viernes, 12 de diciembre de 2025

Hanya Yanagihara / Actores y camareros



Hanya Yanagihara
ACTORES Y CAMAREROS

Había poesía en el metro. Por encima de las hileras de asientos de plástico, llenando el espacio vacío entre anuncios de dermatólogos y de compañías que prometían títulos universitarios a distancia, había largas láminas plastificadas impresas con poemas: versos de segunda de Stevens, de tercera de Roethke y de cuarta clase de Lowell, escritos para no alterar a nadie, en los que la furia y la belleza habían sido reducidas a aforismos vacuos. O eso decía JB, que estaba en contra de los poemas. Habían aparecido cuando él estaba en el instituto y no había dejado de quejarse de ellos desde hacía quince años.
    —En lugar de financiar el verdadero arte y a los verdaderos artistas, pagan a una pandilla de bibliotecarias solteronas y de maricas con chaqueta de punto para que seleccionen esta mierda —le gritaba a Willem por encima del chirrido de los frenos del tren de la línea F—. Y todo es mierda a lo Edna Saint Vincent Millay. O gente con talento a la que han capado. Y todos son blancos, ¿has visto? ¿Qué coño pretenden con eso?
    La semana siguiente Willem vio un póster de Langston Hughes y telefoneó a JB para comentárselo.
    —¿Langston Hughes? —gimió JB—. Deja que adivine: ¿«Un sueño diferido»? ¡Lo sabía! Esta mierda no cuenta. De todas maneras, si algo explotara esa mierda caería en dos segundos.
    Esa tarde Willem tenía ante sí un poema de Thom Gunn: «Su relación consistía / en discutir si existía». Debajo alguien había escrito en rotulador negro: «No te preocupes, tío, yo tampoco logro meterla». Willem cerró los ojos.
    No era muy prometedor que estuviera tan cansado cuando no eran ni las cuatro, pues su turno no había empezado siquiera. No debería haber ido con JB a Brooklyn la noche anterior, pero nadie quería acompañarlo y JB le dijo que se lo debía. ¿No le había acompañado él al horrible espectáculo de un amigo suyo el mes pasado?
    De modo que fue.
    —¿Qué banda es? —preguntó mientras esperaban en el andén.
    Willem, que llevaba un abrigo demasiado fino y había perdido un guante, empezó a adoptar cierta postura para conservar el calor cuando se veía obligado a permanecer quieto y hacía frío: se rodeaba el pecho con los brazos y, con las manos bajo las axilas, se balanceaba sobre los talones.
    —La de Joseph —respondió JB.
    —Oh. —Willem no tenía ni idea de quién era Joseph.
    Admiraba el dominio fellinesco que mostraba JB en su amplio círculo social, en el que todos eran extras con disfraces de vivos colores, y Malcolm, Jude y él eran accesorios cruciales aunque modestos —tramoyistas o directores del segundo arte— a quienes consideraba tácitamente responsables de mantener en marcha la empresa.
    —Es hardcore —respondió JB con tono afable, como si eso le dijera algo sobre Joseph.

    —¿Cómo se llama la banda?
    —Prepárate que allá va. —JB sonrió—. Se llama Smegma Cake 2.
    —¿Cómo? —replicó Willem riéndose—. ¿Smegma Cake 2? ¿Por qué? ¿Qué pasó con Smegma Cake 1?
    —¡Pilló una infección por estafilococos! —gritó JB por encima del estruendo del tren que se adentraba en la estación.
    A poca distancia, una anciana lo miró con desaprobación.
    Como era de esperar, la banda Smegma Cake 2 no era muy buena. En realidad ni siquiera era hardcore, sino más bien un ritmo de ska dinámico y serpenteante («¡Le ha pasado algo al sonido!», le gritó JB al oído cuando sonaba uno de los temas más largos llamado «Phantom Snatch 3000». «¡Sí —le gritó él a su vez—, es una mierda!»). A mitad de concierto (cada tema parecía durar veinte minutos) le invadió una especie de euforia, tanto por la absurdidad de la banda como por la aglomeración de gente, y se puso a bailar con torpeza al estilo mosh con JB, los dos rebotando contra sus vecinos y los mirones hasta que todo el mundo empezó a chocar alegremente contra los demás, como una pandilla de niños achispados, y JB agarró a Willem por los hombros y los dos se echaron a reír con las caras juntas. En momentos como ese Willem quería a JB sin reservas, por su habilidad para exhibir su vertiente tan tonta y frívola, algo que era imposible con Malcolm o Jude —Malcolm porque, pese a todo lo que afirmaba, tenía interés en el decoro, y Jude porque era serio.
    Por supuesto, a la mañana siguiente Willem sufrió las consecuencias. Se despertó en una esquina del loft de Ezra, sobre el colchón desnudo de JB (cerca de él, en el suelo, JB roncaba sobre una pila de ropa sucia con olor a turba), sin saber muy bien cómo habían vuelto a cruzar el puente. Él no solía beber ni colocarse, pero de vez en cuando lo hacía en compañía de JB. Fue un alivio volver a la tranquilidad y la limpieza de Lispenard Street, donde la luz del sol que inundaba de calor y languidez su lado del dormitorio entre las once de la mañana y la una de la tarde ya entraba sesgada por la ventana, y Jude se había ido a trabajar hacía mucho. Puso el despertador y al instante se quedó dormido; se despertó con el tiempo justo para ducharse, tomarse una aspirina e ir corriendo al metro.
    El restaurante donde trabajaba había ganado reputación tanto por la comida —sofisticada pero no pretenciosa— como por la amabilidad y la cercanía del personal. En el Ortolan les enseñaban a mostrarse cordiales sin caer en la familiaridad, a ser abordables pero no informales. Como le gustaba decir a Findlay, que era el gerente del restaurante y su jefe: «Sonríe, pero no llames a los clientes por su nombre». En el Ortolan había muchas reglas como esa. La única joya permitida a las empleadas era la sortija de casada. Los hombres tenían prohibido llevar el pelo por debajo del lóbulo de las orejas. El esmalte de uñas estaba prohibido. No se podía ir con barba de más de dos días. El bigote y los tatuajes solo se toleraban en casos especiales.
    Willem llevaba casi dos años de camarero en el Ortolan. Con anterioridad había trabajado en el turno de comidas tardías de fin de semana y de menús de mediodía los días laborables en un popular y ruidoso restaurante de Chelsea llamado Digits, donde los clientes (casi siempre hombres entrados en años, de cuarenta como mínimo) le preguntaban si él entraba en el menú, y luego se reían con picardía, satisfechos consigo mismos, como si fueran los primeros en preguntárselo, y no los undécimos o duodécimos solo en aquel turno. Aun así, él siempre sonreía y respondía: «Solo como entrante», a lo que ellos replicaban: «Pero yo quiero un plato fuerte»; él volvía a sonreír y ellos le daban una buena propina al final.
    Un amigo suyo del posgrado y actor llamado Roman fue quien lo recomendó a Findlay, cuando renunció al empleo después de que lo contrataran como invitado recurrente en una telenovela. Willem se alegró de la recomendación, pues, además de por la comida y el servicio, el Ortolan también tenía fama —entre un grupo mucho más reducido— por la flexibilidad de horario, sobre todo para quien caía bien a Findlay. A este le gustaban las mujeres menudas, de pelo castaño y planas, y toda clase de hombres siempre que fueran altos, delgados y, según se rumoreaba, no asiáticos. A veces Willem se quedaba parado a la puerta de la cocina y observaba cómo parejas dispares de camareras diminutas y morenas y hombres flacos y larguiruchos daban vueltas por el comedor principal, patinando unos delante de otros en una serie de extraños minuets .
    No todos los que trabajaban de camarero en Ortolan eran actores. O, para ser más exactos, no todos seguían siéndolo. Había restaurantes en Nueva York donde el personal dejaba de ser un actor que servía mesas para convertirse en un camarero que había sido actor. Y si el restaurante era lo bastante bueno y respetable, el cambio de carrera no solo era aceptable sino también preferible. Un camarero que trabajara en un restaurante bien considerado podía conseguir para sus amigos una codiciada reserva o camelar al personal de la cocina para que les mandara platos gratis a su mesa (aunque esto último, como Willem no tardó en aprender, no era tan fácil como pensaba). En cambio, ¿qué podía conseguir para sus amigos un actor que servía mesas? Entradas para una producción vanguardista más, en la que tenía que actuar con su propio traje porque hacía el papel de agente de bolsa (que podía ser un zombi o no), y no había dinero para financiar el vestuario. (Justo eso le había ocurrido el año anterior y, como no tenía traje, acabó pidiendo prestado uno a Jude. Como este tenía las piernas una pulgada más largas que él, tuvo que subir el bajo de los pantalones y pegarlo con celo).
    En el Ortolan era fácil distinguir entre los que habían sido actores y los que ya eran camareros profesionales. Los camareros de carrera eran mayores, cumplían con más precisión y rigor las normas de Findlay, y en las comidas del personal agitaban de manera ostentosa el vino en la copa que les servía el ayudante del sumiller para que lo probaran y decían cosas como: «¿No es como ese Petit Sirah de Linne Calodo que serviste la semana pasada, José?» o «Tiene un ligero sabor mineral, ¿no te parece? ¿Es de Nueva Zelanda?». Se sobrentendía que no se los invitaba a las producciones —solo a los camareros actores, y si se recibía la invitación se consideraba educado al menos intentar ir—, y desde luego no se hablaba con ellos de audiciones, de agentes ni de nada por el estilo. Actuar era como una guerra; ellos eran veteranos y no querían pensar en la guerra, y menos aún hablar de ella con inocentes que seguían corriendo impacientes hacia las trincheras, emocionados aún de estar en el país.

    El mismo Findlay había sido actor, pero a diferencia de los otros ex actores, a él le gustaba —tal vez «gustar» no era la palabra; quizá era más exacto decir que simplemente lo hacía— hablar de su pasado, o al menos de una versión del mismo. Según él, en una ocasión habían estado a punto de contratarlo para el segundo papel protagonista de la producción del Public Theater Una habitación luminosa llamada día (más tarde, una de las camareras les comentó que todos los papeles significativos de la obra eran femeninos). Y, en otra, había aprendido un papel en Broadway para que pudiera sustituir al actor que lo interpretaba en caso de necesidad (nunca quedó claro para qué producción). Findlay era una carrera andante de memento mori , una historia admonitoria con traje de lana gris, y los que todavía eran actores o bien lo evitaban, como si su particular maldición fuera especialmente contagiosa, o lo observaban de cerca, como si permanecer en contacto con él pudiera inocularlos.
    Pero ¿en qué momento decidió Findlay renunciar a ser actor, cómo ocurrió? ¿Fue solo por la edad? Al fin y al cabo, debía de andar por los cuarenta y cinco o los cincuenta. ¿Cuándo se sabía que había llegado el momento de renunciar? ¿Llegaba al cumplir los treinta y ocho si todavía no tenías un agente (como sospechaban que era el caso de Joel)? ¿O a los cuarenta, cuando todavía compartías habitación y ganabas más dinero como camarero a tiempo parcial del que habías ganado el año que decidiste ser actor a jornada completa (como se sabía que le había sucedido a Kevin)? ¿Era cuando engordabas, o se te caía el pelo, o te sometías a una mala operación de cirugía plástica que no disimulaba ni la gordura ni la calvicie? ¿Cuándo la persecución de las ambiciones cruzaba la línea que separaba el valor de la insensatez? ¿Cuándo se sabía que había que parar? En épocas anteriores, más rígidas y menos alentadoras (y, en última instancia, más prácticas), las cosas estaban mucho más claras: había que parar al cumplir los cuarenta años, o al casarse, o cuando tenías hijos, o después de cinco, diez o quince años de intentarlo. Y entonces tocaba buscar un empleo de verdad, y los sueños de hacer carrera como actor se alejaban en la oscuridad y se fundían tan quietos como un bloque de hielo en una bañera de agua caliente.
    Pero los suyos eran tiempos de realización personal en los que el mero hecho de conformarse con una segunda opción parecía innoble y propia de quien carecía de fuerza de voluntad. En algún momento el acto de rendirse a lo que parecía ser el destino había dejado de ser algo digno para convertirse en un signo de cobardía. Había ocasiones en que la presión por conquistar la felicidad resultaba casi opresiva, como si eso estuviera al alcance de todos y cualquier situación intermedia fuera culpa de uno. ¿Trabajaría Willem año tras año en el Ortolan y tomaría los mismos trenes para acudir a audiciones una y otra y otra vez, avanzando tal vez una pulgada cada año, un progreso tan minúsculo que apenas contaría? ¿Tendría algún día el coraje de rendirse, y sería capaz de reconocer el momento para hacerlo, o se despertaría un buen día, se miraría al espejo y se vería convertido en un anciano intentando todavía llamarse actor porque le asustaba demasiado admitir que tal vez no lo era, que nunca lo sería?
    Según JB, la razón por la que Willem aún no había tenido éxito era él mismo. Una de las peroratas favoritas que le soltaba empezaba con «Si yo tuviera tu físico, Willem…» y terminaba «Y has estado tan consentido por lo que has alcanzado con tanta facilidad que crees que todo llegará. Pero ¿sabes, Willem? Por muy atractivo que seas, aquí todo el mundo lo es, así que tendrás que esforzarte más».
    Aunque Willem creía que eso era algo irónico viniendo de JB (¿consentido él?, solo había que ver a la familia de JB: mujeres cloqueando en pos de él, poniéndole delante sus platos favoritos y sus camisas recién planchadas, rodeándolo de una nube de elogios y afecto; una vez oyó sin querer una conversación telefónica de JB con su madre, en la que le decía que necesitaba más ropa interior y que la recogería cuando fuera a comer el domingo, y que, por cierto, quería costillas), comprendió qué quería decir. Sabía que él no era un vago, pero carecía de la clase de ambición que poseían JB y Jude, esa sombría y ardua determinación que los impulsaba a quedarse en el estudio o la oficina más tiempo que nadie, o adoptar esa mirada ligeramente perdida que le hacía pensar que una parte de ellos vivía ya en una especie de futuro imaginado cuyos contornos solo se habían materializado para ellos. La ambición de JB se nutría de codiciar ese futuro que había que alcanzar cuanto antes, la de Jude parecía más motivada por el miedo a deslizarse de nuevo, si no avanzaba, en el pasado, en la vida que había dejado atrás y que nunca contaría a nadie. Y Jude y JB no eran los únicos que poseían esa cualidad; Nueva York estaba habitada por la ambición. A menudo era lo único que todos los neoyorquinos tenían en común.

    Ambición y ateísmo. «La ambición es mi única religión», declaró JB una noche de muchas cervezas, y aunque a Willem la frase le sonó demasiado estudiada, como si la ensayara intentando perfeccionar el tono natural e indiferente para el día en que tendría que pronunciarla en la vida real ante un entrevistador, también sabía que era sincera. Solo allí se experimentaba la obligación de justificar una bajada del entusiasmo acerca de tu carrera; solo allí había que disculparse por tener fe en algo más allá de uno mismo.
    En la ciudad, Willem a menudo tenía la sensación de que le faltaba algo esencial, y que esa ignorancia lo condenaría para siempre a una vida en el Ortolan. (También lo había sentido en la universidad, donde tenía la certeza de que era el más tonto de la clase, y de que solo lo habían admitido por discriminación positiva, como una especie de representante extraoficial de bicho raro blanco, pobre, residente en una zona rural). Creía que los demás también lo notaban, aunque al único que parecía preocuparle realmente era a JB.
    —A veces no sé qué pensar de ti, Willem —le dijo una vez, con un tono que daba a entender que lo siguiente no serían palabras agradables.
    Eso fue a finales del año anterior, poco después de que Merritt, el antiguo compañero de habitación de Willem, hubiera conseguido uno de los dos papeles principales en una reposición vanguardista de El auténtico Oeste . El otro papel lo interpretaba un actor que hacía poco había protagonizado una aclamada película independiente y que disfrutaba de ese efímero momento de credibilidad y de la promesa de tener más éxito en la ciudad. El director (alguien con quien Willem siempre había deseado trabajar) anunció que daría el segundo papel a un desconocido. Y lo cumplió; solo que el desconocido resultó ser Merritt y no Willem. Los dos habían quedado finalistas en la audición.
    Sus amigos se indignaron.
    —¡Si Merritt no sabe actuar! —Gruñó JB—. ¡Se queda de pie en el escenario y brilla, y se cree que con eso basta!
    Los tres empezaron a hablar de la última obra en la que habían visto actuar a Merritt, una producción vanguardista de La Traviata interpretada solo por hombres y ambientada en Fire Island en la década de 1980 (Violetta —interpretada por Merritt— era rebautizada como Victor, y se moría de sida en lugar de tuberculosis) y todos coincidieron en que era infumable.
    —Bueno, pero tiene un buen físico —replicó él, en un débil intento de defender a su antiguo compañero de cuarto ausente.
    —No es tan atractivo —dijo Malcolm, con una vehemencia que sorprendió a todos.
    —Willem, ya te llegará —lo consoló Jude al regresar a casa después de cenar—. Si hay justicia en el mundo, te llegará. Ese director es un imbécil. —Jude nunca culpabilizaba a Willem de sus errores, a diferencia de JB que siempre lo hacía. Willem no sabía qué era peor.
    Aunque agradecía la indignación de sus amigos, lo cierto era que no creía que Merritt fuera tan malo como ellos decían. Sin duda no era peor que él, quizá incluso actuara mejor. Más tarde se lo dijo a JB, quien respondió con un largo y ceñudo silencio, antes de empezar a aleccionarlo.
    —A veces no sé qué pensar de ti, Willem. A veces tengo la impresión de que en realidad no quieres ser actor.
    —Eso no es cierto —protestó él—. Solo que no creo que haya que restar importancia a cada rechazo, como tampoco creo que todo el que consigue un papel pasando por encima de mí lo hace por chiripa.
    Siguió otro silencio.
    —Eres demasiado bueno, Willem —dijo JB sombríamente—. Si sigues así nunca llegarás a nada.
    —Gracias, JB.
    A Willem rara vez le ofendían las opiniones de JB (a menudo tenía razón), pero en ese momento no tenía ganas de oír lo que pensaba de sus limitaciones ni sus sombrías predicciones acerca del futuro que le esperaba si no cambiaba de personalidad. Colgó y se quedó despierto en la cama, bloqueado y compadeciéndose de sí mismo.

Hanya Yanagihara
TAN POCA VIDA
Lumen, Barcelona, 2016, pp. 57-68







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