viernes, 12 de diciembre de 2025

Hanya Yanagihara / Vida en el monasterio

 



Hanya Yanagihara
VIDA EN EL MONASTERIO

Antes de Nueva York había estado la facultad de derecho; y antes de la facultad, la universidad; y antes, Filadelfia, y el largo y lento viaje a través del país; y antes, Montana y el hogar para niños; y antes de Montana estuvo el sudoeste, las habitaciones de motel, los solitarios tramos de carretera y las horas al volante. Y antes de eso Dakota del Sur y el monasterio. ¿Y antes? Un padre y una madre, seguramente. O, siendo realistas, un hombre y una mujer. Y luego, quizá, solo una mujer. Y luego él.


    El hermano Peter, que le daba clases de matemáticas y siempre le recordaba lo afortunado que era, le contó que lo habían encontrado en un cubo de basura. «En una bolsa de basura. Entre cáscaras de huevo, lechuga pasada y espaguetis podridos…, allí estabas tú. En el callejón que hay detrás del drugstore, ya sabes cuál». Aunque él no podía saberlo pues casi nunca salía del monasterio.
    Más tarde el hermano Michael le dijo que eso no era verdad. «No estabas dentro del cubo sino al lado». Sí, había una bolsa de basura, concedió, pero él estaba encima de ella, no dentro, y, en cualquier caso, ¿quién sabía qué había en la bolsa, y a quién le importaba? Seguramente eran residuos del drugstore: cartón, pañuelos de papel, precintos y virutas de embalaje. «No debes creer todo lo que te dice el hermano Peter —le recordó, como hacía a menudo, y añadió—: No debes alentar su propensión a inventarse cosas», como hacía cada vez que le pedía detalles sobre cómo había acabado viviendo en el monasterio. «Llegaste y punto, y ahora tienes que concentrarte en tu futuro, no en el pasado».
    Habían inventado un pasado para él. Lo encontraron desnudo, le contó el hermano Peter, o solo con un pañal, puntualizó el hermano Michael. Fuera como fuese, dieron por hecho que lo habían dejado allí para que la naturaleza siguiera su curso, pues estaban a mediados de abril y todavía helaba; un recién nacido no habría sobrevivido mucho. Sin embargo, no debía de llevar allí más que unos minutos, porque cuando lo encontraron todavía estaba caliente, y la nieve aún no había rellenado las huellas de neumático ni las pisadas (zapatillas de deporte, probablemente un número de mujer) que conducían al cubo de la basura y se alejaban de él. Tuvo suerte de que lo encontraran. Todo lo que tenía —su nombre, su cumpleaños (un cálculo), su refugio, su misma vida— se lo debía a ellos. Debía mostrarse agradecido, aunque no esperaban que les diera las gracias a ellos sino a Dios.

    Él nunca sabía cuáles de sus preguntas tendrían respuesta. Las preguntas sencillas (¿lloraba cuando lo encontraron?, ¿había alguna nota?, ¿intentaron averiguar quién lo había abandonado?) eran desechadas, o ignoradas, o quedaba sin respuesta, Pero para las más complicadas había declaraciones. «El estado no encontró a nadie que quisiera adoptarte. —De nuevo era el hermano Peter quien hablaba—. Así que decidimos tenerte aquí como medida temporal, y los meses se convirtieron en años y aquí estás. Fin. Ahora acaba esas ecuaciones, llevas todo el día con ellas».

    Pero ¿por qué no encontró a nadie el estado? Teoría número uno, la preferida del hermano Peter: simplemente se sabía muy poco de él, de su etnia, sus orígenes, sus posibles problemas de salud, etc. ¿De dónde había salido? Nadie lo sabía. En ninguno de los hospitales locales habían registrado el nacimiento de una criatura que coincidiera con su descripción, y eso podía resultar inquietante para unos hipotéticos tutores. Teoría número dos, la del hermano Michael: vivían en una ciudad pobre de una región pobre de un estado pobre. Por grandes que fueran las muestras públicas de compasión —y había habido muchas, nunca debía olvidarlo—, era muy difícil incorporar a una criatura en una familia, sobre todo cuando esta ya era numerosa. Teoría número tres, la del padre Gabriel: estaba predestinado a quedarse allí. Era la voluntad de Dios. Ese era su hogar. Y ahora solo tenía que dejar de hacerse preguntas.
    Luego había una cuarta teoría, a la que casi todos los hermanos recurrían cuando se portaba mal: era malo, lo había sido desde el principio. «Debes de haber hecho algo muy malo para que te abandonaran de ese modo», solía decirle el hermano Peter después de atizarlo con la vara mientras él se quedaba de pie disculpándose entre sollozos. «Tal vez llorabas tanto que ya no pudieron soportarlo más». Y él lloraba aún más fuerte, temiendo que el hermano Peter tuviera razón.
    Pese al interés de los hermanos por la historia, la irritación era compartida por todos cuando él se interesaba por la suya, como si persistiera en un pasatiempo particularmente cansino que ya debiera haber dejado atrás. Pronto aprendió a no hacer preguntas, o al menos a no hacerlas de manera directa, aunque siempre estuvo atento a cualquier fragmento suelto de información que le pudiera llegar en los momentos más impensables, de las fuentes más improbables. Cuando con el hermano Michael leyó Grandes esperanzas logró que se despistara y sin solución de continuidad empezara a perorar sobre cómo debía de ser la vida de un huérfano en el Londres del siglo XIX, un lugar tan ajeno a él como Pierre, a apenas unas cien millas de distancia. Aunque la clase acabó convirtiéndose en un sermón, como sabía que ocurriría, en ella averiguó que a él, como a Pip, los habrían entregado a un pariente si hubiera tenido y lo hubieran identificado. De modo que era evidente que no tenía. Estaba solo.
    Su actitud posesiva también era un mal hábito que había que corregir. Él no recordaba cuándo había empezado a codiciar objetos que no le pertenecían, algo que fuera de él y de nadie más. «Aquí nadie tiene nada», le decían los hermanos. Pero ¿era cierto? Él sabía que el hermano Peter tenía un peine de concha, por ejemplo, del color de la savia recién extraída de un árbol e igual de luminosa, del que se sentía muy orgulloso y con el que se peinaba el bigote todas las mañanas. Un día el peine desapareció y el hermano Peter interrumpió la clase de historia con el hermano Matthew para agarrarlo por los hombros y zarandearlo gritando que le había robado el peine, y que más valía que se lo devolviera por su propio bien. (El padre Gabriel lo encontró más tarde. Se había colado entre el escritorio del hermano y el radiador). Y el hermano Matthew tenía una edición original de Los bostonianos encuadernada en tela verde cuyo lomo era muy suave debido al roce y que en cierta ocasión sostuvo ante él para que mirara la cubierta («¡No lo toques! ¡He dicho que no lo toques!»). Hasta el hermano Luke, su hermano favorito, que casi no hablaba y nunca lo reprendía, tenía un pájaro que todos consideraban suyo. Técnicamente el pájaro no era de nadie, le aclaró el hermano David, pero había sido el hermano Luke quien lo había encontrado, cuidado y dado de comer, y hacia él se dirigía cuando volaba, por lo que si Luke lo quería podía quedárselo.
    El hermano Luke estaba a cargo del jardín y del invernadero del monasterio, y los meses de calor él lo ayudaba con pequeñas tareas. Escuchando a hurtadillas a los demás hermanos, Jude se había enterado de que el hermano Luke era rico antes de entrar en el monasterio. Pero sucedió o hizo algo (nunca quedaba claro qué) y perdió el dinero o lo regaló, y allí estaba ahora, tan pobre como los demás, aunque su dinero había costeado el invernadero y ayudaba a sufragar parte de los gastos de mantenimiento del monasterio. Algo en el modo en que los demás hermanos solían eludirlo lo indujo a pensar que tal vez era malo, aunque él no pensaba que lo fuera, al menos no con él.
    Poco después de que el hermano Peter lo acusara del robo del peine, Jude cometió su primer hurto: un paquete de galletas de la cocina. Pasaba por delante una mañana para ir a la habitación que habían destinado para sus clases; no había nadie y el paquete estaba en la encimera, al alcance de su mano; de manera impulsiva lo agarró y echó a correr metiéndoselo debajo del áspero hábito de lana, una versión en miniatura del de los hermanos. Se desvió para esconderlo debajo de la almohada, de modo que llegó tarde a la clase y el hermano Matthew le dio con una rama de forsitia como castigo, pero el secreto lo llenó de un cálido regocijo. Aquella noche, solo en la cama, se comió una de las galletas (en realidad ni siquiera le gustaron) partiéndola con cuidado en ocho pedazos con los dientes y dejando ablandarse cada pedazo en la lengua hasta podérselo tragar entero.
    A partir de aquel día robó cada vez más. En el monasterio no había nada que de verdad quisiera, nada que mereciera la pena poseer, o sea que se quedaba con lo que encontraba, sin planearlo ni desearlo en realidad: algo de comer; un botón negro que vio en el suelo de la habitación del hermano Michael en una de sus correrías de después del desayuno; un bolígrafo de la mesa del padre Gabriel, que había cogido cuando, en mitad de un sermón, el padre se volvió para buscar un libro; el peine del hermano Peter (este fue el único robo que planificó, si bien no le produjo más satisfacción que los demás). Robaba cerillas, lápices y hojas de papel —material inútil pero que pertenecía a otros—, que se metía en la ropa interior, y luego volvía corriendo a su dormitorio para esconderlos bajo el colchón, tan delgado que por la noche se le clavaba cada muelle en la espalda.

    —¡Para de corretear por ahí o te zurro! —le gritaba el hermano Matthew cuando se escabullía a su habitación.

    —Sí, hermano —respondía él, fingiendo que aminoraba el paso.
    Lo pillaron el día que se cobró su presa más grande: el encendedor plateado del padre Gabriel, que robó de su mesa cuando interrumpió la clase para atender a una llamada telefónica. El padre Gabriel había estado inclinado sobre el teclado, y él alargó el brazo para coger el encendedor y lo sostuvo en la mano, pesado y frío, hasta que por fin le dejaron marchar. Una vez fuera del despacho del padre, se lo guardó con celeridad en la ropa interior, y al volver a toda prisa a su habitación dobló la esquina sin mirar y chocó con el hermano Pavel. Antes de que este empezara a gritarle, él se cayó de espaldas y el encendedor rebotó contra las losas del suelo.
    Le dieron una paliza y le gritaron, y en lo que él creyó que sería el último castigo el padre Gabriel lo llevó a su despacho y anunció que le daría un escarmiento por robar lo que era de otros. Sin comprender nada pero tan aterrado que no podía ni llorar, Jude observó cómo el padre doblaba el pañuelo en la boca de una botella de aceite de oliva para humedecerlo y le frotaba el dorso de la mano izquierda con él. A continuación cogió el encendedor —el que él había robado— y le sostuvo la mano bajo la llama hasta que la zona untada en aceite prendió y toda la mano se vio envuelta en un resplandor blanco y fantasmal. Jude gritó sin parar, y el padre lo golpeó en la cara para que se callara.
    —Deja de gritar. Te lo tienes merecido. Así no olvidarás que no debes robar.
    Al volver en sí, Jude estaba de nuevo en la cama y tenía la mano vendada. Todas sus pertenencias habían desaparecido: los objetos robados, por descontado, pero también los que él había encontrado: las piedras, las plumas, las cabezas de flecha y el fósil que el hermano Luke le había regalado al cumplir cinco años, el primer regalo que había recibido en su vida.
    A partir de aquel día lo obligaron a presentarse todas las noches en el despacho del padre Gabriel, quien lo obligaba a desnudarse y lo examinaba por dentro en busca de contrabando. Y más adelante, cuando la situación empeoró, Jude recordó aquel paquete de galletas. Ojalá no las hubiera robado, pensó. Así no se hubiera creado él mismo tantos problemas.
    Las pataletas comenzaron a raíz de esas revisiones vespertinas con el padre Gabriel, que no tardaron en ampliarse para incluir las del mediodía con el hermano Peter. Él reaccionaba con una rabieta, se arrojaba contra las paredes de piedra del monasterio y gritaba con todas sus fuerzas, golpeándose el dorso de su mano fea y dañada (que seis meses después de vez en cuando todavía le dolía, una profunda y persistente palpitación) contra las duras esquinas de las mesas de madera del comedor, aporreándose la nuca, los codos, las mejillas —todas las partes más dolorosas y tiernas— contra el lateral de la mesa. Tenía pataletas día y noche, no podía controlarlas, lo cubrían como una bruma y se relajaba en esos momentos de furia, mientras su cuerpo y su voz se movían de un modo que lo excitaban y repugnaban, porque, por mucho que le doliera después, sabía que asustaba a los hermanos, que ellos temían su cólera, su ruido y su poder. Lo atizaban con lo primero que encontraban; tenían un cinturón colgado de un clavo en la pared del aula, o se quitaban las sandalias y lo golpeaban durante tanto rato que al día siguiente no podía ni sentarse; lo llamaban monstruo, deseaban verlo muerto, le decían que deberían haberlo dejado dentro de la bolsa de la basura. Y él les estaba también agradecido porque le ayudaban a agotarse, porque él solo no podía azotar a la bestia y necesitaba su ayuda para lograr que se retirara, para obligarla a caminar hacia atrás y meterse de nuevo en la jaula, hasta que volvía a escapar.
    Empezó a orinarse en la cama y determinaron que fuera a ver al padre más a menudo, para más revisiones, pero cuantas más veces lo examinaba el padre más se orinaba él en la cama. El padre empezó a ir a verlo a su cuarto por las noches, y también el hermano Peter y más adelante el hermano Matthew, y él no hizo sino empeorar; le hacían dormir con la camisa mojada, le obligaban a llevarla durante el día. Jude sabía que hedía a orina y a sangre, y gritaba, se enfurecía y aullaba, interrumpía las clases y tiraba los libros de las mesas para que los hermanos empezaran a golpearlo enseguida y renunciaran a dar la clase. A veces lo golpeaban tanto que perdía el conocimiento, y empezó a anhelar esa negrura, donde el tiempo transcurría y él no participaba de él, y en la que le hacían cosas sin que él se enterara.
    A veces había un motivo detrás de la pataleta, aunque solo él lo conocía. Se sentía sucio, mancillado, a todas horas, como si su interior fuera un edificio podrido, la iglesia condenada que había visto una de las contadas veces que había salido del monasterio: las vigas salpicadas de moho, los travesaños astillados y plagados de nidos de termitas, los triángulos de cielo blanco que dejaba ver con impudicia el tejado en ruinas. En una clase de historia se había enterado de la existencia de las sanguijuelas, y de que muchos años atrás se creía que, al extraer la sangre enferma de una persona, absorbían la enfermedad ávida y absurdamente en sus gruesos cuerpos de gusano, y él pasó la hora libre —después de las clases pero antes de las tareas— vadeando por el riachuelo que bordeaba el monasterio en busca de sanguijuelas. No encontró ninguna, y cuando le dijeron que en aquel arroyo no había, gritó y gritó hasta que se quedó sin voz, y ni siquiera entonces pudo parar, ni siquiera al notar como si se le llenara la garganta de sangre caliente.

    En una ocasión en que se encontraba en su habitación con el padre Gabriel y el hermano Peter, y él trataba de no gritar, pues había aprendido que cuanto más callado estaba antes terminaban, le pareció ver pasar por el umbral al hermano Luke, raudo como una polilla, y se sintió humillado, aunque entonces no conocía la palabra humillación. Al día siguiente en la hora libre fue al jardín del hermano Luke, cortó la cabeza de todos los narcisos y los amontó junto al cobertizo, con las aflautadas coronas señalando el cielo como picos de pájaro abiertos.
    Más tarde, mientras hacía las tareas, de nuevo solo, se arrepintió; la pena le dejó los brazos tan pesados que se le cayó el cubo de agua que llevaba de un extremo de la habitación al otro; entonces reaccionó arrojándose al suelo y gritando de frustración y remordimientos.
    A la hora de la cena no pudo comer. Buscó al hermano Luke preguntándose cuándo y cómo lo castigaría, y cuándo tendría que disculparse ante él. Pero no estaba allí. En su ansiedad, dejó caer la jarra metálica de leche, y el líquido blanco y frío se esparció por el suelo. El hermano Pavel, que estaba sentado a su lado, lo agarró y lo empujó contra el suelo.
    —¡Límpialo! —le gritó, tirándole un trapo—. Eso será todo lo que comas hasta el viernes. —Era miércoles—. Ahora ve a tu habitación.
    Él echó a correr antes de que el hermano cambiara de opinión. La puerta de su habitación —un armario adaptado, sin ventanas y lo bastante grande para que cupiera solo un catre, situado en un extremo de la segunda planta, encima del refectorio— siempre estaba abierta, a no ser que uno de los hermanos o el padre estuvieran con él, pues en tal caso solían cerrarla. Pero al doblar el rellano de las escaleras vio que la puerta estaba cerrada. Por un instante se quedó quieto en el pasillo vacío y silencioso, no muy seguro de lo que le esperaba dentro; probablemente uno de los hermanos. O tal vez un monstruo. Tras el incidente del arroyo fantaseaba de vez en cuando con que las sombras, que se volvían más densas en las esquinas, eran sanguijuelas gigantes que oscilaban en posición vertical con su brillante piel segmentada, oscura y grasienta, esperando para aplastarlo bajo su húmedo y silencioso peso. Al final se armó de suficiente valor para correr hacia la puerta y abrirla de golpe, pero solo encontró la cama, con la manta de lana marrón a los pies, y la caja de pañuelos de papel y los libros de texto en el estante. De pronto reparó en que en la esquina, cerca de la cabecera de la cama, había un jarrón de cristal con un ramillete de narcisos, y los brillantes embudos de sus corolas adornaban la parte superior.
    Se sentó en el suelo cerca del jarrón y frotó con los dedos una de las flores aterciopeladas; en ese instante le invadió una tristeza tan abrumadora que le entraron ganas de rajarse, arrancarse la cicatriz del dorso de la mano o hacerse pedazos como había hecho con las flores de Luke.
    Pero ¿por qué le había hecho aquello al hermano Luke? No era el único que se mostraba amable con él: cuando no daba motivos para que lo castigaran, el hermano David siempre lo elogiaba y alababa lo rápido que era, y el hermano Peter incluso le llevaba libros de la biblioteca de la ciudad para que los leyera y después hablaban de ellos y escuchaba sus opiniones como si él fuera una persona hecha y derecha; sin embargo, Luke no solo no lo había golpeado nunca, sino que se esforzaba por tranquilizarlo y por darle a entender que estaba con él. El domingo anterior Jude estaba de pie junto a la mesa del padre Gabriel, preparado para recitar en voz alta la oración antes de la cena, y de pronto fue presa de un repentino impulso de portarse mal, agarrar un puñado de patatas de la fuente que tenía delante y arrojarlas por el refectorio. Ya notaba la irritación de la garganta consecuencia del grito que soltaría, el escozor del cinturón al golpearle la espalda, la oscuridad en que se sumiría, la embriagadora luminosidad del día que lo despertaría. Observó su brazo levantándose como un autómata, los dedos abriéndose como pétalos y dirigiéndose al bol. En ese preciso instante alzó la vista y vio al hermano Luke, que le hizo un guiño solemne y breve, como el obturador de una cámara. Al principio dudó de si lo había visto o se lo había imaginado, pero Luke volvió a guiñarle el ojo y eso lo calmó. Entonces leyó la oración, después se sentó y la cena transcurrió sin incidentes.
    Y ahora allí estaban esas flores. Antes de que pudiera discurrir qué significaban, se abrió la puerta y apareció el hermano Peter; él se levantó, esperando ese momento terrible para el que nunca estaba preparado y en el que podía suceder cualquier cosa.
    Al día siguiente, después de clase, fue directamente al invernadero, resuelto a decirle algo a Luke. No obstante, conforme se acercaba la determinación lo abandonó y se rezagó dando patadas a las piedrecitas del camino y arrodillándose para recoger ramitas del suelo y lanzarlas hacia el bosque que bordeaba la finca. ¿Qué quería decirle? Estaba a punto de dar media vuelta y dirigirse a un árbol entre cuyas raíces había cavado un hoyo para guardar una nueva colección de hallazgos —pequeñas piedras, una rama con forma de perro flaco en mitad de un salto—, donde pasaba la mayor parte del tiempo libre desenterrando sus posesiones y observándolas, cuando oyó que lo llamaban; se volvió y vio a Luke caminar hacia él con la mano levantada a modo de saludo.

    —Me ha parecido que eras tú —le dijo al acercarse (¿quién podía ser si no él?, en el monasterio no había más niños, pensó después). Y aunque lo intentó, Jude no encontró las palabras para disculparse; de hecho no encontró palabra alguna, y se echó a llorar. Nunca se avergonzaba cuando lloraba, pero en ese momento lo hizo y le dio la espalda al hermano Luke al tiempo que se llevaba el dorso de la mano cicatrizada a los ojos. De pronto cayó en la cuenta del hambre que tenía, y de que aún era jueves por la tarde y no podría comer hasta el día siguiente.
    —Vamos —dijo Luke, y Jude notó que el hermano se arrodillaba muy cerca de él—. No llores, no llores. —Pero su voz era tan suave que él lloró aún más fuerte. Luego se levantó, y cuando volvió a hablar su voz era más alegre—. Jude, escucha. Tengo algo que enseñarte. Ven conmigo. —Entonces echó a andar hacia el invernadero, volviéndose de vez en cuando para asegurarse de que lo seguía—. Ven conmigo, Jude —repitió.
    Y él, intrigado a pesar de todo, lo siguió. Se dirigían al invernadero, un lugar que él conocía muy bien, pero ahora sentía un entusiasmo desconocido, como si nunca hubiera estado allí.
    Ya de adulto, se obsesionaría periódicamente intentando identificar el momento exacto en que todo empezó a torcerse, como si fuera posible congelarlo, conservarlo, sostenerlo en alto y enseñarlo a sus compañero de clase: «Aquí es donde empezó todo». «¿Fue cuando robé las galletas?», se preguntaba. «¿Cuando arranqué los narcisos? ¿Cuando tuve mi primera rabieta? O, más improbable, ¿cuando hice lo que hice y ella me abandonó detrás del drugstore? Pero ¿qué hice?».
    En realidad lo sabía: fue cuando entró en el invernadero esa tarde. Cuando se permitió entrar allí y renunció a todo para seguir al hermano Luke. Ese fue el momento. A partir de entonces nada volvió a ser lo mismo.


Hanya Yanagihara
TAN POCA VIDA
Lumen, Barcelona, 2016, pp. 208-221


No hay comentarios:

Publicar un comentario