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| Amor en Times Square Foto de Triunfo Arciniegas |
Hanya Yanagihara
PASEOS Y CLASES PARTICULARES
Los sábados los dedicaba a trabajar, y los domingos, a pasear. Los paseos habían empezado por necesidad cinco años antes, al darse cuenta de que se había ido a vivir a una ciudad de la que apenas sabía nada; cada semana escogía un barrio diferente al que iba andando desde Lispenard Street; una vez allí cubría exactamente todo el perímetro y regresaba a casa. Nunca se saltaba el paseo dominical, a menos que el tiempo lo imposibilitara, e incluso ahora, que ya había recorrido todos los barrios de Manhattan, y muchos de Brooklyn y Queens, seguía saliendo todos los domingos a las diez de la mañana y no regresaba hasta que había terminado la ruta. Hacía tiempo que los paseos habían dejado de ser placenteros, y no es que no disfrutara de ellos; simplemente se dedicaba a pasear. Durante un tiempo tenía la esperanza de que los paseos fueran algo más que ejercicio, algo tal vez restaurador, como una sesión de fisioterapia de aficionado, pese a que Andy no estaba de acuerdo con él y, de hecho, los desaprobaba. «Me parece bien que quieras ejercitar las piernas, pero deberías hacer natación, no arrastrarte arriba y abajo por las aceras». A él no le habría importado nadar, pero no había ningún lugar lo bastante privado para su gusto y por tanto no lo hacía.
Willem se apuntaba de vez en cuando a esos paseos, y en los últimos tiempos, si la ruta de Jude pasaba por el teatro, calculaba el tiempo para poder reunirse con él después de la función de la tarde en el puesto de zumos de la esquina. Willem le contaba cómo había ido la obra mientras se tomaban un refresco, y pedía una ensalada para comer algo antes de la función de la noche. Luego él continuaba hacia el sur, de regreso a casa.
Todavía vivían en Lispenard Street, a pesar de que podrían haberse instalado por su cuenta; él, por descontado, y Willem seguramente también. Pero ninguno de los dos había mencionado nunca su intención de dejar al otro, y nunca lo habían hecho. No obstante, habían renunciado a la mitad izquierda de la sala de estar para hacer un segundo dormitorio. Un fin de semana habían colocado un tabique de pladur granuloso entre todos los amigos, de modo que ahora en ella solo entraba la luz grisácea a través de dos ventanas. Willem había ocupado la nueva habitación y Jude se había quedado en la de siempre.
Aparte de esos encuentros en la puerta del teatro, a Jude le parecía que últimamente no veía nunca a Willem. Aunque él dijera que se había vuelto perezoso, daba la impresión de que estaba todo el rato trabajando o intentándolo; tres años antes, en su vigesimonoveno cumpleaños, se había jurado que dejaría el Ortolan antes de los treinta, pero dos semanas antes de su trigésimo cumpleaños, los dos estaban en el piso, apretujados en la sala de estar recién dividida, y Willem se preguntaba preocupado si en realidad podía permitirse dejar el empleo cuando recibió una llamada, la llamada que llevaba años esperando. La obra resultante de esa llamada fue un éxito y Willem pudo dejar el Ortolan unos trece meses más tarde, solo un año después de la fecha límite que se había impuesto. Jude había visto la obra de Willem —un drama familiar titulado El teorema de Malamud , sobre un profesor de literatura en los umbrales de la demencia, y su hijo médico, que se había distanciado de él— cinco veces, dos con Malcolm, dos con JB y una con Harold y Julia, un fin de semana que pasaron en la ciudad, y cada vez había logrado olvidar que era su viejo amigo y compañero de piso quien estaba sobre el escenario, y al caer el telón se había sentido orgulloso y nostálgico a la vez, como si la misma elevación del escenario anunciara el ascenso de Willem a una vida que no sería fácilmente accesible para él.
La aproximación a la treintena no había provocado en Jude ni un pánico latente ni un frenesí de actividad ni la necesidad de cambiar su vida para adaptarla a la que se suponía que debía ser la de un treintañero. Sin embargo, no podía decir lo mismo sus amigos, que se habían pasado los tres últimos años de su veintena elogiando esa década, exponiendo con detalle lo que habían conseguido y lo que no, e inventariando sus promesas y sus aversiones. Y de pronto las cosas habían cambiado. La segunda habitación, por ejemplo, la habían construido en parte por el temor que tenía Willem de verse compartiendo aún habitación con un compañero de la facultad a los veintiocho años; y esa misma inquietud —el miedo a que, como en un cuento de hadas, el salto a la cuarta década los transformara en algo más, algo que escapara a su control, si no lo conjuraban con declaraciones radicales— había inspirado la precipitada confesión de Malcolm a sus padres de que era gay, solo para desdecirse al año siguiente cuando empezó a salir con una mujer.
No obstante, y pese a la desazón de sus amigos, él sabía que le encantaría cumplir treinta años, por la misma razón que ellos lo detestaban: porque era un período de innegable adultez. (Estaba deseando tener treinta y cinco, y poder afirmar por fin que había sido adulto más del doble del tiempo que había sido niño). De niño, los treinta le parecían una edad lejana e inimaginable. Recordaba bien que, siendo muy pequeño —es decir, cuando vivía en el monasterio—, le había preguntado al hermano Michael, que disfrutaba contándole los viajes que había hecho en su otra vida, cuándo podría viajar él.
—Cuando seas mayor —le respondió el hermano.
—¿Cuándo? ¿El año que viene? —Entonces un mes le parecía una eternidad.
—Dentro de muchos años. Cuando seas mayor. Cuando tengas treinta años. —Y al cabo de unas pocas semanas los cumpliría.
Los domingos, a veces se quedaba descalzo en la cocina cuando se preparaba para salir a pasear; alrededor de él todo estaba en silencio, y aquel piso pequeño y feo le parecía algo asombroso. Allí el tiempo le pertenecía, al igual que el espacio, y podía cerrar y echar el seguro a todas las puertas y ventanas. Se detenía delante del pequeño armario del pasillo —un hueco en realidad, sobre el que habían extendido una tela de arpillera— y admiraba las provisiones amontonadas en su interior. En Lispenard Street no había que ir corriendo al colmado de West Broadway entrada la noche para comprar papel higiénico, ni había que taparse la nariz al sacar del fondo de la nevera un recipiente lleno de leche agria; allí siempre había provisiones de repuesto. Allí todo era reemplazado en cuanto se acababa. Él se aseguraba de ello. En su primer año en Lispenard Street se había sentido cohibido por esa costumbre, que sabía que era propia de alguien mucho mayor que él, quizá de una mujer, y escondía los rollos de papel de cocina debajo de la cama, y los folletos de cupones en su maletín para mirarlos cuando Willem no estuviera en casa, como si se tratara de una forma de pornografía exótica. Pero un día en que estaba buscando un calcetín que había empujado sin querer de una patada debajo de la cama, Willem descubrió su alijo.
—¿Por qué? —le preguntó Willem, al ver que se avergonzaba—. Me parece genial. Menos mal que tú te ocupas de estas cosas.
Aun así, eso hizo que se sintiera vulnerable, pues no era sino una prueba que añadir al grueso expediente que atestiguaba su estricta puntillosidad, así como su irreparable y fundamental incapacidad para ser la clase de persona que intentaba aparentar.
Sin embargo, como le ocurría con muchas otras cosas más, no podía evitarlo. ¿A quién podía decirle que obtenía la misma satisfacción y sensación de seguridad en el poco atractivo Lispenard Street y en la despensa de refugio antiaéreo que en los títulos universitarios y el empleo que poseía? ¿A quién que los ratos que pasaba solo en la cocina eran poco menos que contemplativos, pues se trataba de los únicos momentos en que realmente se relajaba, y su mente dejaba de planificar de antemano los miles de tachones y de pequeñas desviaciones de la verdad, de la realidad, que requería cada una de sus intervenciones en el mundo, con sus habitantes? A nadie, ni siquiera a Willem. Pero había tenido años para aprender a guardarse sus pensamientos; a diferencia de sus amigos, había aprendido a no compartir sus rarezas como un modo de distinguirse de los demás, aunque estaba encantado y orgulloso de que ellos compartieran con él las suyas.
Aquel día tenía previsto pasear hasta el Upper East Side: subiría por West Broadway hacia Washington Square Park, University y Union Square, seguiría por Broadway hasta la Quinta, que recorrería hasta la calle Ochenta y seis, y bajaría de nuevo por Madison hasta la Veinticuatro, allí cruzaría al este hasta Lexington antes de dirigirse al sur y al este una vez más hasta Irving, donde se reuniría con Willem a la puerta del teatro. Hacía meses, casi un año, que no había hecho ese recorrido, pues era muy largo y ya pasaba todos los sábados en el Upper East Side, en una vivienda unifamiliar situada no muy lejos de la casa de los padres de Malcolm, donde daba clases particulares a un niño de doce años llamado Felix. Era mediados de marzo, y Felix y su familia estaban pasando las vacaciones de Semana Santa en Utah, lo que significaba que no corría el peligro de encontrárselos.
El padre de Felix era amigo de unos amigos de los padres de Malcolm, y había sido el padre de su amigo quien le había conseguido el trabajo.
—No te pagan lo suficiente en la Fiscalía, ¿verdad? —le preguntó—. No sé por qué no quieres que te presente a Gavin. —Gavin era un amigo de la facultad del padre de Malcolm que en aquellos momentos presidía uno de los bufetes más poderosos de la ciudad.
—Papá, Jude no tiene ningún interés en trabajar en un bufete —empezó a decir Malcolm, pero su padre siguió hablando como si no lo hubiera oído y Malcolm se encorvó en su silla.
Jude lo compadeció, pero también se enfadó, pues le había pedido que averiguara con discreción si sus padres conocían a alguien que buscara un profesor particular para su hijo.
—Con franqueza, me parece genial que quieras ganarte la vida —le dijo el señor Irvine. Y Malcolm se encorvó aún más en la silla—. Pero ¿tanto necesitas el dinero? No sabía que el gobierno federal pagara tan mal. Ya llevas bastante tiempo trabajando en la administración pública, ¿no? —Sonrió.
Él le devolvió la sonrisa.
—No, si el sueldo no está mal. —Y era cierto. No habría sido suficiente para el señor Irvine o para Malcolm, por supuesto, pero era más dinero del que él había soñado ganar, y cada dos semanas le llegaba en una incesante acumulación de cifras—. Es que estoy ahorrando para la entrada de un piso. —Vio que el rostro de Malcolm se volvía hacia él, y se recordó que debía contarle a Willem esa mentira antes de que Malcolm se lo dijera.
—Oh, eso es estupendo —repuso el señor Irvine. Esa era una meta que él entendía—. En tal caso conozco a alguien.
Ese alguien era Howard Baker, quien tras una entrevista de quince minutos lo contrató para que le diera a su hijo clases particulares de latín, matemáticas, alemán y piano. (Se preguntó por qué el señor Baker no contrataba a profesionales para cada asignatura, ya que podía permitírselo, pero no dijo nada). Lo sentía por Felix, que era un chico menudo y poco agraciado, y tenía la costumbre de hurgarse una de las fosas nasales con el índice hasta que se acordaba de dónde estaba, entonces lo sacaba rápidamente y se lo frotaba en los tejanos. Ocho meses después todavía no tenía claro si Felix tenía potencial. Tonto no era, pero le faltaba pasión, como si a los doce años se hubiera resignado a que la vida fuera decepcionante y a que él también lo fuera para los demás. Todos los sábados lo esperaba, puntual a la una con los deberes hechos, y respondía obediente a todas las preguntas sus respuestas siempre terminaban con un ansioso e interrogante registro de agudos, como si hasta la más simple («Salve, Felix, quid agis?». «Um… bene?») fuera una intricada adivinanza. Sin embargo, el chico nunca hacía preguntas, y cuando Jude quería saber si había algún tema del que quisiera hablar en cualquier idioma, Felix se encogía de hombros y mascullaba desplazando el dedo a la nariz. Al despedirse al final de la tarde, Felix levantaba la mano con languidez antes de desaparecer de nuevo en la entrada y a Jude siempre le daba la impresión de que el chico nunca salía de casa y que jamás invitaba a amigos. Pobre Felix. Su mismo nombre era un insulto.
El mes anterior el señor Baker había expresado su intención de hablar con él al finalizar la clase, así que cuando Jude se despidió de Felix, siguió a la doncella hasta el gabinete. Su cojera era muy pronunciada ese día, y se sintió cohibido; tenía la sensación, como a menudo le ocurría, de estar interpretando el papel de tutor empobrecido en un drama dickensiano.
Esperaba alguna muestra de impaciencia o de ira por parte del señor Baker, aunque a Felix le iba mejor en el colegio, y Jude se preparó para defenderse si era necesario —el señor Baker le pagaba más de lo que esperaba y ya había hecho planes para gastar el dinero que ganaba allí—, pero al entrar le señaló con la cabeza la silla situada frente al escritorio.
—¿Qué cree que le pasa a Felix? —le preguntó.
Jude no esperaba esa pregunta y tuvo que reflexionar antes de contestar.
—No creo que le pase nada, señor —señaló con cuidado—. Creo que sencillamente no es… —Estaba a punto de decir «feliz», pero ¿qué era la felicidad si no un lujo, un estado imposible de alcanzar, en parte por lo difícil que resultaba expresarla? No recordaba haber sido capaz de definir la felicidad en su niñez; solo había habido miseria y miedo o ausencia de miseria y miedo, y eso último era todo lo que necesitaba o quería—. Creo que es tímido —concluyó.
El señor Baker gruñó; era evidente que esa no era la respuesta que esperaba.
—Pero a usted le gusta, ¿no? —le preguntó con un tono tan extrañamente desesperado y vulnerable que a Jude le sobrevino una profunda tristeza, tanto por Felix como por el propio señor Baker. ¿Así era ser padre? ¿Así era ser hijo de un padre como el señor Baker? Tanta infelicidad, tantas decepciones, tantas expectativas no expresadas e incumplidas.
—Por supuesto —respondió.
El señor Baker suspiró y le dio el talón que solía entregarle la doncella al salir.
La semana siguiente Felix no quiso tocar la partitura asignada como tarea; estaba más inquieto que de costumbre.
—¿Tocamos otra cosa? —le preguntó Jude.
Felix se encogió de hombros. Jude reflexionó.
—¿Quieres que toque algo para ti? —sugirió.
Felix volvió a encogerse de hombros y él se puso a tocar, porque era un piano bonito y a veces, mientras observaba cómo los dedos de Felix se desplazaban sobre sus maravillosas teclas lisas, anhelaba estar allí solo y dejar que las manos se movieran sobre su superficie lo más deprisa posible.
Tocó la Sonata 50 en re mayor de Haydn, una de sus piezas favoritas, tan alegre y agradable que creyó que les levantaría el ánimo a los dos. Sin embargo, cuando terminó y vio al niño callado a su lado, se sintió avergonzado, tanto por el arrogante y enfático optimismo de Haydn como por su propio arrebato autoindulgente.
—Felix —empezó a decir, pero se interrumpió. El niño esperó callado—. ¿Pasa algo?
Y entonces, para su asombro, Felix se echó a llorar y él intentó consolarlo rodeándolo con un brazo.
—Felix —dijo fingiendo que era Willem, que habría sabido exactamente qué hacer y qué decir sin pensar siquiera en ello—. Todo se arreglará. Te lo prometo, todo se arreglará. —Pero Felix no hizo sino llorar con más fuerza.
—No tengo amigos —dijo entre sollozos.
—Oh, Felix. Lo siento —respondió él, y su compasión, que hasta entonces había sido distante, se hizo más nítida.
En ese momento percibió con claridad la soledad de Felix; la soledad de un sábado junto un abogado tullido de casi treinta años que estaba allí solo por dinero y que esa noche se reuniría con sus amigos, a los que quería y que lo querían, y lo dejaría solo con una madre —la tercera mujer del señor Baker— que casi nunca estaba en casa y con un padre convencido de que el chico tenía algún problema, algo que había que arreglar. Más tarde, al regresar a casa andando (si hacía buen tiempo, rechazaba el coche del señor Baker y volvía caminando), se asombró de lo injusto de la situación: Felix, que por definición era un chico mejor de lo que él había sido, y que sin embargo no tenía amigos, y él, que no era nadie pero los tenía. «Felix, ya verás cómo con el tiempo tendrás amigos», le dijo. «Pero ¿cuándo?», gimió Felix, con tanto anhelo que él hizo una mueca. «Pronto, te lo prometo», le aseguró dándole unas palmaditas en la espalda delgada. Y Felix asintió, aunque cuando más tarde lo acompañó a la puerta con su pequeño rostro de lagartija aún más reptiliano por las lágrimas, él tuvo la clara impresión de que el chico sabía que mentía. ¿Cómo iba a saber él si Felix haría amigos algún día? La amistad, el compañerismo, a menudo desafiaban la lógica eludiendo a quienes lo merecían y asentándose en los bichos raros, los malos, los peculiares y los dañados. Dijo adiós a la pequeña espalda de Felix, que ya se estaba retirando por la puerta, y aunque nunca se lo habría confesado, intuyó que esa era la razón de la languidez del chico: porque ya lo había comprendido hacía mucho; porque ya lo sabía.
Hanya Yanagihara
TAN POCA VIDA
Lumen, Barcelona, 2016, pp. 123-133

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