Joy Williams
Estado de gracia
16
He esperado a Grady varias noches. Está aquí pero no viene conmigo. Aguardo desnuda a medianoche. Sé que no soy atractiva. Mi barriga ha adquirido dimensiones tortuosas. Todo lo que queda de mis pechos son dos pezones planos. Sin embargo, una noche viene a mí. Ha tomado nuestra decisión. Mi amante fantasma. Puedo ver su silueta claramente. Se sienta a mi lado un buen rato y luego noto el primer roce de su mano. Con sus piernas rodea las mías y entra deprisa. Sus manos agarran mis caderas sin convicción, su boca descansa en la mía sin palabras. Me toma una y otra vez para que lo acompañe en su nueva oscuridad. Intenta arrancar algo de mi interior. Ambos lo sabemos. Tiemblo como una rama. No se detiene. Ahonda cada vez más en su investigación, frío como el metal, como un instrumento. Estamos empapados. Continuamos. Pronto será la última vez. Cae el amanecer sobre nosotros.
31
Intento pensar en el bebé de una vez por todas pero todo el rato ocurre algo que me lo impide. Sé que no voy a tener otra oportunidad de pensar en él antes de que llegue. Intento pensar en lo que necesitará. Cosas que puedo comprar y que le definirán.
Me obligué a ir a una tienda. Pero me bloqueé al ver un babero. Un baberito baboso. Y luego una toallita. No más grande que un platillo. Miraba y miraba. No podía pensar. Las mujeres entraban y salían con confiada seguridad. El personal me preguntaba una y otra vez qué quería comprar. Al final me pidieron que me fuera.
No tuve mucho éxito. Salvo por un detalle. Aprendí algo. Escondido bajo la blusa, cada muñeca Raggedy Ann lleva un te quiero estampado en un corazón sobre el pecho. Creo que es algo que debería saber más gente.
34
Estoy en el Siesta Pig, que es un supermercado, eligiendo una copa de helado cuando rompo aguas. No es muy distinto de reventar una botella y casi puedo sentir cómo se me drena el color de los lóbulos y los labios, por fuera y por dentro. Me acerco más a la nevera, perdida.
Una mujer con audífono se aleja con el carrito de la sección de vinos de Jerez. Goteo discretamente. Es pura agua. No tengo nada de que avergonzarme y sabe Dios que si la embotellaran sería la cura para algo. Tal vez el acné, o la gota, o la glositis. «Gracias», vocea la mujer.
No es repugnante, pero salgo a toda prisa, preparada para el posible asco del encargado de la tienda. No siento nada salvo que tengo empapadas la falda y las bragas. Cruzo la calle hacia una gasolinera. Tengo que conseguir que el dependiente me dé la llave de los lavabos, que cuelga por encima de su cabeza, en un aro de plástico de quince centímetros de diámetro.
—Estoy harto de la gente como usted —dice, dándome la llave—. No tienen coche, no tienen nada, sólo la vejiga llena. —No hay nadie más aparte de mí. Percibo que habla contra de los demás en deferencia a mi estado. Camino hasta el cubículo con mi increíble llave. No está muy limpio, pero hay papel por todas partes. En los portarrollos y apilado junto a las paredes. Intento secarme entera, pero el agua sigue manando y no hay manera de cortarla. Me siento en la taza y espero. Pongo la cabeza en las rodillas. Es posible que incluso me duerma un poco. No sabría decirlo, no siento nada. Sé que debería estar tumbada y con los pies en alto. Moverse podría herir la cabeza del bebé. No lo sé. Nada parece funcionar. El momento me parece espurio y artificioso. Es como si no tuviera importancia. Me quito la falda por la cabeza y la amarro como mejor puedo a una boquilla cromada que dispensa aire caliente. ¿Dónde están el engaño y la vergüenza? El agua es pura como las lágrimas. Esta mañana vi llorar a Grady. A ellos no les gustó, pero le sequé la lágrima. Me dicen que los signos que muestra ya no pueden interpretarse de la misma manera que los que presenta una persona normal. Pero lloró. Sólo duró un instante. Le sequé la lágrima.
Eso también parece carecer de importancia. Nada parece sostenerse. A veces, parece que todo se centrara en esas partes de los brazos de Grady donde se detiene el bronceado. Cada tarde, lo primero que hago es mirarle los brazos y ver la línea de demarcación del sol; luego me siento y se los cojo. Pero eso no augura nada ni en un sentido ni en otro. No sugiere nada. Entro en el limbo de Grady cuando sostengo sus brazos solares.
El agua se detiene por fin. Me pongo la falda caliente y abro la puerta. Hay media docena de mujeres ahí, formando una cola desigual, y también tres niñas con las piernas cruzadas. Esperando entrar. Todas veraneantes. Con la misma cortesía que si fueran refugiadas. Regreso al Siesta Pig y completo mi transacción con la copa de helado. Sabe a grasa, como si en un acto revolucionario lo hubieran frito primero y congelado después.
—Esta noche es la gran fiesta de tu residencia, ¿eh? —me dice el encargado.
—¿Perdón? —digo. He dejado de sentir el bebé. Es como si lo hubiera extraviado. Miro alrededor un poco intranquila. No quiero verlo gatear de aquí para allá, tirando tarros, cortándose con los cristales.
—Esos espectáculos que dais en la escuela. ¿Son esta noche, no?
Las Serenatas. Me había olvidado. Se suponía que tenía que conseguir un coche prestado y ayudar a Corinthian a traer el leopardo.
—Nunca me pierdo uno, así me relaciono —me dice el encargado—. Además, es una buena forma de salir de la rutina. Y no sólo eso, también me gustan bastante algunos de los detallitos que regalan los grupos. El año pasado me traje cuatro de esas jarras aislantes que mantienen fría la bebida. Si las vendiera aquí, sé que podría pedir por los menos dos dólares veintinueve centavos. Y una de las hermandades femeninas las regalaba y otra más inteligente aún te servía cerveza gratis en la jarra.
Tengo que conseguir un coche. El leopardo es pequeño, pero te mira con ojos salvajes y sumarísimos.
—¿Qué regalará vuestro grupo? —dice el encargado.
—Emociones fuertes —contesto.
—¿Nada, eh? Bueno, no parece muy inteligente.
Le compro una caja de cereales y echo a andar hacia la universidad. Me digo varias veces antes de llegar que está a punto de nacer el bebé. No me parece relevante. No es que me parezca imposible, pero tampoco creo que sea indicativo de ningún cambio.
En el hospital le están cortando el pelo a Grady. Les he suplicado que no, pero se lo hacen todas las semanas. Siempre le están cortando el pelo.
39
Soy una funámbula; el espectáculo, por fin, procede sin interrupciones. Han puesto un reloj enorme en la pared, supongo que para darme aliento, el único posible. El tiempo pasa . Y no tienen nada más que ofrecer, por mucho que digan lo contrario.
—Ya puedo ver la cabeza —dice la enfermera—. Media hora.
Tengo los ojos abiertos y pienso en la Caperucita Roja. O más bien no pienso en ella , en ese postizo pudendo, sino en el lobo. Le abrieron la barriga en canal para sacarla y luego se la llenaron de piedras y se la cosieron. Y cuando se levantó, murió. Resulta muy freudiano, la verdad, e ilustra las limitaciones y prolongaciones de la vida.
—Este dolor es bueno —me dice la enfermera.
—Sólo quiero los malos —digo.
43
Pongo la radio. Una mujer está diciendo:
—Espero que no me considere vulgar.
—En absoluto —responde Action Line. Su voz suena un poco entrecortada, agotada. Suena un poco quejica él también.
—Mi marido sólo se excita sexualmente si siente que le falta alguna parte del cuerpo.
—Sí —dice Action Line.
—Un dedo, un ojo, una pierna. Tengo que fingir que le falta algo.
—Sí —dice Action Line—. La naturaleza en un enorme espejismo de infinitos delirios.
47
Me he olvidado algo. He perdido algo y no lo puedo encontrar. Estoy en un supermercado. Me agarro la barriga, pero tengo al bebé en brazos. El hambre que tenía me abandona para siempre. La carne se funde con los serpentines de la nevera. El vello corporal cae de la endivia.
Todo el mundo me sonríe cuando hago el gesto de marcharme. Sonríen al bebé. Estoy tranquila porque el bebé me ha agarrado las manos y las tiene contra su pecho redondo. Paso de largo de las delicatessen. Hay otros clientes, pero el destripador es el mismo que la vez anterior. Tira un pedazo de carne en conserva sobre la báscula.
—Tanto mejor para él que se haya ahorrado el juicio —dice—. Mejor una solución rápida que un proceso largo.
—Ha tenido más suerte que esa muchacha preciosa.
Hay una mujer tan bajita que sólo con mucho esfuerzo consigue asomar la cabeza por encima de los panecillos de cebolla.
—Ya no lo es —corrige la mujer.
—Tiene usted razón —dice el hombre del delantal—. Han tenido que sacarle piel de los muslos para ponérsela en la cara. —Me mira—. Pero qué bebé más cuco —dice—, recién salido del horno.
Perdida. La sangre me hierve en la cabeza. Tanta sed. Y han sacrificado a las pobres fieras, no se ha salvado ninguna, según sabré más adelante. Portadoras de enfermedades. Han derribado el edificio. No queda nada. Termitas en la madera. Siete minutos con un par de mazas. El viento ya no volverá a doblar esquinas en las FIERAS DE BRYANT .
Ha parado de llover; la lluvia no ha dejado rastro de su paso por la ciudad. Hace un calor asfixiante. Salgo a la calle y me meto inmediatamente en una licorería. Hay varios hombres en las mesas bebiendo whisky barato. Compro un par de litros de ginebra.
—Seguro que Barfield estuvo entrenando porque sólo disparó tres veces. —Encuentro alivio y confianza en la cadencia de las palabras del hombre que habla. El sudor de mi labio se seca.
—Sólo disparó tres veces —susurra—. El primer disparo le dio al negro en la rodilla, pero el fulano siguió corriendo hacia Terry como un perro rabioso. El segundo disparo le dio en la otra rodilla y el tipo se puso gritar y a echar espuma por la boca, y entonces empezó a arrastrarse en dirección a Terry, y el tercer disparo lo dejó seco y santas pascuas.
El camarero tose y mueve la cabeza en mi dirección. Los hombres se inquietan y tosen.
—¿Desea algo más? —pregunta el camarero.
—¿Dónde puedo comprar un billete de tren? —Las manchas oscuras y redondas de leche que tengo en la blusa se están secando. En medio de su sueño, el bebé da un respingo en mis brazos.
—Aquí mismo —dice—. Te puedo vender uno para que te subas al tren. Y luego, cuando te hayas subido, te compras otro con destino a donde te dé la gana.
—¿Cuánto cuesta el de ahora? —digo.
—Cinco centavos —dice él—. Sólo necesitas uno. El bebé que llevas en brazos viaja gratis.
—Me lo figuraba —digo.
48
El tren acelera y pasa volando junto al desguace. Aplastada contra el respaldo de mi asiento, veo aparecer un Jaguar en mi punto de mira durante un instante, un Jaguar que viaja hacia mí desde la misma orilla de los dominios de Glick, desde la misma esquina del mundo, a través de las flores y los gorriones, con las puertas arrancadas, el maletero y el capó levantados en un gesto indecente, girando sobre sí mismo. Roto. Desaparecido.
Mi cabeza descansa en un pañuelo de papel blanco y limpio. La niña está mamando. Quince minutos en el izquierdo. La cambio al derecho. Diez minutos. Se queda dormida.
Sus pómulos. Son los pómulos de Grady, pienso a veces. Pero lo he dejado atrás; lo pasado, pasado está. No volveré a sacar el tema, te lo aseguro. Grady, Corinthian, Madre, el bebé, mi hermana y otras personas con las que perdí el contacto.
La gente se va, ya lo sabes. Sólo quedas tú. Así será. Por lo menos de eso no hay duda.
Hay que echarle años para aprender a estar tranquila.
En otra ocasión, por ejemplo, habrías podido esperar que algo saliera volando del interior del Jaguar al pasar junto a su chatarra. Mariposas, tal vez. O insectos. Pero no salió nada. Nada.
Paso los dedos por los contornos de las mejillas de mi niña, que son marcados y duros. Abre los ojos, sus ojos profundos y perfectos que no creen en nada.
Un hombre uniformado viene por el pasillo del vagón, un empleado, y se interesa por mi estación de destino. En otra ocasión, esto podría haber dado pie a algo interesante. Pero ahora estoy tranquila. Estoy serena y siento el tacto fresco de la cabeza de mi hija sobre el pecho. Siento que el frescor de la cabeza de mi bebé irradia por todo mi cuerpo y se lo digo al revisor. Mientras perfora los billetes, le digo: «Vuelvo a casa». Sonrío. Saco dinero de mi bolsillo. Soy una madre joven que vuelve a casa. Un bolso a mi lado, con unas cuantas cosas de primera necesidad. Voy limpia y fresca, con el pelo bien peinado, y mi hija lleva una cinta amarilla en la muñeca. Voy tranquila y aseada. Le he puesto polvos de talco, el pañal está bien sujeto, seco y blanco. Soy responsable. Un riesgo asumible .
—Siempre es agradable volver —dice el hombre—. Por eso me gusta tanto trabajar en los ferrocarriles. Llevas a muchísima gente a casa.
—Tiene que ser muy gratificante —digo.
—Desde luego que sí —responde. Se acerca a los otros viajeros que hay en el vagón, un hombre y una mujer sentados a varias filas de mí. Compran un billete para una destinación de la misma línea que se encuentra a unos doscientos kilómetros. La mujer tiene una bolsa llena de hamburguesas. Su cara es alargada, de gesto nervioso y agresivo. El hombre es guapo, con una boca generosa y doliente. Se ve a la legua que algo va mal entre los dos. El conflicto es algo vacío, que conocen desde hace mucho. La mujer da un pequeño mordisco a su hamburguesa, echa una mirada despiadada al panecillo, pega otro bocado. Le endilga la hamburguesa mutilada al hombre y luego le da la espalda y se pone a mirar hacia los campos y la tierra humífera sobre la que planeamos. El hombre come despacio, mirando fijamente hacia delante. Lo tengo de cara. Puedo oír la sequedad de su garganta cuando traga. Puedo ver sus ojos. Justo antes de que el hombre se termine la hamburguesa, su mujer abre la bolsa y saca otra. Empieza a comer, pero vuelve a hastiarse, a enfadarse, a adoptar un gesto punitivo. Le pasa la hamburguesa para que se la termine. El proceso se repite una y otra vez. Al hombre le empiezan a rodar las lágrimas por la cara.
Sé que no se espera nada de mí en esta situación. Soy una chica bien educada, sentada con la espalda tiesa, con el bebé en brazos, que va de vuelta a casa. En otro tiempo me habría ofrecido a este hombre. Pero ahora veo lo indecoroso de semejante actitud. Veo que sólo es un sueño. ¡Saber que todo es un sueño! ¡Saber que una es por fin lo bastante libre para no entrar en él!
49
… Y estoy por fin en casa de Padre, habiendo dejado atrás todo el viaje, todas las veces que otras personas han pagado por mí. Justo antes de llegar, mi Hombre de las Respuestas estaba ahí, pero las palabras habían desaparecido, como sabía que debía ocurrir, y su cabeza, ancha como el cielo nocturno, se convirtió por fin en el cielo nocturno, como sabía que ocurriría.
Una cosa más. Cuando llegué a la casa y vi a Padre en la ventana, encontré algo, un pequeño mamífero en el césped del jardín, muerto hacía poco. Sentí alivio. Si hubiera llegado antes, me lo habría encontrado en el trance desesperado de la supervivencia, necesitado de alguna medida por mi parte. Una no puede limitarse a dejar una cosa herida a la sombra de un matorral si así le conviene, o girarle la cabeza para que pueda ver su nido, una vez que lo hayas identificado. No se puede hacer eso. Agradezco que la decisión siga sin estar en mi mano. Hay quien lo llamaría suerte, supongo. Yo no.
Padre está con la niña ahora. Está con ella abajo y yo estoy arriba, descansando. Puedo oírle hablar con ella. En otra ocasión quizá habría pensado que no era más que el sonido del viento. Pero aquí no hay viento. Es una noche tranquila de verano. Incluso el mar guarda silencio.
Estoy tumbada en la cama. Destierro con dulzura cada pensamiento que llega. No queda ningún recuerdo al que oponer resistencia. Sólo está la niña. Pienso en ella con una sensación de abandono, pero luego con un detenimiento cada vez mayor. Lo elimino todo salvo el hecho de su existencia. Está fuera, con Padre, nadando en sus brazos. Me desentiendo. Me desentiendo de casi todo. Sólo me concentro en algo que yace en lo más profundo de su ser, en lo más profundo de lo que todavía perdura después de que me haya desentendido de todo. Es tan escaso lo que me queda, pero entro en ello. Entro.
Qué paz.
La

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