de acontecimientos sucedidos allí, de los otros inquilinos y del propietario canadiense francés, cuyo áspero acento mezclado con el inglés imitaba. Los cuentos podían tener título, como los que Grace había leído de Thurber en Antología del humor americano, encontrado inexplicablemente en la estantería de la biblioteca, al fondo del aula del décimo curso. (En la estantería estaban también El último de los barones y Dos años al pie del mástil).
«La noche en que la vieja señora Cromarty salió al tejado». «Cómo cortejaba el cartero a Miss Flowers». «El perro que comía sardinas».
Mr. Travers nunca contaba anécdotas y tenía poco que decir durante las comidas pero, si te veía mirar —digamos— el suelo de piedra de la chimenea podía preguntar: «¿Te interesan las piedras?». Y te decía de dónde procedía cada una de ellas, cómo las buscó y buscó de ese granito rosa especial, porque Mrs. Travers se había maravillado ante una piedra igual que esa, atisbada en un corte de carretera. O te podía enseñar alguno de esos detalles no tan raros, que él había agregado al diseño de la casa: las baldas de la alacena esquinera de la cocina que giraban hacia fuera, el espacio para almacenar bajo los poyos de las ventanas. Era un hombre alto, encorvado, de voz suave y pelo fino estirado sobre el cuero cabelludo. Llevaba zapatillas de baño cuando se metía en el agua y, aunque con ropa corriente no parecía gordo, un rollo de carne blanca le asomaba por encima del bañador.
Grace trabajó ese verano en el hotel de Bailey’s Falls, al norte del lago Little Sabot. A principios de verano la familia Travers fue a cenar allí. No se fijó en ellos, no estaban en una de sus mesas y aquella había sido una noche muy ajetreada. Ponía la mesa para un grupo recién llegado cuando se dio cuenta de que alguien esperaba para hablarle. Era Maury. Le dijo:
—Estaba pensando si querría salir conmigo alguna vez.
Grace apenas levantó la vista de los cubiertos que a toda prisa colocaba en su sitio.
—¿Es una apuesta?
Porque Maury hablaba en voz alta, parecía nervioso y estaba ahí tieso como si se viera forzado a hablar. Y se sabía que a veces grupos de jóvenes de las cabañas apostaban a quién conseguía salir con una camarera. No era del todo broma: si ellas aceptaban acudían a la cita, aunque con frecuencia solo fuera para apoltronarse ahí, sin invitar al cine, ni siquiera a tomar un café. De modo que se consideraba más bien vergonzoso, más bien poco serio que las chicas aceptaran.
—¿Cómo? —preguntó él apenado.
Y entonces sí, Grace interrumpió la tarea, levantó la vista y lo miró. En ese momento creyó saber cómo era el verdadero Maury. Asustadizo, violento, inocente, decidido.
—Vale —contestó sin titubear.
Podría querer decir, vale, poco a poco, sé que no es una apuesta, sé que no lo harías. O, vale, saldré contigo. Ella misma no sabía qué había querido decir. Pero él dio por descontado que Grace había aceptado y, en el acto, sin bajar la voz ni hacer caso de las miradas que echaban los comensales de alrededor, dijo que la recogería la noche siguiente al salir del trabajo.
Y sí la llevó al cine. Vieron El padre de la novia. A Grace no le gustó. Aborrecía a chicas como la Elizabeth Taylor de esa película, aborrecía a las niñas mimadas a quienes nunca se les pide nada, pero ellas sí engatusan y exigen. Maury le dijo que solo pretendía ser una comedia, pero Grace insistió en que no era esa la cuestión. No fue capaz de aclarar cuál era la cuestión. Cualquiera habría dicho que era el hecho de que ella trabajara como camarera y fuera demasiado pobre para ir al College y que, si quisiera algo parecido a esa clase de boda, tendría que pasar años ahorrando para pagársela. (Maury sí lo pensó y se despertó en él un respeto casi reverencial por ella).
Grace no podía explicar ni entender que no era pura envidia lo que sentía, era rabia. Y no porque no pudiera comprar ni vestirse de esa manera. Así es como los hombres —la gente, todo el mundo— pensaba debería ser ella. Bonita, apreciada, mimada, egoísta, cabeza hueca. Así deben ser las chicas de quienes los hombres se enamoran. Después se convertiría en madre y se dedicaría ñoñamente a los bebés. Ya no sería egoísta, pero sí igual de cabeza hueca. Para siempre.
Echaba chispas con el tema, mientras estaba sentada al lado del muchacho que se había enamorado de ella porque —al instante— creyó en la entereza y singularidad de su mente y su alma. Consideraba que su pobreza le daba un toque romántico. (Habría sabido que era pobre no solo por el trabajo que desempeñaba sino por su pronunciado acento de Ottawa Valley, acento del cual ella todavía no era consciente).
Él aceptó sus opiniones sobre la película. La verdad es que después de haber visto los esfuerzos por explicarse, Maury luchaba a su vez por decirle algo. Dijo haberse dado cuenta de que no era nada tan sencillo, tan femenino, como la envidia. Eso lo veía. Era evidente que Grace no aguantaba tanta frivolidad, no se conformaba con ser igual que la mayoría de las chicas. Era distinta.
Grace siempre recordaría lo que llevaba puesto esa noche. Falda campana azul oscuro, blusa blanca —a través de cuyos volantes calados podía verse el nacimiento de sus pechos—, cinturón elástico ancho rosado. Había sin duda cierta contradicción entre su manera de vestir y en cómo quería que la juzgaran. Pero nada en ella era afectado, descarado ni rebuscado al estilo de la época. El dobladillo un poco irregular, las pulseras plateadas más baratas, el pelo largo, suelto y rizado que, cuando servía las mesas, llevaba recogido con una redecilla, le daban trazas de gitana. Era distinta. Maury le habló a su madre de Grace y la madre le dijo:
Para ella todo era nuevo, todo delicioso. La verdad es que se enamoró de Mrs. Travers, tanto como Maury se había enamorado de ella. Desde luego no estaba en la naturaleza de Grace quedarse tan abiertamente sin habla, tan en actitud de veneración como estaba él.
A Grace la habían criado su tía y su tío, en realidad sus tíos abuelos. La madre había muerto cuando tenía tres años y el padre se había marchado a Saskatchewan, donde tenía otra familia. Sus padres adoptivos eran cariñosos y hasta estaban orgullosos de ella, aunque los desconcertara, pero no eran dados a las conversaciones. El tío se ganaba la vida haciendo sillas de mimbre y le enseñó a Grace a tejer los asientos para que pudiera ayudarle. Cuando con el paso del tiempo él fue perdiendo la vista, las hacía ella. En esa época fue cuando consiguió el trabajo en Bailey’s Falls durante el verano y, a pesar de lo duro que fue tanto para el tío como para la tía, la dejaron ir. Creían que debía tomarle gusto a la vida antes de establecerse.
Tenía veinte años y acababa de terminar el instituto. Habría terminado un año antes, pero tomó una decisión extraña. En la pequeñísima ciudad donde vivía —no estaba lejos de la Pembroke de Mrs. Travers— había un instituto de cinco cursos, que preparaba para los exámenes de funcionarios gubernamentales y lo que entonces se llamaba «matriculación mayor». Nunca era necesario estudiar todas las asignaturas impartidas y, al final del primer año —que tendría que haber sido su último año, el décimo tercero—, Grace se presentó a los exámenes de historia, botánica, zoología, inglés, latín y francés. Sacó notas más altas de las exigidas. Pero allí apareció otra vez en septiembre, decidida a estudiar física, química, trigonometría, geometría y álgebra aunque esas asignaturas se consideraban demasiado difíciles para las chicas. Cuando terminó aquel año había completado todas las asignaturas del décimo tercer curso excepto griego, italiano, español y alemán porque en la escuela no había ningún profesor que los enseñara. Lo hizo estupendamente en las tres ramas de matemáticas y ciencias, si bien los resultados no fueron tan espectaculares como los del año anterior. Incluso pensó aprender por su cuenta griego, español, italiano y alemán para presentarse a los exámenes del año siguiente. Pero el director de la escuela tuvo una conversación con ella y le dijo que no le serviría de nada, puesto que no iba a poder asistir al College y, en cualquier caso, ningún College exigía preparación tan completa. ¿Por qué lo hacía?, le preguntó. ¿Tenía algún proyecto?
Grace contestó que no. Que lo único que quería era aprender todo lo que pudiera por su cuenta. Antes de meterse de lleno en el oficio de tejedora de mimbre.
Era el director quien conocía al gerente de la posada y dijo que la recomendaría si quería probar el oficio de camarera durante un verano. También él habló de tomarle gusto a la vida.
De manera que, ni siquiera él, el director, creía que el aprendizaje tuviera nada que ver con la vida. Y cualquiera a quien Grace contara lo que había hecho —lo contaba para explicar por qué había tardado tanto en dejar el instituto—, decía algo así como: «Tienes que haber estado loca».
Salvo Mrs. Travers, a quien habían mandado a una escuela comercial en vez de al College porque le dijeron que debía ser útil. Y lo que más desearía en ese momento, decía, era en cambio: —o en primer lugar— atiborrarse la cabeza de cosas inútiles.
—Aunque no tengas más remedio que trabajar para ganarte la vida —dijo —. Trenzar mimbre parece algo útil de hacer. Ya veremos…
Ya veremos ¿qué? Grace no quería en absoluto pensar en el futuro.
Quería que la vida siguiera siendo como era. Cambió los turnos con otra chica para tener libres los domingos después del desayuno. Eso significaba trabajar hasta tarde los sábados. Significaba que había cambiado el tiempo que pasaba con Maury para pasarlo con la familia. Así pues, Maury y ella no podían ir nunca al cine ni tener una verdadera cita. Pero él la recogía cuando terminaba su turno, alrededor de las once, y se iban a dar una vuelta en coche, paraban a comer un helado o una hamburguesa —Maury tenía la precaución de no llevarla a ningún bar porque Grace todavía no tenía veintiún años— y acababan aparcando en cualquier parte.
Los recuerdos que Grace tenía de esas sesiones de parking —que podían durar hasta la una o dos de la madrugada— eran más borrosos que los de los ratos pasados alrededor de la mesa de comedor de los Travers —cuando por fin todo el mundo se levantaba y se iba con cafés o bebidas frescas—, en el sofá de piel rojiza, en las mecedoras o en las sillas de mimbre protegidas con almohadones, al otro extremo de la habitación. (No era necesario enredarse en quitar la mesa ni fregar los platos: una mujer a quien Mrs. Travers llamaba «mi amiga, la habilidosa Mrs. Abel», iría a la mañana siguiente).
Maury siempre arrastraba cojines a la alfombra y allí se sentaba. Gretchen, que nunca se vestía para la cena con nada que no fueran vaqueros o pantalones de fajina, solía sentarse con las piernas cruzadas en un sillón ancho. Tanto Maury como ella eran grandotes, anchos de hombros, con cierto parecido a la buena pinta de la madre: tenían el mismo pelo ondulado color caramelo, ojos cálidos color avellana. En el caso de Maury, hasta hoyuelos. «Guapo», decían las otras camareras de Maury. Le silbaban por lo bajo. «Guay, guay». Sin embargo Mrs. Travers no medía más de metro y medio y, bajo sus coloridas túnicas sueltas, no parecía gorda sino bien rellenita, como una niña que todavía no hubiera pegado el estirón. El brillo, la expresividad de sus ojos, su alegría expansiva siempre dispuesta a estallar, no se heredaba o no se podía heredar ni imitar. Tampoco el rojo desigual de las mejillas, que casi parecía sarpullido. Eso era seguramente consecuencia de salir hiciera el tiempo que hiciera sin preocuparse por el cutis y, como su silueta y sus túnicas, demostraba la independencia de su personalidad.
En esas noches de domingo a veces, además de la familia, había invitados. Una pareja o alguna persona sola, en general de la edad de Mr. y Mrs Travers y, también en general, parecidos a ellos porque las mujeres eran más vitales e ingeniosas, los hombres más callados, lerdos y tolerantes. Contaban historias divertidas, en las cuales se burlaban casi siempre de sí mismos. (Grace se enzarzaba tanto en esas charlas de sobremesa que, en algunas ocasiones, sentía náuseas también de sí misma y le resultaba difícil recordar por qué, en aquel entonces, le parecían tan insólitas. En su lugar de origen, la mayoría de las conversaciones animadas caían en bromas de mal gusto en las cuales, desde luego, ni su tía ni su tío participaban. En las raras ocasiones en que tenían invitados, las visitas elogiaban la comida, que ellos lamentaban no haber hecho mejor, hablaban del tiempo y anhelaban fervientemente que la reunión se diera por terminada lo antes posible).
Después de la cena, si el frío de la noche lo permitía, Mrs. Travers encendía la chimenea. Jugaban a lo que Mrs. Travers llamaba «bobos juegos de palabras», en los cuales la verdad es que era necesario ser bastante listo, hasta para inventar definiciones tontas.
Y era entonces cuando alguien que hubiera estado más bien callado durante la cena empezaba a lucirse. Podían armar aparentes trifulcas a propósito de afirmaciones disparatadas. Las iniciaba Wat, el marido de Gretchen, y, para deleite de Mrs. Travers y Maury, a los pocos segundos las seguía Grace. (Menos a Grace, a todos les hacía gracia que Maury gritara: «¿Lo veis? Os lo dije. Es muy lista»).
Era Mrs. Travers misma quien señalaba el derrotero de esa invención de palabras con argumentos estrafalarios, garantizando que el juego no se convirtiera en algo demasiado serio ni ningún participante lo tomara a la tremenda. La única vez que hubo un incidente y alguien se sintió incómodo con el juego fue cuando llegó a cenar Mavis, casada con Neil, el hijo de Mrs. Travers. Mavis y sus dos hijos se alojaban no muy lejos, en la casa que sobre el lago tenían los padres de ella. Esa noche no estaban más que la familia y Grace porque esperaban que Mavis y Neil fueran con los hijos. Pero Mavis fue sola. Neil era médico y ese fin de semana estaba muy ocupado en Ottawa. Aunque para Mrs. Travers fuera una desilusión, se sobrepuso y preguntó con burlona consternación:
—¡No me vas a decir que los niños también están en Ottawa!
—Desgraciadamente no —contestó Mavis—. Pero no estaban precisamente encantadores. Estoy segura de que habrían chillado durante toda la cena. El bebé está muy quisquilloso con el calor y sabe Dios qué le pasa a Mikey.
Era una mujer esbelta y bronceada. Llevaba un vestido color púrpura y una cinta ancha también púrpura haciendo juego, que le recogía el pelo negro hacia atrás. Bonita, pero con algún asomo de aburrimiento o disgusto ocultos en la comisura de los labios. Dejó casi toda la comida sin probar y dijo ser alérgica al curry.
—¡Ay, Mavis, qué vergüenza! —exclamó Mrs. Travers—. ¿Es nuevo eso?
—¡Oh, no! Hace añares que me pasa, rio lo decía por educación. Pero después pasaba la mitad de la noche vomitando.
—Si me lo hubieras dicho… ¿Qué te puedo ofrecer?
—No te preocupes. Estoy bien así. De cualquier manera, entre el calor y las alegrías de la maternidad, no tengo ganas de comer.
Encendió un cigarrillo. Después, cuando jugaban, se enzarzó en una discusión con Wat a propósito de una definición que él había dado y, cuando el diccionario demostró que era correcta, dijo:
—¡Oh, lo siento! Supongo que vosotros me lleváis ventaja.
Y, al llegar el momento de que todos anotaran su palabra en un trozo de papel para el siguiente turno, sonrió y sacudió la cabeza:
—No se me ocurre ninguna.
—Pero, Mavis… —dijo Mrs. Travers.
—Vamos, Mavis. Cualquier palabra antigua sirve —insistió Mr. Travers.
—Es que yo no sé ninguna palabra antigua. Lo lamento. Me siento estúpida esta noche. Vosotros podéis seguir jugando sin mí.
Cosa que hicieron, simulando que todo marchaba bien, mientras Mavis fumaba y seguía sonriendo con su empeñosa, desdichada y dulcemente sufrida sonrisa. Al poco rato se levantó, dijo estar cansadísima, no poder dejar más tiempo a los niños con los abuelos, haber hecho una visita muy agradable e instructiva y tener que volver a casa.
—La próxima Navidad tendré que regalaros un diccionario Oxford — añadió al salir sin dirigirse a nadie en particular, con cierto retintín enconado en la risa.
El diccionario de los Travers que Wat había usado era estadounidense. Cuando se fue ninguno de ellos miró al otro. Mrs. Travers dijo:
—Gretchen, ¿te quedan fuerzas para hacernos a todos una taza de café?
Gretchen se fue a la cocina murmurando:
—¡Menudo tostón! ¡Por el amor de Dios!
Un día a la semana, Grace tenía descanso entre la hora de recoger las mesas del desayuno y la de ponerlas para el almuerzo. Cuando Mrs. Travers lo supo empezó a recogerla en el coche en Bailey’s Falls y la llevaba al lago durante ese tiempo libre. A esas horas, Maury estaba trabajando —en verano trabajaba en la reparación de la autopista 7—, Wat estaba en su despacho de Ottawa y Gretchen nadaba con los niños o salía a remar con ellos por el lago. En general, Mrs. Travers anunciaba que tenía compras que hacer, preparar la cena o escribir cartas y dejaba a Grace a solas en la gran sala comedor, con el eterno sofá gastado de piel y las estanterías atestadas de libros.
—Lee cualquier cosa que se te antoje —le decía— o acurrúcate y duerme si tienes ganas. Tienes un trabajo muy duro y debes estar cansada. Te aseguro que estarás de vuelta a tiempo.
Grace nunca dormía. Leía. Apenas se movía y, bajo los shorts, las piernas desnudas sudadas se pegaban a la piel del sofá. Tal vez fuera por el intenso placer de la lectura. Casi nunca veía a Mrs. Travers hasta que llegaba la hora de que la llevara de vuelta al trabajo.
Mrs. Travers no entablaba conversación hasta dar tiempo para que la cabeza de Grace se librara del libro en el cual se hubiera enfrascado. Luego podía comentar que ella también lo había leído y decir lo que pensaba de él… Siempre de una manera a la vez sensata y desenfadada. De Ana Karenina decía por ejemplo: «No sé cuántas veces lo he leído, pero sé que al principio me identificaba con Kitty y después con Ana… ¡Ay, con Ana fue tremendo! Y ahora ¿sabes?, simpatizo siempre con Dolly. Con Dolly cuando se va al campo con el montón de niños, tiene que encontrar la manera de lavar tanta ropa y hay inconvenientes con las bañeras…, supongo que así cambian las simpatías conforme te vas haciendo mayor. De cualquier modo no me hagas caso. No me lo haces ¿verdad?
—No sé si le hago demasiado caso a nadie —Grace se sorprendió a sí misma y la abochornó haberse mostrado engreída o infantil—. Pero me gusta oírla hablar.
Mrs. Travers se rio.
En aquella época, Maury empezó a hablar de matrimonio. Tardarían un buen tiempo, no sería hasta que él estuviera preparado para trabajar como ingeniero… Pero hablaba como si fuera algo que tanto ella como él daban por sentado. «Cuando estemos casados», decía. Y, en lugar de contradecirlo, Grace lo escuchaba con curiosidad.
Cuando estuvieran casados tendrían casa en Little Sabot Lake.
Ni demasiado cerca ni demasiado lejos de los padres. Desde luego no sería más que un sitio de veraneo. El resto del tiempo vivirían donde fuera que los llevara su profesión de ingeniero. Podría ser cualquier parte: Perú, Iraq, los Territorios del Noroeste. A Grace le encantaba la idea de esos viajes, bastante más que la idea de lo que él llamaba con formal orgullo «nuestra propia casa». Nada de eso le parecía en absoluto real. Pero también es cierto que la idea de ayudar al tío, de llevar la vida de artesana de sillas en la misma ciudad y en la misma casa donde se había criado, tampoco le había parecido nunca real.
Maury le preguntaba siempre qué había contado de él a sus tíos, cuándo lo iba a llevar a casa para conocerlos. Hasta la manera de usar con tanta soltura esa palabra —«casa»— le sonaba un poco fuera de lugar, aunque con certeza ella también la hubiera usado. Le parecía más apropiado decir «la casa de mi tía y mi tío».
La verdad es que no había dicho nada en sus breves cartas semanales, excepto que salía con un muchacho que trabajaba allí en verano. Podía haber dado la impresión de que él trabajaba en el hotel.
No es que nunca hubiera pensado en casarse. Esa posibilidad —casi una certeza— encajaba en sus ideas, junto con la vida dedicada a hacer sillas. A pesar del hecho de que nunca la había cortejado nadie, pensaba que —algún día— ocurriría, exactamente de esa manera, con el hombre que decidiera las cosas en el acto. Él la vería —a lo mejor había llevado una silla para arreglar — y al verla se habría enamorado. Sería guapo, como Maury. Apasionado, como Maury. Luego llegarían las intimidades físicas placenteras.
Y nada de eso había ocurrido. En el coche de Maury, en la hierba bajo las estrellas, ella estaba ávida. Y Maury estaba dispuesto, pero no ávido. Creía tener la responsabilidad de protegerla. Y la facilidad con que ella se le ofrecía lo desquiciaba. Tal vez sintiera que era falta de experiencia. Una entrega premeditada que no podía entender ni se ajustaba en absoluto a la idea que se había hecho de ella. La misma Grace no podía entender que fuera tan calculadora: creía que sus demostraciones de deseo conducirían a los placeres que, en solitario y a fuerza de imaginación, conocía. Creía que era Maury quien debía tomar la iniciativa. Cosa que él no hacía.
Esos arrechuchos los dejaban a los dos perturbados y levemente furiosos o avergonzados. Para compensarse uno a otro, cuando se daban las buenas noches no paraban de besarse, apretarse, decirse ternezas. Para Grace era un alivio quedarse sola, meterse en la cama en la residencia y borrar las dos últimas horas de su mente. Y pensaba que también sería un alivio para Maury conducir por la autopista a solas, reacomodando las huellas que su Grace dejaba en él, de manera que le permitiera seguir perdidamente enamorado de ella.
La mayoría de las camareras se iban pasado el Día del Trabajo para volver a sus escuelas o colleges. Pero el hotel seguía abierto hasta el Día de Acción de Gracias con personal reducido… Grace entre otros. Ese año se hablaba de volver a abrir a principios de diciembre para la temporada de invierno o, por lo menos, hasta Navidad. Pero nadie del personal de cocina ni de comedor parecía saber si de verdad lo harían. Grace escribió a sus tíos como si la temporada de Navidad fuera una certeza. No hablaba en absoluto de clausura alguna, a menos que existiera esa posibilidad después de Año Nuevo. Por lo tanto no debían esperarla. ¿Por qué lo hizo? No es que tuviera otros planes. Le había dicho a Maury que creía estar obligada a pasar ese año ayudando al tío e intentando buscar alguna persona que aprendiera a trenzar paja mientras él, Maury, hacía su último año de College. Incluso le prometió recibirlo de visita en Navidad para que pudiera conocer a su familia. Y él dijo que Navidad sería buen momento de formalizar el compromiso. Estaba ahorrando sus ganancias del verano para comprarle una sortija de diamantes.
Ella también había estado ahorrando su salario. Así podría tomar el autobús a Kingston y visitarlo durante el ciclo escolar.
Hablaba de eso y lo prometía con tanta facilidad… ¿Pero creía o quería que así fuera? —Maury es un hombre cabal —decía Mrs. Travers—. Bueno, eso lo puedes ver tú misma. Será un marido cariñoso y sin complicaciones, como su padre. No como su hermano. Neil es muy brillante. No quiero decir que Maury no lo sea, no se llega por cierto a ingeniero sin tener un cerebro, o dos, en la cabeza. Pero Neil es…, profundo. —Se rio de sí misma—. «Profundas cuevas insondables oceánicas de la foca»… Pero ¿qué estoy diciendo? Durante mucho tiempo Neil y yo solo nos tuvimos uno a otro. Por eso creo que es tan particular.
Y no digo que no pueda ser divertido. Pero a veces las personas más divertidas son también melancólicas ¿verdad? Piensa en ellas. Aunque ¿qué sentido tiene preocuparse por hijos ya crecidos? Neil me preocupa bastante, Maury muy poco. Y Gretchen no me preocupa en absoluto. Porque las mujeres siempre tienen algo que las hace salir adelante ¿no es así? Algo que los hombres no tienen.
La casa del lago nunca se cerraba hasta el Día de Acción de Gracias. Gretchen y los niños tenían por supuesto que volver a Ottawa por la escuela. Y Maury, cuyo trabajo había terminado, tenía que irse a Kingston. Mr. Travers solo iba los fines de semana. Pero generalmente, le dijo Mrs. Travers a Grace, ella se quedaba. A veces con invitados, otras sola. Ese año cambió de planes. En septiembre se volvió a Ottawa con Mr. Travers. Fue una decisión repentina… Se suspendió la cena de fin de semana. Maury contó que, de tanto en tanto, la madre tenía problemas nerviosos.
—Necesita descanso. Un par de veces ha tenido que ingresar en el hospital donde la estabilizan. Siempre sale estupendamente. Grace dijo que Mrs. Travers era la última persona en el mundo que se le hubiera ocurrido pudiera tener problemas de esa índole. —¿Qué se los provoca?
—No creo que se sepa —contestó Maury. Pero al cabo de un instante añadió—: Podría ser el marido. Me refiero a su primer marido. Al padre de Neil. A lo que pasó con él y demás.
Lo ocurrido con el padre de Neil es que se había suicidado.
—Era muy inestable, creo. Tal vez no sea eso —continuó—. Puede ser otra cosa. Problemas que tienen las mujeres cuando llegan a su edad. Es normal… Ahora la pueden controlar con facilidad, con drogas. Han conseguido drogas magníficas. No hay por qué preocuparse.
Como había anticipado Maury, el Día de Acción de Gracias, Mrs. Travers ya había salido del hospital y se sentía bien. La comida de Acción de Gracias se haría como de costumbre en el lago. Y se celebraría el domingo —cosa que también era usual—, así empacaban y cerraban la casa el lunes. Para Grace fue una suerte porque su día libre seguía siendo el domingo.
Estaría toda la familia. No habría invitados, a menos que Grace fuera considerada una invitada. Neil, Mavis y los hijos se alojarían en casa de los padres de Mavis y comerían allí el lunes, pero pasarían el domingo en casa de los Travers. Cuando Maury llegó con Grace al lago el domingo por la mañana, el pavo ya estaba en el horno. Por los niños la comida se servía temprano, alrededor de las cinco. En la mesada de la cocina estaban los pasteles: de ciruelas, manzana y frutos del bosque. Gretchen se hizo cargo de la cocina: sus movimientos eran igual de armónicos como cocinera que como atleta. Mrs. Travers estaba sentada a la mesa de la cocina, tomaba café y con la hija menor de Gretchen, Dana, trabajaba en un rompecabezas.
—¡Hola, Grace! —saludó y se levantó para abrazarla. Era la primera vez que lo hacía. Un movimiento torpe de la mano hizo que desparramara las piezas del rompecabezas.
Dana chilló:
—¡Abuela!
La hermana mayor, Janey, que la había estado observando con mirada crítica, recogió las piezas.
—Podemos volver a armarlas —dijo—. La abuela lo hizo sin querer.
—¿Dónde guardas la salsa de arándanos? —preguntó Gretchen.
—En la alacena —contestó Mrs. Travers, apretando todavía los brazos de Grace, sin hacer caso del rompecabezas desarmado.
—¿En qué parte de la alacena?
—¡Ay, la salsa de arándanos! No importa…, la hago. Primero pongo los arándanos en un poco de agua. Luego los dejo con el fuego bajo… No, creo que primero los dejo en remojo…
—Está bien, pero no tengo tiempo para eso. ¿Quiere decir que no tienes salsa en
conserva?
—Me parece que no. No debo tenerla porque la hago yo.
—Tendré que mandar a alguien a comprarla.
—¿Quieres pedírsela a Mrs. Woods?
—No. Apenas he hablado con ella. No me he atrevido. Alguien tendrá que ir a la tienda. —Querida, es Día de Acción de Gracias —le recordó Mrs. Travers amablemente—. No habrá nada abierto.
—Ese lugar de la carretera está siempre abierto —Gretchen había levantado la voz—. ¿Dónde está Wat?
—Ha salido con el bote de remos —gritó Mavis desde el dormitorio del fondo. Hizo que pareciera una advertencia porque estaba intentando dormir al bebé—. Se llevó a Mikey a remar. Mavis había llegado al volante de su coche con los dos niños. Neil iría más tarde: tenía que hacer algunas llamadas telefónicas. Y Mr. Travers se había ido a jugar al golf. —Necesito que alguien vaya a la tienda —dijo Gretchen. Esperó, pero del dormitorio no llegó ningún ofrecimiento. Levantó las cejas y miró a Grace.
—¿Sabes conducir? —preguntó. Grace dijo que no.
Mrs. Travers miró alrededor en busca de su silla y se sentó con un suspiro de alivio.
—Pues bueno, puede conducir Maury. ¿Dónde está Maury? —volvió a preguntar Gretchen. Maury estaba en el dormitorio de delante buscando su bañador, a pesar de que todos le habían dicho que el agua estaría demasiado fría para nadar. Dijo que la tienda no estaría abierta.
—Lo estará —afirmó Gretchen—. Venden gasolina. Y si ahí no tienen hay otra gasolinera justo antes de entrar en Perth…, la que vende helados.
Maury quería que Grace fuera con él, pero las dos niñas, Dana y Janey, la arrastraban para que viera el columpio que el abuelo había armado al lado de la casa, bajo el arce noruego. Al bajar los escalones notó que se le rompía la tira de una de las sandalias. Se quitó las dos sandalias y caminó sin ninguna dificultad por el suelo arenoso, los plátanos aplastados y las muchas hojas ensortijadas que ya habían caído.
Primero, ella empujó a las niñas en el columpio. Luego las niñas la empujaron a ella. Cuando saltó descalza del columpio cedió una de sus piernas y soltó un grito de dolor, sin saber qué había pasado. Era el pie, no la pierna. El dolor le subía desde la planta del pie izquierdo, donde se había hecho un corte con el filo agudo de una concha de almeja.
—Dana trajo esas cochas —dijo Janey—. Iba a hacer una casa para su caracol.
—Se escapó —explicó Dana.
Gretchen, Mrs. Travers y hasta Mavis habían salido corriendo de la casa, creyendo que el grito lo había lanzado una de las niñas.
—Le sangra el pie. Todo el suelo está cubierto de sangre —dijo Dana.
Y Janey aclaró:
—Se ha cortado con una concha. Dana se dejó esas conchas ahí, le iba a hacer una casa a Iván. A Iván, su caracol.
Sacaron una jofaina con agua para lavar el corte y una toalla. Todos le preguntaban si le dolía mucho.
—No, no es para tanto —contestó Grace, que subía cojeando los escalones.
Las dos niñas competían para sostenerla y lo que hacían era cruzarse en su camino.
—¡Ay, qué lástima! Pero ¿por qué ibas descalza? —preguntó Gretchen.
—Se le rompió una correa de la sandalia —dijeron a la vez Dana y Janey, al tiempo que un descapotable color vino tinto daba un volantazo y, casi sin hacer ruido, se metía limpiamente en el sitio destinado a aparcar.
—Esto es lo que yo llamo sentido de la oportunidad —dijo Mrs. Travers —. Aquí está el hombre que necesitamos. El médico. Era Neil, a quien Grace veía por primera vez. Era alto, enjuto, rápido de movimientos.
—Tu maletín —le gritó Mrs. Travers alegremente—. Acabamos de conseguir un caso para ti.
—Bonito pedazo de trasto tienes —dijo Gretchen—. ¿Es nuevo?
—Es un capricho —contestó Neil.
—Se ha despertado el bebé —Mavis dio un suspiro de vago reproche y volvió a entrar en la casa.
Janey dijo con severidad:
—No se puede hacer nada con ese bebé despierto.
—Más vale que te calles —le advirtió Gretchen.
—No me digas que no lo has traído —dijo Mrs. Travers.
Pero Neil sacó de un tirón el maletín del asiento trasero y ella continuó:
—¡Ah, sí! Lo has traído. Menos mal. Nunca se sabe.
—¿Eres tú la paciente? —preguntó Neil a Dana—. ¿Qué te pasa? ¿Te has tragado un sapo?
—Es ella —dijo Dana cargada de dignidad—. Es Grace.
—Ya. Es ella la que se ha tragado un sapo.
—Se ha hecho un corte en el pie. Le sale sangre y más sangre.
—Se ha cortado con una concha de almeja —explicó Janey.
Neil pidió a sus sobrinas:
—Quitaros de en medio —se sentó un escalón más abajo que Grace, le levantó el pie con mucho cuidado y pidió—: A ver, darme ese trapo o lo que sea.
También con mucho cuidado secó la sangre para echar una mirada al corte. Estaba tan cerca de ella que Grace notó el olor que había aprendido a distinguir ese verano en la posada: olor a licor con un toque de menta.
—Sí, ya lo creo que le sale sangre. Sangra y sangra. Eso es bueno, así se limpia mejor. ¿Te duele?
—Un poco —contestó Grace.
La miró a la cara un momento, escrutándola. Tal vez se preguntara si había notado el olor y qué le había hecho pensar.
—Sí, claro, ¡cómo no te va a doler! ¿Ves ese pellejo suelto? Tenemos que mirar debajo y ver si está limpio. Después te daré un par de puntos. Tengo aquí algo que te voy a pasar para que no te duela tanto. —Miró a Gretchen—. Oye, quita al público de aquí.
Todavía no le había dicho una palabra a la madre, que no dejaba de repetir lo oportunamente que había llegado.
—Boy Scout. Siempre listo —dijo él.
Ni sus manos ni sus ojos parecían los de un borracho. Tampoco parecía el tío jovial que pretendió ser cuando hablaba con las niñas ni el mismo que, con típica labia de médico, se empeñó en tranquilizar a Grace. Tenía la frente alta y pálida, un mechón de pelo negro grisáceo muy rizado, ojos grises brillantes, boca ancha de labios finos que daban la impresión de hacer una mueca de enérgica impaciencia, deseo o dolor.
Cuando allí mismo en los escalones la herida estuvo vendada —Gretchen había vuelto a la cocina y se había llevado a las niñas con ella, pero Mrs. Travers se quedó y observaba sin parpadear con los labios apretados, como si prometiera no interrumpir—, Neil dijo que lo mejor sería llevar a Grace al hospital de la ciudad.
—Para que le pongan la antitetánica.
—No parece tan grave —dijo Grace.
—No tiene nada que ver.
—De acuerdo —aceptó Mrs. Travers—. El tétanos…, es tremendo.
—No debemos demorarnos —afirmó Neil—. ¿De acuerdo, Grace? Yo te llevaré al coche.
La sujetó bajo un brazo. Grace se abrochó la correa de una sandalia y se las arregló para meter los dedos en la otra y poder arrastrarse. El vendaje estaba muy bien hecho y apretado.
—Está en rodaje —dijo él cuando estuvo sentada en el coche—. Preséntale mis disculpas —pidió a la madre. ¿A Gretchen? A Mavis.
Mrs. Travers bajó de la galería con su habitual aspecto de vago entusiasmo, desde luego ese día irreprimible, y puso la mano en la puerta del coche.
—¡Qué bien! ¡Muy bien! Eres una bendición caída del cielo, Grace. Tú te encargarás de mantenerlo alejado de la bebida hoy, ¿verdad? Sabrás cómo hacerlo.
Grace oyó esas palabras, casi sin hacer caso. Estaba demasiado consternada por el cambio de Mrs. Travers, por lo que parecía rigidez de movimientos, aire de benevolencia sin venir a cuento, llorosa alegría que le hacía lagrimear los ojos. Y una leve capa que parecía azúcar en la comisura de los labios.
El hospital estaba en Carleton Place a unos cinco kilómetros de distancia. Había una autopista que pasaba por encima de las vías del tren y la tomaron a tal velocidad, que Grace tuvo la impresión de que al llegar al punto más alto, el coche había despegado del asfalto y volaban. Casi no había tráfico, no tenía miedo y, en cualquier caso, no podía hacer nada.
Neil conocía a la enfermera que estaba de turno en Urgencias y, después de llenar el formulario y dejar que echara una mirada al pie de Grace (buen trabajo, dijo ella sin mayor interés), pudo entrar y ponerle la inyección él mismo. («Ahora no te va a doler, pero puede dolerte luego»). Acababa de ponerle la inyección cuando volvió a entrar la enfermera en el cubículo y dijo:
—Hay un muchacho en la sala de espera que la llevará a casa.
—Dígale que todavía no está lista —contestó Neil—. No, dígale que ya nos hemos ido.
—Le he dicho que estaban ustedes aquí.
—Pero cuando ha vuelto se encontró con que nos habíamos ido.
—Dice que es su hermano. ¿No va a ver su coche en el parking?
—Aparqué detrás, en el parking de los médicos.
—Bonita jugarreta —dijo la enfermera, mirándolo por encima del hombro.
Neil se dirigió a Grace.
—¿Verdad que no quieres volver todavía a casa?
—No —contestó Grace, como si hubiera visto escrita la palabra en la pared, frente a ella. Como si le estuvieran controlando la vista. Una vez más Neil le ayudó a llegar al coche. Grace llevaba la correa de los dedos de la sandalia suelta y se dejó caer en la tapicería color crema.
Tomaron por una calle trasera para salir del parking, un camino nada transitado, que salía de la ciudad. Grace sabía que no se encontrarían con Maury. No tenía que pensar en él. Y mucho menos en Mavis. Cuando más adelante contara ese pasaje, ese cambio en su vida, Grace podría decir —y decía—, que fue como si una puerta se hubiera cerrado de golpe tras ella. Pero en aquel momento no hubo ningún portazo: simplemente la recorrió una oleada de abandono; los derechos de quienes había dejado atrás quedaron neutralizados sin más. Su recuerdo de ese día permaneció nítido y preciso aunque hubiera variaciones en los momentos en que más le gustaba demorarse. E incluso en algunos de esos detalles debe haberse equivocado.
Primero circularon por la autopista A 7. Según lo que recordaba Grace no había ningún otro coche en la carretera y la velocidad cercana al vuelo sobrepasaba la permitida. Eso no puede haber sido verdad: tiene que haber habido gente en la carretera, gente que volvería a su casa ese domingo por la mañana, después de pasar el Día de Acción de Gracias con la familia. Camino de la iglesia o de la iglesia a casa. Neil habría bajado la velocidad cuando cruzaran pueblos o aledaños de las ciudades o curvas de la antigua autopista. No estaba acostumbrada a viajar en descapotables, el viento en los ojos, el viento adueñado del pelo. Eso daba la ilusión de la constante velocidad, el vuelo perfecto… No frenético sino milagroso, sereno.
Y aunque hubiera borrado de su mente a Maury, a Mavis y al resto de la familia, algún retazo de Mrs. Travers seguía ahí, rondando, emitiendo un susurro con risa sofocada, extraña, avergonzada: su último mensaje.
«Sabrás cómo hacerlo».
Es natural que ni Grace ni Neil hablaran. Según recordaba, habría sido necesario gritar para poder oírse. Y, a decir verdad, lo que recuerda de lo que debe ser el sexo, apenas se diferencia de sus ideas y sus fantasías en aquel momento. El encuentro fortuito, las señales mudas pero convincentes, el casi silencioso vuelo en el cual ella misma se veía más o menos como una cautiva. Una entrega etérea, que nada tenía que ver con la carne sino con una oleada de deseo.
Por fin se detuvieron en Kaladar y entraron en un hotel: el viejo hotel que todavía está ahí. Neil le cogió la mano y entrelazó sus dedos con los de ella, acortó el paso para ajustarlo a su disparejo andar. La llevó al bar. Grace se dio cuenta de que era un bar aunque nunca había entrado en ninguno. (Bailey’s Inn todavía no tenía licencia: se bebía en las habitaciones o en un llamado night club destartalado, al otro lado de la carretera). Ese era como ella esperaba: un recinto oscurecido falto de aire, con mesas y sillas al fondo puestas sin esmero después de una limpieza hecha de prisa y corriendo, olor a desinfectante que no quitaba el olor a cerveza, whisky, cigarrillos, pipas, hombres. No había nadie allí… A lo mejor no abrían hasta la tarde. ¿Pero no sería ya la tarde? Parecía fallarle la noción del tiempo. De otra habitación salió un hombre, que se dirigió a Neil:
—¿Qué hay, doctor? —y se metió detrás de la barra. Grace pensó que siempre sería así: fueran donde fueran, habría alguien que ya conociera a Neil.
—Ya sabe usted que es domingo —dijo el hombre en voz alta, severa, casi a gritos, como si quisiera que lo oyeran en el parking—. No puedo servirle nada aquí los domingos. Y a ella no puedo servirle nada nunca. Ni siquiera debería estar aquí. ¿Me entiende?
—¡Oh, sí, señor!. ¡Claro que sí! —contestó Neil—. Estoy completamente de acuerdo, señor. Mientras hablaban, el hombre que estaba tras la barra había cogido una botella de whisky de un estante oculto, llenaba un vaso y se lo alcanzaba Neil por encima del mostrador.
—¿Tienes sed? —preguntó el hombre a Grace. Al mismo tiempo abría una Coca-Cola. Se la dio sin vaso. Neil puso un billete en el mostrador y el hombre lo hizo desaparecer.
—Ya se lo he dicho. No puedo despachar.
—¿Y una coca? —preguntó Neil.
—No puedo vender nada. El hombre ocultó la botella, Neil bebió de un trago lo que tenía en el vaso.
—Es usted una buena persona —dijo—. El espíritu de la ley.
—Llévese la coca. Cuanto antes se vaya ella, mejor me sentiré.
—Seguro —contestó Neil—. Es una buena chica. Es mi cuñada. Mi futura cuñada. Eso tengo entendido.
—¿Es verdad eso? No volvieron a la autopista A7. Tomaron el camino rumbo al norte, que no estaba asfaltado, pero era aceptablemente ancho y estaba bien nivelado. En la manera de conducir de Neil el trago parecía haber tenido el efecto contrario al que se supone deben tener los tragos. Bajó la velocidad hasta la apropiada, incluso precavida, que exige ese tipo de camino.
—¿No te importa?
—Si no me importa ¿qué? —preguntó Grace.
—Que te arrastre hasta cualquier sitio por viejo que sea.
—No.
—Necesito tu compañía. ¿Cómo tienes el pie?
—Muy bien.
—Te debe doler un poco.
—No, de verdad que no. Está muy bien.
Neil le cogió la mano que no sostenía la botella de Coca Cola, le apretó su palma contra la boca, le pasó la lengua y la soltó.
—¿Creías que te estaba secuestrando con malas intenciones?
—No —mintió Grace, pensando qué diría la madre de Neil de esas palabras: «malas intenciones».
—Hubo un momento en que pudiste estar en lo cierto —dijo Neil, como si ella hubiera contestado que sí—. Pero hoy no. No lo creo. Hoy estás tan segura como en una iglesia.
El tono cambiado de su voz, que se había tornado íntima, sincera y serena; el recuerdo de sus labios apretados, la lengua que le había pasado por la piel habían afectado tanto a Grace que oía las palabras, sin entender el significado de lo que le decía. Sentía cientos, cientos de pasadas de lengua, una danza de súplicas por toda la piel. Pero decidió decir: —Las iglesias no siempre son seguras.
—Es verdad. Es verdad.
—Y no soy tu cuñada.
—Futura. ¿No dije «futura»?
—Tampoco lo soy.
—¡Ah, bueno! Supongo que no me sorprende. No. No me sorprende.
Volvió a cambiar el tono de voz, que se volvió profesional.
—Estoy buscando una salida por aquí, a la derecha. Hay un camino que tendría que reconocer. ¿Conoces siquiera estos campos?
—No, estos alrededores no.
—¿No conoces Flower Station? ¿Oompah, Poland? ¿Snow Road?
Grace no había ni oído hablar de ellos.
—Hay alguien a quien quiero ver.
Doblaron a la derecha aunque Neil mascullaba dudas. No había señales.
El camino era más estrecho y escabroso, con un puente de tablones y una sola dirección. Los árboles del bosque de maderas nobles entrelazaban las ramas en lo alto. Las hojas tardaban en marchitarse ese año por la temperatura inusualmente alta, de manera que las ramas todavía estaban verdes, excepto algunas aisladas que, de cuando en cuando, ondeaban como estandartes. Daban la sensación de santuario. A lo largo de kilómetros Grace y Neil permanecieron callados. Los árboles se sucedían sin interrupción, el bosque no tenía fin. Pero en eso Neil rompió el silencio.
—¿Sabes conducir?
Grace contestó que no y él dijo:
—Creo que debes aprender.
Quiso decir que debía aprender en ese momento. Paró el coche, bajó, dio la vuelta hasta su lado y Grace tuvo que moverse para quedar al volante.
—Ningún sitio mejor que este.
—¿Y si pasa algo?
—No pasará nada. Si pasa ya nos las arreglaremos. Por eso elegí un trecho recto. Y no te preocupes, todo lo que tienes que hacer es con el pie derecho.
Estaban al principio de un largo túnel bajo los árboles, en un camino salpicado por la luz del sol. No se molestó en explicarle cómo funcionaba un coche: simplemente le enseñó a poner el pie y le hizo practicar con los cambios de marcha. Luego le dijo:
—Bueno, ahora haz lo que te diga.
El primer arranque del coche la asustó. Trabó los cambios y creyó que Neil daría por terminada la lección ahí mismo. Pero él se rio y dijo:
—¡So…!, calma, calma. Sigue.
Grace obedeció. Neil no comentó su manera de llevar el volante ni que el volante le hiciera olvidar el acelerador, excepto para decir:
—Sigue, sigue, mantente en el camino, no dejes que se pare el motor.
—¿Cuándo puedo parar?
—Hasta que no te diga cómo, no.
Le hizo seguir conduciendo hasta que salieron del túnel y luego le dio instrucciones sobre los frenos. Apenas se detuvo, Grace abrió la puerta de modo que pudieran cambiar de asiento, pero Neil dijo:
—No. Esto es solo un respiro. No tardará en gustarte.
Al volver a ponerse en marcha Grace empezó a pensar que tal vez él tuviera razón. Su momentánea oleada de confianza por poco los hace caer en la cuneta. Aun así él seguía riéndose cuando tuvo que aferrarse al volante. Y la lección continuó. No la dejó detenerse hasta que no hubieron hecho lo que parecían kilómetros ni tomado —despacio— varias curvas.
Entonces Neil dijo que era mejor cambiar de turno porque, si no conducía, perdía el sentido de orientación. Le preguntó cómo se sentía y, aunque temblaba de pies a cabeza, contestó: —Perfectamente.
Él le recorrió el brazo desde el hombro hasta el codo y dijo:
—¡Qué mentirosa!
Más allá de eso no la tocó ni le hizo volver a sentir por ninguna parte el roce de su boca.
Tiene que haber recuperado el sentido de la orientación algunos kilómetros más adelante, cuando llegaron a un cruce, porque dobló a la izquierda. Los árboles se espaciaron, treparon por un camino escabroso una montaña larga y, al cabo de pocos kilómetros, llegaron a un pueblo o, mejor dicho, a un conjunto de construcciones levantadas a la orilla de la carretera. Una iglesia y una tienda, ninguna de las dos abiertas para servir a sus fines originales, pero probablemente habitadas a juzgar por los vehículos que había alrededor y las lastimosas cortinas de las ventanas. Un par de casas también en estado lamentable y, detrás de una de ellas, un granero caído sobre sí mismo lleno de heno viejo oscuro que, como tripas hinchadas, asomaba entre las vigas resquebrajadas.
Neil lanzó una exclamación para festejar haber visto aquello, pero no se detuvo allí.
—¡Qué alivio! —dijo—. ¡Qué… alivio! Ahora sé. Gracias a ti.
—¿A mí?
—Por dejarme enseñarte a conducir. Me he serenado.
—¿Te has serenado? ¿En serio?
—Tan verdad como que estoy vivo.
Neil sonreía, pero no la miraba. Una vez cruzado el pueblo parecía muy ocupado mirando de un lado a otro, a través de los campos que se extendían a lo largo del camino. Hablaba como si hablara consigo mismo.
—Esto es. Tenía que ser. Ahora sabemos.
Y así siguió hasta que, evitando piedras y trechos de enebro, doblaron por un sendero que no corría derecho sino que rodeaba el campo. Al final del sendero había una casa… y no estaba en mejor estado que las del pueblo.
Tardó más.
Ella se quedó en el coche a la sombra de la casa. La puerta de entrada estaba abierta, solo la mosquitera estaba cerrada. La mosquitera tenía remiendos, alambres nuevos entretejidos con los viejos. Nadie se acercó a ella, ni siquiera un perro. Y con el coche parado el día se había cargado de un extraño silencio. Extraño porque una tarde tan calurosa era de esperar que estuviera llena de zumbidos, murmullos y gorjeos de insectos en la hierba, en los matorrales de enebro. Aunque no se los viera por ninguna parte, sus ruidos tendrían que surgir de todo lo que creciera sobre la tierra, hasta alcanzar el horizonte. Pero el año estaba demasiado avanzado, tal vez fuera demasiado tarde hasta para oír graznar a los gansos que volaban rumbo al sur.
Por ninguna parte oía nada. Allí parecía que estuvieran en la cima del mundo o en una de las cimas. El campo caía en declive por todos lados, lo único visible eran los árboles de los alrededores porque crecían en terrenos más bajos.
¿A quién conocería él allí, quién viviría en esa casa? ¿Una mujer?
No parecía posible que la mujer que él deseara viviera en semejante sitio, pero no había límite para las rarezas con las que ese día podía tropezar Grace. No había límites.
Algún tiempo atrás, esa había sido una casa de ladrillos, pero alguien había empezado a tirar abajo las paredes. Quedaron a la vista simples paredes de madera. Los ladrillos que las cubrían estaban apilados de cualquier manera en el patio, quizás a la espera de venderlos. Los ladrillos que quedaban en ese lado de la casa formaban una fila diagonal de escalones. Grace, que no tenía nada que hacer, se echó hacia atrás y reclinó el respaldo para contarlos. Lo hacía tonta y rigurosamente a la vez, como se deshojan los pétalos de las margaritas, pero sin decir palabras tan poco recatadas como «me quiere», «no me quiere».
«Afortunada». «Desdichada». «Afortunada». «Desdichada». Es todo lo que se atrevía a decir.
Se dio cuenta de que era difícil seguir la pista de los ladrillos colocados en zigzag, sobre todo porque la fila desaparecía encima de la puerta.
Lo supo. ¿Qué otra cosa podía ser eso? Un reducto de contrabandistas. Pensó que el contrabandista estaría en casa: un viejo de piel curtida, demacrado, taciturno y desconfiado. La noche de Halloween se quedaba en el escalón delantero con un rifle. Y pintaba números en los leños apilados junto a la puerta para saber si le robaban alguno. Pensaba en él —o en ese—,amodorrado por el calor en la habitación de tierra pero ordenada (sabía que sería así por los parches de la mosquitera). Se levantaría de la litera o el catre desvencijados con la colcha manchada encima, que alguna allegada ya muerta le había hecho mucho tiempo atrás.
Aunque ella no había estado nunca en casa de un contrabandista, en su tierra no estaba demasiado clara la frontera entre las maneras de vivir respetables y otras que no lo eran. Ella sabía cómo eran las cosas.
Qué raro haber pensado en casarse con Maury. Habría sido una suerte de traición. Una traición a sí misma. Pero no era traición haberse ido de paseo con Neil, porque tenían bastantes cosas en común. Y ella sabía cada vez más y más de él.
Le parecía ver en la puerta de entrada a su tío, encorvado y perplejo, mirándola como si ella se hubiera alejado años y años. Como si hubiera prometido volver a casa, luego olvidara la promesa y, al cabo de tanto tiempo, él debiera estar muerto y no lo estaba.
Intentaba hablar con él, pero él estaba perdido. Se estaba despertando y moviendo. Estaba otra vez en el coche con Neil, en la carretera. Se había quedado dormida con la boca abierta y tenía sed. Neil se volvió hacia ella un instante y —a pesar del viento que soplaba alrededor— Grace notó olor a whisky recién tomado. Era verdad.
—¿Estás despierta? Dormías como un lirón cuando salí. Lo siento, tuve que hacer sociedad un rato. ¿Cómo está tu vejiga?
Lo cierto es que era un problema en el cual había pensado cuando estaban parados frente a la casa. Vio un retrete al fondo, más allá de la casa, pero le dio vergüenza bajar y caminar hasta allí.
Neil dijo:
—Este parece buen sitio —y paró el coche.
Grace bajó y caminó entre varas de llantén y ásteres silvestres, para encontrar un lugar donde acuclillarse. Él se quedó entre esas flores al otro lado de la carretera, de espaldas a ella. Cuando Grace volvió al coche vio la botella en el suelo al lado de sus pies. Más de la tercera parte del contenido había desaparecido.
Él la vio mirar.
—¡Oh, no te preocupes! No he hecho más que poner un poco aquí —dijo y le enseñó una petaca—. Es más cómoda cuando conduzco.
En el suelo había también otra Coca-Cola. Neil le pidió que buscara en la guantera el destapador.
—Está fría —dijo sorprendida.
—De la nevera. En invierno cortan hielo de los lagos y lo almacenan en aserrín. Lo guarda bajo la casa.
—Creí ver a mi tío a la entrada de esa casa —contó Grace—. Estaba soñando.
—Podrías contarme algo de tu tío. Contarme dónde vives. En qué trabajas. Cualquier cosa. Lo único que quiero es oírte hablar.
Tenía más energía en la voz y le había cambiado la cara, pero no la expresión frenética de la borrachera. Era como si hubiera estado enfermo — no gravemente enfermo sino deprimido por el calor— y quisiera demostrar que ya estaba mejor. Tapó la petaca, la puso en el suelo y buscó la mano de Grace. La apretó levemente, como señal de camaradería.
—Es bastante mayor —dijo Grace—. En realidad es tío abuelo. Es tejedor de paja…, es decir arregla sillas de paja. No te lo puedo explicar, pero te lo podría enseñar si tuviéramos alguna silla para arreglar…
—No veo ninguna.
Grace se rio:
—La verdad es que resulta aburrido.
—Entonces cuéntame qué te interesa. ¿Qué te interesa?
Grace contestó:
—Tú me interesas.
—¡Oh! ¿Qué te interesa de mí? —apartó la mano.
—Lo que vas a hacer ahora —contestó Grace muy decidida—.
—Y por qué.
—Estás hablando de la bebida. ¿Por qué bebo, verdad? —Volvió a destapar la petaca—. ¿Y por qué no me lo preguntas francamente?
—Porque sé lo que dirías.
—Pues dilo. ¿Qué diría?
—Dirías «¿qué otra cosa se puede hacer?». O algo por el estilo.
—Es verdad. Es lo que estaba a punto de decir. Pues bueno, entonces tú tendrías que decirme si estoy equivocado.
—No —dijo Grace—. No. No te lo diré.
Una vez dicho eso se quedó helada. Creía haber hablado en serio y en ese momento se dio cuenta de que había estado intentando impresionarlo con sus contestaciones, tratando de mostrarse tan mundana como él y, a medio camino, había llegado a esa vaga verdad. A esa falta de esperanza: auténtica, racional y eterna.
—¿No lo harás? No. No lo harás. Es un alivio. Tú eres un alivio, Grace.
Al rato Neil dijo:
—¿Sabes qué…? Tengo sueño. En cuanto encontremos un buen sitio me haré a un lado y dormiré. Un rato nada más. ¿No te molestará que lo haga?
—No. Creo que debes hacerlo.
—¿Me vigilarás?
—Sí.
—Así me gusta.
Encontró el sitio en una pequeña población llamada Fortune. Había un parque a las afueras al lado de un río y un espacio cubierto de gravilla para los coches. Echó el respaldo hacia atrás y se durmió en el acto. Caía la tarde, era cerca de la hora de la cena, prueba de que no era un día de verano. Poco antes alguien había estado haciendo su pícnic de Acción de Gracias en el lugar: todavía salía humo de la fogata hecha al aire libre y el aire olía a hamburguesas. El olor no despertó precisamente el apetito de Grace: sí le hizo recordar haber tenido hambre en otras circunstancias.
Apenas se durmió, Grace bajó del coche. Con tantas paradas y arrancadas durante la clase de conducción tenía bastante polvo encima. Bajo un grifo al aire libre se lavó lo mejor que pudo los brazos, las manos y la cara. Luego, para no forzar el pie herido, caminó despacio por la orilla del río. Vio lo poco profundo que era y los juncos que rompían la superficie. Un letrero advertía que en ese lugar las blasfemias, las obscenidades y el lenguaje vulgar estaban prohibidos y serían castigados. Probó los columpios instalados de cara al oeste. Impulsó el columpio bien alto, miró el cielo despejado: verde tenue, dorado apagado, en el horizonte una franja color rosa chillón. Estaba refrescando.
Había creído en la existencia del acuerdo mutuo. Bocas, lenguas, piel, cuerpos, choque de hueso con hueso. Arrebato. Pasión. Pero no era lo que les estaba destinado. Eso era un juego de niños, comparado con cómo lo conocía, con cómo y hasta dónde había llegado ahora a verlo por dentro.
Lo visto era definitivo. Como si estuviera al borde de una oscura masa de agua lisa, que se estirara más y más. Agua fría, desapasionada. Mirar ese agua fría, oscura, desapasionada y saber que no había nada más. No era culpa de la bebida. En cualquier caso, el problema siempre era el mismo. La bebida, la necesidad de beber…, era solo una forma de evadirse, como todo lo demás.
Volvió al coche y trató de despertarlo. Neil se movió, pero no despertó. Grace se puso otra vez a caminar para mantener el calor y ejercitar el pie por el camino más fácil. Cayó en la cuenta de que a la mañana siguiente estaría otra vez sirviendo desayunos. Lo intentó una vez más, le dirigió palabras apremiantes. Él contestó con distintas promesas, balbuceos y, otra vez, se quedó dormido. Cuando oscureció del todo Grace se dio por vencida. Instalado el frío de la noche se le aclararon algunos otros hechos. Que no podían quedarse ahí, que a pesar de todo todavía estaban en este mundo. Que ella tenía que volver a Bailey’s Falls. Con bastante dificultad lo empujó al asiento del acompañante. Si eso no lo despertaba era evidente que no lo despertaría nada. Tardó un rato en adivinar cómo se encendían los faros y luego empezó a mover el coche. Despacio, dando sacudidas, volvió a la carretera.
No tenía idea de qué dirección tomar y no había un alma en la calle a quien pudiera preguntar. Se limitó a seguir hasta el otro lado de la ciudad y allí, casi como una bendición, apareció la señal que, entre otros sitios, indicaba el camino a Bailey’s Falls. No estaba más que a catorce kilómetros.
Condujo a lo largo de la autovía de dos carriles, sin pasar nunca de los cincuenta kilómetros por hora. Había poco tráfico. Una o dos veces pasaron coches tocando la bocina y los pocos que se cruzó, también la tocaron. En un caso fue probablemente porque iba muy despacio; en otro porque no sabía cómo poner las luces bajas. No importaba. No podía detenerse para recobrar valor en medio de la carretera. No le quedaba más remedio que seguir adelante, como él le había dicho. Seguir adelante.
Al principio no reconoció Bailey’s Falls porque venía desde una dirección desconocida para ella. Cuando lo reconoció se asustó más aún de lo que había estado a lo largo de los catorce kilómetros. Una cosa era conducir en territorio desconocido, otra doblar y entrar por los portones de la posada.
Estaba despierto cuando ella se detuvo en el parking. No demostró ninguna sorpresa al encontrarse allí ni al ver lo que Grace había hecho. Dijo que lo habían despertado los bocinazos, hacía varios kilómetros, pero simuló seguir durmiendo porque lo importante era no sobresaltarla. Y no se preocupó. Sabía que sería capaz de arreglarse.
Grace le preguntó si ya estaba suficientemente despierto para conducir.
—Bien despierto. Tan lúcido como un dólar.
Le pidió que sacara el pie de la sandalia y lo apretó por distintos sitios antes de decir:
—Estupendo. No está caliente. No está hinchado. ¿Te duele el brazo? A lo mejor no.
La acompañó hasta la puerta y le agradeció la compañía. Ella seguía asombrada de estar de vuelta y a salvo. Apenas se dio cuenta de que había llegado el momento de despedirse.
La verdad es que hasta el día de hoy no sabe si llegaron a decir la palabra «adiós» o si él no hizo más que rodearla con los brazos y apretarla con tanta fuerza, tan repetidamente, cambiando tanto de postura, que parecía necesitar más de dos brazos. Se sentía acosada por él, con su cuerpo fuerte y ágil, exigiendo y renunciando a la vez, como si quisiera decirle que había hecho mal en confiar en él, que todo era posible. Para luego decirle que no había hecho mal, que pretendía aplastarse contra ella y marcharse.
Por la mañana temprano el gerente golpeó la puerta de la habitación y llamó a Grace. —Alguien al teléfono —dijo—. No te preocupes, solo querían saber si estabas aquí. Contesté que vendría a averiguarlo. Eso es todo.
Sería Maury, pensó ella. En todo caso cualquiera de los dos. Pero seguramente Maury. Ahora tendría que vérselas con Maury.
Cuando bajó a servir los desayunos —con bambas de lona— oyó hablar del accidente. Un coche se había estrellado contra el pilar del puente a mediocamino de la carretera a Little Sabot Lake. Se había estampado contra el pilar, quedó completamente destrozado y se incendió. Ningún otro coche estuvo involucrado en el accidente y, por lo visto, el conductor iba solo. Tendrían que identificarlo por el examen dental. Probablemente a esa hora ya lo habrían hecho.
—¡Vaya una manera de matarse! —exclamó el gerente—. ¡Más vale hacerse el harakiri! —Puede haber sido un accidente —dijo el cocinero, optimista por naturaleza—. A lo mejor se quedó dormido.
—Sí. Claro. A Grace le dolía el brazo como si le hubieran dado un golpe malintencionado.
No podía mantener la bandeja en equilibrio, tuvo que llevarla delante de ella, sujetándola con las dos manos.
No tuvo que entendérselas con Maury cara a cara. Él le mandó una carta.
Di que él te obligó a hacerlo.Di que tú no querías ir.
Ella le contestó tres palabras:
Sí, quise ir.
Iba a añadir «Lo siento», pero se contuvo.
Mr. Travers fue a verla a la posada. Estuvo correcto, formal, firme, distante y nada antipático. Ahora lo veía en circunstancias en que él demostraba lo que era. Un hombre capaz de hacerse cargo de la situación, capaz de poner las cosas en su sitio. Dijo que era muy triste, que todos estaban muy tristes, pero que el alcoholismo era algo tremendo. Cuando Mrs. Travers estuviera un poco mejor se la llevaría de viaje, de vacaciones, a algún sitio de clima templado.
Después dijo tener que marcharse. Eran muchas las cosas pendientes. En el momento de darle la mano dejó en ella un sobre.
—Todos esperamos que hagas buen uso de esto —explicó.
El cheque era de mil dólares. De inmediato pensó devolverlo o hacerlo trizas y todavía cree que habría sido un gesto de dignidad hacerlo. Pero al final, claro, le faltó valor. En aquellos tiempos era suficiente dinero para empezar una nueva vida.
Alice Munro
Escapada
RBA, Barcelona, 2009
Alice Munro
Escapada
RBA, Barcelona, 2009
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