Christina Stead
EL HOMBRE QUE AMABA A LOS NIÑOS
Miguel Galván
11 de octubre de 2012
El libro sobre el que les voy a contar ha sido mi libro del verano. No es una historia sencilla, al contrario, es tan compleja como escalofriante, y tan sombría como densa: una cucharada amarga pero de trago inevitable una vez que comienzas a sorberlo. El hombre que amaba a los niños es una novela que merece ser leída, aún a riesgo de sufrir durante el proceso; sin embargo, al acabar, después de recobrar el pulso y volver a la realidad que te rodea, sentirás que te conoces más a ti mismo, y que el destino familiar es tan imponderable como inexplicable. No elegimos, somos o no somos, estamos o no estamos, aceptamos o rechazamos, pero, quieras o no quieras, siempre un lazo invisible te unirá de por vida a tu orgánico linaje.
¿Les sorprende que recomiende un libro de tales características? Lo se, lo se... no nos encontramos en una época en que la moda sea leer este tipo de literatura, más bien se lleva lo contrario: literatura de fácil consumo. Supongo que influye la crisis actual, y que ante tal oscuro panorama, no queremos historias que nos compliquen la existencia, sino lecturas que nos hagan olvidar las penas y los problemas. Aunque, en mi opinión, influye más la configuración de la sociedad actual. Y viene bien esa palabra tan relacionada con la tecnología, configuración, porque actualmente vivimos a golpes de twits, de whatsapps, de actualización de Facebook, de revisión del correo electrónico, de lectura horizontal en la red de redes, de acceso a multitud de canales en televisión satélite, de publicidad que nos aparece en cualquier esquina tanto física como virtual... ante tal cantidad de posibilidades cada vez es más complicado concentrarse en una lectura de las llamadas clásicas, en este caso una novela tan poderosa y asombrosa como El hombre que amaba a los niños. Porque leer un libro de más de 700 páginas requiere otro ritmo, otro proceso, otro ritual, otra interiorización... necesitamos ponernos en cuarentena, aislarnos para reflexionar, olvidarnos del reloj y de las luces de neón que nos reclaman allá fuera. Por eso cobra mayor relevancia libros como el citado: la vuelta a los orígenes que nunca debemos olvidar; la búsqueda de un equilibrio que nos proteja ante la posibilidad de caer engullidos en la ola de la rabiosa actualidad, tan necesaria, si, pero también ligera y banal. Siempre necesitaremos navegar por mares procelosos y profundos, tanto para conocernos mejor, como para encontrarnos a nosotros mismos.
Sam Pollit es un naturalista con gran porvenir e hijo de una familia de menesterosos. A su vez, es padre de una familia numerosa. Es un hombre con grandes ideas y proyectos, la mayoría irrealizables, porque es un megalómano vanidoso e incorregible, y cree tener la solución a los problemas de la humanidad: la eugenesia. Exterminar al noventa por ciento de la población, para así lograr así el advenimiento de una comunidad regida por las fuerzas del bien y de la belleza. Una de sus tantas fantasías. Su esposa, Henrietta Collyer, nacida en una familia adinerada, está siempre angustiada, siempre dolida, enfadada con el mundo porque está enfadada consigo mismo, y no soporta a la gente porque no se soporta así misma. Su lengua es viperina y afilada y no hay quien escape a sus dardos envenenados.
El matrimonio Pollit se lleva como el perro y el gato, o aún peor que eso, porque hay perros y gatos que se llevan bien, o que tienen momentos de paz. Su odio es feroz e inmisericorde y no hay lugar para el acercamiento. Los raros momentos de bonanza se producen porque se acerca otra borrasca. Los convidados de carne y hueso son sus hijos, seres inocentes que no tienen culpa de nada pero que utilizan como armas arrojadizas entre si. Sam para intentar hacer valer su autoridad moral y científica y moldear a los niños con sus quiméricos proyectos; Henny porque canaliza su ira contra Sam por medio de los niños: cuanto más los ponga en su contra más cerca estará de la hipotética victoria. En medio de este infierno los niños pagarán los platos rotos.
La prole está compuesta por siete hijos: cinco niños y dos niñas. Entre ellos, por edad y características, toma rápidamente protagonismo la mayor, Louisa, una preadolescente nacida del primer matrimonio de Sam, por lo tanto, hijastra de Henny. Lulú, como también la llaman, es una chica poco agraciada, torpe, pero de gran corazón e inteligencia. Tiene facilidad para la ensoñación, quizás porque ha tenido la necesidad de crear mundos paralelos que le ayuden a evadirse de la pesadilla que le rodea. Lee mucho, es lectora de Shakespeare y de Shelley, escribe obras teatrales y sonetos y sueña con triunfar como dramaturga y como actriz. Sus hermanos le profesan cariño y acuden a ella para que les cuente sus historias y fantasías que tanto les fascinan, quizás porque también necesitan abstraerse en otros mundos y ella se presta a ser la hada madrina.
Louisa es el vértice de este triángulo aterrador. La redención del mundo se encuentra contenida en ella. Así como el afán de superación y liberación, de la lucha contra el cruel destino. Sufre las continuas burlas y amonestaciones de su padre, que parece entender el amor filial como legítimo instrumento de tortura. De su madrastra no recibirá sino odio e indiferencia, sin embargo le corresponde con una extraña condescendencia y comprensión. Y me surge la duda, no se si es tácita empatía femenina, o rechazo inconsciente de su padre; quizás pudiera ser una mezcla de ambas. Porque lo que Lulú necesita y demanda es amor, un amor que rara o ninguna vez le llega.
Pocas novelas nos provocarán tan pocas simpatías por los protagonistas (exceptuando a los niños). Tampoco odios. La autora tiene el don de ponernos en una situación equidistante. Y así comprendemos que los dos son verdugos y víctimas, dignos de rechazo pero también dignos de compasión. Henny es un animal siempre zaherido, siempre a la defensiva. Es derrochadora, confundida, maquinadora, obsesionada por el dinero, descuidada con su prole, odia su pobreza: es un juguete roto. Sam es un puritano intransigente, un narcisista irredento, un charlatán que deforma las palabras y juega al retruécano. Es enemigo del alcohol y de las religiones, y le gustan los discursos descabellados, tanto dárselos a sus hijos como a cualquiera que le preste oídos. Creo que no he conocido personaje literario que me haya resultado más antipático que Sam Pollit, es muy difícil encontrarle una manilla de donde poder asirlo, y no por falta de ideales, al contrario, pero de tan altos se vuelven irrealizables y empalagosos. Su alejamiento de la realidad nos produce rechazo. Aunque jugamos con ventaja, porque lo conocemos dentro y fuera de la casa.
El hombre que amaba a los niños fue publicado en 1940. Su autora es Christina Stead, que nació en Sydney (Australia) en 1902 y murió en su ciudad natal en 1983. Vivió en Francia, Estados Unidos y fugazmente en España, que abandonó nada más estallar la Guerra Civil del 36. Se casó con el escritor y economista William J. Blake. Su padre fue un biólogo marino y un pionero de las ideas conservacionistas de la naturaleza. Christina reconoció que Samuel Pollit es, en lo esencial, un trasunto de la figura paterna. Pero El hombre que amaba a los niños es una novela y, por lo tanto, no creo que los lectores tengamos derecho a ir más allá de esos límites ficticios. Una persona real es un modelo, pero no siempre un buen modelo hace un buen personaje. Lo que si es seguro es que Samuel Pollit es una gran creación literaria.
En España no se publicó hasta el pasado año 2011, es posible que debido a la complicada traducción que requiere. Pero gracias a la editorial Pre-Textos y a la traductora Silvia Barbero, estamos de enhorabuena: ambos han realizado un extraordinario trabajo. El hombre que amaba a los niños es un clásico en el ámbito anglosajón que no podía estar más tiempo sin edición en español. Necesitábamos poder leer semejante maravilla.
Como les decía al principio, no es una novela fácil, sino todo lo contrario. Es más, ni siquiera es la típica novela decimonónica en que todas las desdichas y tragedias se armonizan para ofrecernos un final venturoso. No hay lugar para la compasión. Es cruda, dolorosa, torturante, asfixiante, afilada como un cuchillo pero, curiosamente, aunque la mayoría no tengamos nada que ver con la historia que se nos ofrece, nos veremos reflejados en su espejo. Uno de los retratos más extraordinarios que jamás se hayan escrito sobre las miserias del alma humana. Merece la pena, sufriremos pero aprenderemos por el camino.
Además, El hombre que amaba a los niños tiene otra cualidad no menos importante. Mientras lo leía, mientras lo devoraba para ser más exactos, y cuando lo terminé, sentí de nuevo esa ansiedad adolescente por triturar literatura. Porque tiene el don de abrirte el apetito e interesarte por los libros por muy complejos que sean. De hecho, de mi biblioteca personal, he comenzado a tocar, a abrir, a ojear, y finalmente a leer, esos libros que tenía olvidados por complicados. El hombre que amaba a los niños contiene el don de recordarte que la gran literatura nunca pasará de moda y que siempre será necesaria. Otro aliciente más para leerlo, perdón, para devorarlo.
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