En el año 1946 el invierno fue muy
largo. Aunque estábamos en el mes de abril, un viento helado soplaba por las
calles de la ciudad. En el cielo, las nubes cargadas de nieve se movían
amenazadoras.
Un hombre llamado Drioli se mezclaba
entre la gente del paseo de la rué de Rivoli. Tenía mucho frío, embutido como
un erizo en un abrigo negro, saliéndole sólo los ojos por encima del cuello
subido.
Se abrió la puerta de un restaurante y
el característico olor de pollo asado le produjo una dolorosa punzada en el estómago.
Continuó andando, mirando sin interés las cosas de los escaparates: perfumes,
corbatas de seda, camisas, diamantes, porcelanas, muebles antiguos y libros
ricamente encuadernados. Después vio una galería de pintura. Siempre le
gustaron las galerías de pintura. Esta tenía un solo lienzo en el escaparate.
Se detuvo a mirarlo y se volvió para seguir adelante, pero tornó a pararse y
miró de nuevo. De repente se apoderó de él un pequeño desasosiego, un
movimiento en su recuerdo, un conjunto de algo que había visto antes en alguna
parte. Miró otra vez; era un paisaje, un grupo de árboles tremendamente
inclinados hacia una parte, como azotados por el viento, el cielo gris oscuro,
de tormenta. En el marco había una pequeña placa que decía: Chaim Soutine (1894-1943).
Drioli miró el cuadro, pensando
vagamente por qué le parecía familiar. Pintura estrambótica, pensó. Extraña y
atrevida, pero me gusta... Chaim Soutine... Soutine...
—¡Dios mío! —gritó de repente—. ¡Mi
pequeño calmuco, eso es! ¡Mi pequeño calmuco, uno de sus cuadros en la mejor
tienda de París! ¡Imagínate!
El viejo acercó más su rostro a la
ventana. Recordaba al muchacho, sí, lo recordaba muy bien, pero ¿cuándo? Eso ya
no era tan fácil de recordar. Hacía mucho tiempo. ¿Cuánto? Veinte, no, más:
casi treinta años, eso es, fue un año antes de la guerra, la primera guerra, en
1913, y Soutine, el pequeño y feo calmuco, un muchacho adulto que le gustaba
mucho y al que casi amaba por ninguna razón que él supiera, excepto la de que
pintaba.
Ahora recordaba mejor: la calle, los
cubos de basura alineados, su mal olor, y los gatos recorriendo los cubos de
uno en uno. Luego, aquellas mujeres gordas sentadas en los portales de la calle.
¿Qué calle? ¿Dónde vivía el chico?
La Cité Falaguiére. ¡Eso era! El hombre
movió la cabeza varias veces, contento de recordar el nombre. Tenía un estudio
con una sola silla, y el sucio jergón que el muchacho usaba para dormir, las
fiestas que acababan en borracheras, el vino blanco barato, las terribles
peleas, y siempre, siempre, el rostro amargo y adusto de aquel muchacho absorto
en su trabajo.
Era extraño, pensaba Drioli, con qué
facilidad recordaba estas cosas ahora y cómo los recuerdos se enlazaban tan
estrechamente.
Por ejemplo, aquello del tatuaje, fue
realmente una tontería, una locura. ¿Cómo empezó? ¡Ah, sí! Un día había hecho
un buen negocio y había comprado mucho vino. Se veía a sí mismo entrar en el
estudio con un paquete de botellas bajo el brazo. El chico estaba sentado
delante del caballete, y la esposa de Drioli, en el centro de la habitación,
posaba para él.
—Hoy vamos a celebrar algo —dijo.
—¿Qué hay que celebrar? —preguntó el
muchacho sin mirarle—. ¿Has decidido divorciarte de tu esposa para que se case
conmigo?
—No —dijo Drioli—, vamos a celebrar que
he ganado una gran cantidad de dinero trabajando.
—Y yo no he ganado nada, celebraremos
también eso.
—Si tú quieres, de acuerdo.
Drioli estaba junto a la mesa abriendo
el paquete. Estaba cansado y tenía ganas de beber vino. Nueve clientes, era
estupendo, pero sus ojos no podían mantenerse abiertos. Nunca había tenido
tantos, nueve soldados ebrios, y lo mejor era que siete habían pagado al
contado. Esto le convertía en una persona rica, pero el trabajo era terrible
para los ojos. La fatiga le obligaba a tenerlos casi cerrados. Los tenía
terriblemente enrojecidos. Sentía mucho dolor bajo el globo de los ojos. Pero
ahora ya estaba libre y era rico como un cerdo y en el paquete había tres
botellas, una para su esposa, otra para su amigo y otra para él. Cogió un
sacacorchos y fue descorchando las botellas. El muchacho bajó su pincel.
—¡Dios mío! —dijo—. ¿Cómo voy a
trabajar así? La chica cruzó la habitación para ver el cuadro. Drioli también
fue hacia allí, llevando una botella en una mano y un vaso en la otra.
—¡No! —gritó el chico, poniéndose
colorado—. ¡Por favor, no!
Cogió el lienzo del caballete y lo puso
contra la pared, pero Drioli ya lo había visto.
—Me gusta.
—Es horrible.
—Es maravilloso, como todos los que tú
pintas, es fantástico. Me gustan todos.
—Lo único que pasa es que no son
nutritivos. No me los puedo comer.
—De cualquier forma, son maravillosos.
Drioli le tendió un vaso de vino blanco.
—Bebe —dijo—, te sentirás mejor.
Nunca había encontrado una persona más
desgraciada, con la cara tan triste. Se había fijado en él en un café, unos
siete meses antes, bebiendo solo, y como parecía ruso o por lo menos algo
asiático, se había sentado en su mesa y entablado conversación.
—¿Es usted ruso?
—Sí.
—¿De dónde?
—De Minsk.
Drioli dio un brinco y le abrazó,
diciéndole que él también había nacido en aquella ciudad.
—No fue en Minsk exactamente —había
declarado el muchacho—, pero muy cerca.
—¿Dónde?
—Smilovichi, a diecinueve kilómetros.
—¡Smilovichi! —había exclamado Drioli,
abrazándole otra vez—, allí fui varias veces cuando era niño.
Luego se sentó otra vez, mirando con
cariño el rostro de su compañero.
—¿Sabe una cosa? —le había dicho—, no
parece un ruso del oeste, parece un tártaro o un calmuco.
Ahora Drioli miraba otra vez al
muchacho mientras bebía su vaso de vino. Sí, tenía la cara de un calmuco: muy
ancha, de pómulos salientes y con la nariz aplastada y gruesa. La anchura de
las mejillas se acentuaba en las orejas, que sobresalían de la cabeza. Tenía
ojos pequeños, el pelo negro y la boca gruesa y adusta de un calmuco; pero lo
más sorprendente eran las manos, tan pequeñas y blancas como las de una mujer,
de dedos pequeños y delgados.
—Sírvanse más —dijo el chico—, si lo
celebramos vamos a hacerlo bien.
Drioli sirvió el vino y se sentó en una
silla. El muchacho se sentó en su viejo lecho con la esposa de Drioli.
Colocaron las tres botellas en el suelo.
—Esta noche beberemos hasta que no podamos
más —dijo Drioli—. Soy inmensamente rico. Creo que voy a salir a comprar más
botellas. ¿Cuántas compro?
—Seis más —contestó el chico—: dos para
cada uno.
—Bien. Voy a buscarlas.
—Yo te acompañaré.
En el café más próximo compró Drioli
seis botellas de vino blanco y las llevaron al estudio. Las colocaron en el
suelo en dos filas. Drioli sacó el sacacorchos y descorchó las seis botellas;
luego se sentaron y continuaron bebiendo.
—Sólo los muy ricos pueden celebrar las
cosas de este modo —dijo Drioli.
—Tienes razón —dijo el chico—. ¿Verdad
que sí, Josie?
—Claro.
—¿Cómo te sientes, Josie?
—Muy bien.
—¿Dejarás a Drioli y te casarás
conmigo?
—No.
—Un vino excelente —dijo Drioli—, es un
privilegio beberlo.
Lenta y metódicamente empezaron a
emborracharse. El proceso era rutinario, pero de todas formas había que
observar una cierta ceremonia y mantener la gravedad. Había muchas cosas por
decir y luego repetir de nuevo, el vino debía ser alabado y la lentitud era muy
importante también, para que hubiera tiempo de saborear los tres deliciosos
períodos de transición, especialmente (para Drioli) el momento en que empezaba
a flotar en el ambiente, como si los pies no le pertenecieran. Este era el
mejor momento de todos, cuando miraba sus pies y estaban tan lejos que dudaba
sobre a quién podrían pertenecer y por qué estaban de aquella forma en el
suelo.
Después de algún tiempo se levantó a
encender la luz. Se sorprendió mucho al ver que los pies le seguían adonde iba,
especialmente porque no los sentía tocar el suelo. Tenía la agradable
sensación de que caminaba por el aire. Luego empezó a dar vueltas por la
habitación, mirando de soslayo los lienzos que había en las paredes.
—Oye —dijo por fin—, tengo una idea.
Fue hacia el jergón y se detuvo.
Fue hacia el jergón y se detuvo.
—Óyeme, pequeño calmuco.
—¿Qué?
—Tengo una idea estupenda. ¿Me
escuchas?
—Estoy escuchando a Josie.
—Óyeme, por favor, tú eres mi amigo, mi
pequeño y feo calmuco de Minsk y para mí eres tan buen artista que me gustaría
tener un cuadro, un cuadro precioso...
—Coge todos los que te gusten, pero no
me interrumpas cuando estoy hablando con tu esposa.
—No, no. Oye: yo quiero decir un cuadro
que lo tenga siempre conmigo, un cuadro tuyo.
Dio un paso adelante y golpeó al
muchacho en la rodilla.
—Óyeme, por favor.
—Escucha lo que te dice —dijo la chica.
—Se trata de lo siguiente: quiero que
pintes un cuadro sobre mi piel, en mi espalda, que tatúes lo que has pintado,
para que permanezca siempre.
—Eso es una idea disparatada.
—Te enseñaré a tatuar, es fácil. Un
niño puede hacerlo.
—Yo no soy ningún niño.
—Por favor...
—Estás completamente loco. ¿Qué es lo
que quieres? El pintor miró sus ojos, brillantes por el vino.
—En nombre del Cielo. ¿Qué es lo que
quieres?
—Tú lo puedes hacer muy fácilmente.
¡Puedes! ¡Puedes!
—¿Quieres decir con tatuaje?
—¡Sí, con tatuaje! Te enseño en dos
minutos.
—¡Imposible!
—¿Insinúas que no sé de lo que estoy
hablando?
No, el chico no podía decir eso porque
si alguien sabía de tatuajes, ese alguien era, desde luego, Drioli. ¿No había
cubierto por completo el mes pasado el estómago de un hombre con un magnífico
dibujo compuesto de flores? ¿Y aquel cliente de tanto pelo en el pecho al que
le había tatuado un oso de forma que el pelo pareciese la piel de la bestia?
¿No había tatuado una chica en el brazo de un hombre de tal forma que cuando
flexionaba el músculo la chica se movía con sorprendentes contorsiones?
—Lo único que digo —contestó el chico—
es que has bebido y ésta es una idea de borracho.
—Josie podría ser nuestra modelo.. Un
cuadro de Josie en mi espalda. ¿No se me permite tener un cuadro de Josie en la
espalda?
—¿De Josie?
—Sí.
Drioli sabía que la sola mención de su
esposa haría que los gruesos labios del chico se entreabriesen y empezasen a
temblar.
—No —dijo la chica.
—¡Josie, querida, por favor! Coge una
botella y termínala, luego te sentirás más generosa. Nunca en mi vida he
tenido una idea mejor.
—¿Qué idea?
—Que me haga un retrato tuyo en la
espalda. ¿No me está permitido?
—¿Un retrato mío?
—Desnuda —dijo el chico—, es una
excelente idea.
—Desnuda no —protestó ella.
—Es una idea fantástica —dijo Drioli.
—Una locura —arguyó la chica.
—De cualquier forma, es una idea —dijo
el chico—, es una idea digna de celebración.
Se bebieron otra botella. Luego el
chico dijo:
—No, no quiero utilizar el tatuaje. Sin
embargo, pintaré el retrato en tu espalda y lo tendrás hasta que tomes un baño
y te laves. Si no tomas el baño en tu vida, lo tendrás siempre, mientras vivas.
—No —dijo Drioli.
—Sí, y el día que decidas bañarte,
sabré que ya no valoras mi pintura. Será una prueba de tu admiración por mi
arte.
—No me gusta la idea —dijo la chica—,
su admiración por tu arte es tan grande que estaría sucio muchos años. Hazlo
con tatuaje, pero no desnuda.
—Pues entonces un retrato —dijo Drioli.
—No lo podré hacer.
—Es facilísimo. Te voy a enseñar en dos
minutos, ya verás. Voy a buscar los instrumentos, las agujas y las tintas.
Tengo tintas de muchos colores, tantos como tú puedas tener en pintura y mucho
más vivos...
—Es imposible.
—Tengo muchas tintas, ¿verdad que sí,
Josie?
—Sí.
—Ya verán, voy a buscarlas.
Se levantó de su silla y salió de la
habitación.
Al cabo de media hora volvió.
—Lo he traído todo —gritó, enseñándole
una maletín marrón —, todo lo que necesitas para tatuar está en esta maleta.
La puso sobre la mesa, la abrió y sacó
las agujas eléctricas y las botellitas de tinta de color. Llenó la aguja
eléctrica, la tomó en su mano y presionó un botón. Hizo un sonido y la aguja
empezó a vibrar rápidamente, moviéndose alternativamente de arriba abajo. Se
quitó la chaqueta y se subió la manga izquierda.
—Mira, obsérvame y verás lo fácil que
es. Haré un dibujo en mi brazo, aquí.
Su antebrazo ya estaba cubierto de
marcas azules, pero eligió un claro en la piel para hacer su demostración.
—Primero elijo la tinta; usaré una de
azul corriente; e introduzco la punta de la aguja en la tinta..., así..., luego
la introduzco suavemente en la superficie de la piel..., de este modo, y con la
ayuda del pequeño motor y de la electricidad la aguja salta arriba y abajo
pinchando la piel de tal manera que la tinta entra y éste es todo el truco.
Fíjate qué fácil es..., mira cómo dibujo un galgo en mi brazo.
El chico parecía intrigado.
—Déjame practicar... en tu brazo.
Empezó a dibujar con una aguja líneas
azules en el brazo de Drioli.
— Es muy simple — dijo—, es como
dibujar con pluma y tinta. La única diferencia es que es más lento.
—No es nada difícil. ¿Estás preparado?
¿Empezamos?
—En seguida.
—¡La modelo! —gritó Drioli—. ¡Josie,
ven!
Ahora estaba entusiasmado, recorriendo la habitación y arreglándolo todo, preparándose como un niño para un nuevo juego.
Ahora estaba entusiasmado, recorriendo la habitación y arreglándolo todo, preparándose como un niño para un nuevo juego.
—¿Dónde quieres que pose?
—Que se ponga allí, delante de mi
tocador. Que se cepille el pelo. La pintaré con el pelo suelto sobre los
hombros, cepillándoselo.
—¡Fantástico! Eres un genio.
De mala gana, la chica fue hacia el
tocador, llevándose con ella el vaso de vino.
Drioli se quitó la camisa y los pantalones.
Se quedó en calzoncillos y zapatos, balanceándose ligeramente. Su pequeño
cuerpo era blanco, casi lampiño.
—Bueno —dijo—. Yo soy el lienzo. ¿Dónde
me pones?
—Como siempre, en el caballete. No creo
que sea tan difícil.
—No seas tonto. Yo soy el lienzo.
—Entonces ponte en el caballete, ése es
tu sitio.
—¿Cómo?
—¿Eres o no eres el lienzo?
—Sí. Ya empiezo a sentirme como un
lienzo.
—Entonces ponte en el caballete. No
creo que sea tan complicado.
—Pero eso no es posible.
—Entonces siéntate en la silla. Hazlo
al revés, para que puedas apoyar tu mareada cabeza en el respaldo. Date prisa
porque voy a empezar.
—Estoy preparado, cuando quieras.
—Primero —dijo el muchacho—, haré un
dibujo normal y si me gusta lo tatuaré.
Con un pincel gordo empezó a pintar en
la desnuda piel del hombre.
—¡Ay, ay! —gritó Drioli—. Un horrible
ciempiés camina por mi espina dorsal.
—¡Estate quieto ahora! ¡Quieto!
El muchacho trabajaba con rapidez
trazando unas finas líneas azules para no dificultar el tatuaje. De tal forma
se concentró al pintar que parecía como si su borrachera hubiera desaparecido
por completo. Daba ligeros toques a su dibujo con mano certera y en menos de
media hora había terminado.
—Bueno —dijo a la chica—. Ya está.
Ella volvió inmediatamente al jergón,
se recostó y quedó completamente dormida.
Drioli no se durmió. Observó cómo cogía
el muchacho la aguja y la introducía en la tinta, luego sintió un pinchazo en la piel de la espalda. El dolor, que era desagradable, pero no extremo, le
impidió dormir. Siguiendo el recorrido de la aguja y viendo los diferentes
colores de tinta que el muchacho iba usando, Drioli se divertía tratando de
adivinar lo que pasaba detrás de él. El chico trabajaba con asombrosa
intensidad. Estaba completamente absorto en la pequeña máquina y en los efectos
que producía.
La máquina zumbaba en la madrugada y el
muchacho trabajaba afanosamente. Drioli recordaba que cuando al fin el artista
dijo "¡Ya está!", la luz se filtraba por la ventana y se oía gente por la calle.
—Quiero verlo —dijo Drioli.
El muchacho le tendió un espejo y
Drioli ladeó un poco el cuello para mirar.
—¡Santo cielo! —exclamó.
Era algo asombroso. Toda su espalda,
desde los hombros hasta el final de la espina dorsal, era una mezcla de colores
—dorado, verde, azul, negro y escarlata—. El tatuaje estaba tan concienzudamente
hecho que parecía un cuadro. El chico había seguido lo más estrechamente su
dibujo haciéndolo a conciencia y era maravilloso el modo en que había usado la
espina dorsal y la parte saliente de los hombros para que formaran parte de la
composición. Es más, se ¡as había arreglado para añadir al dibujo una extraña
espontaneidad. El tatuaje tenía vida; mantenía aquel sentimiento de tortura tan
característico de todas las obras de Soutine. No era un retrato, era más bien
un aspecto de la vida. El rostro de la modelo se veía vago y perdido, y como
fondo unas curiosas pinceladas de verde que le daban un aspecto exótico.
—¡Es fantástico!
—A mí también me gusta.
El muchacho retrocedió unos pasos
examinándolo atentamente.
—¿Sabes una cosa? Me parece que es tan
bueno que lo voy a firmar.
Y tomando de nuevo una aguja inscribió
su nombre con tinta roja en la parte derecha, encima del riñón de Drioli.
El viejo Drioli miraba el cuadro en el
escaparate de la exposición. Aquello había sucedido hacía tanto tiempo que le
parecía que pertenecía a otra vida.
¿Y el chico? ¿Qué había sido de él?
Ahora recordaba que cuando volvió de la guerra —la Primera Guerra Mundial—, lo
echó mucho de menos y había preguntado a Josie por él.
—Se ha ido —contestó ella—. No sé
dónde, pero oí decir que un marchante lo había mandado a Céret para que pintara
más cuadros.
—Quizá vuelva.
—Puede ser. ¡Quién sabe!
Esa fue la última vez que lo
mencionaron. Poco tiempo después se fueron a Le Havre, donde había marineros y
por lo tanto el negocio iba mejor. El viejo sonrió al recordar Le Havre.
Aquellos fueron unos años muy agradables, entre las dos Guerras; su tienda
estaba cerca de los muelles y siempre tenía mucho trabajo. Todos los días tres,
cuatro y cinco marineros venían a que les tatuara los brazos. Aquéllos fueron
unos años agradables, en verdad.
Luego vino la Segunda Guerra, a Josie
la mataron y con la llegada de los alemanes terminó su trabajo. Ya nadie quería
tatuajes en los brazos y entonces ya era demasiado viejo para emprender otra
clase de trabajo. En su desesperación había vuelto a París con la vana
esperanza de que las cosas le irían mejor en una ciudad grande, pero no fue
así.
Ahora que la guerra había terminado, no
tenía ni los medios ni la energía para empezar de nuevo con su pequeño negocio.
No era fácil para un viejo saber lo que tenía que hacer, especialmente si no le
gustaba mendigar. Sin embargo, ¿cómo podría subsistir de otro modo?
Bien, pensó, mirando el cuadro otra
vez, aquí está mi pequeño calmuco. ¡Qué fácilmente un pequeño objeto puede
recordar tantas cosas dormidas en el interior! Hasta hacía breves instantes
había olvidado que tenía un tatuaje en su espalda. Hacía mucho tiempo que se
acordaba de él. Acercó más la cara al escaparate y miró la exposición. Había
muchos cuadros en las paredes y todos ellos parecían ser obra del mismo
artista. Había mucha gente paseando por allí. Se veía claramente que era una
exposición extraordinaria.
En un repentino impulso Drioli se
decidió, empujó la puerta de la galería y entró.
Era un local alargado, con el sucio
cubierto por una alfombra de color rojo oscuro y, ¡Dios mío!, ¡qué bien y qué
caliente se estaba allí! Había bastante gente mirando los cuadros, gente digna
y respetable, casi todos ellos llevando en su mano el catálogo. Drioli se quedó
al lado de la puerta, mirando con nerviosismo a su alrededor, dudando en seguir
adelante y mezclarse con aquella gente. Pero antes de que se decidiera, oyó una
voz a su lado que decía:
—¿Qué desea usted?
El que le hablaba llevaba un abrigo
negro azabache. Era grueso y pequeño y tenía la cara muy blanca. Sus mejillas
tenían tanta carne que le caía por ambos lados cié la boca como un perro de
aguas. Se acercó más a Drioli y le elijo:
—¿Qué desea usted?
Drioli no se movió.
Drioli no se movió.
—Por favor —-insistió el hombre—, salga
de esta exposición.
—¿No puedo mirar ¡os cuadros?
—Le he pedido que se marche.
Drioli no se movió. De repente se
sintió terriblemente ultrajado.
—No quiero escándalos —dijo el hombre—,
venga por aquí.
Puso su gruesa mano en el hombro de
Drioli y empezó a empujarle hacia la puerta. Aquello le decidió.
—¡Quíteme las manos de encima! —gritó.
Su voz se oyó claramente en la sala y
todos los rostros se volvieron para ver a la persona que había armado tal
escándalo. Uno de los empleados se recobró prestamente para ayudar en caso
necesario y entre los dos hombres llevaron a Drioli hasta la puerta. La gente
no se movía observando los acontecimientos. Sus caras parecían decir: «No hay
ningún peligro, ya se han hecho cargo de él.»
—¡Yo también! —gritaba Drioli—. ¡Yo
también tengo un cuadro suyo! ¡Era mi amigo y yo tengo un cuadro de él que me
regaló!
—¡Está loco!
—Un lunático, un lunático rabioso.
—Alguien debería llamar a la policía.
Con un rápido movimiento del cuerpo,
Drioli se desasió de los dos hombres y corrió hacia el centro del local,
gritando:
—¡Se lo enseñaré! ¡Se lo enseñaré!
Se quitó el abrigo, la chaqueta y la
camisa y se volvió con la espalda desnuda hacia la gente.
—¡Aquí! —gritó desesperadamente—. ¿Lo
ven? ¡Aquí está!
De repente se callaron, presas de un
vergonzoso asombro. Miraban el retrato tatuado. Allí estaba con sus brillantes
colores; aunque la espalda del viejo era más estrecha ahora, los salientes de
los hombros más pronunciados y el efecto, aunque no era espectacular, le daba a
la pintura una curiosa textura arrugada y blanda.
Alguien dijo:
—¡Dios mío, es verdad!
Entonces vino la excitación y el sonido
de voces, mientras la gente cercaba al pobre viejo.
—¡Es inconfundible!
—Su primer estilo, ¿verdad?
—¡Es fantástico!
—¡Mire, está firmado!
—Eche los hombros hacia adelante, por
favor, para que la pintura se ponga tirante.
—Es viejo. ¿Cuándo lo pintó?
—En 1913 —dijo Drioli, sin volverse—,
en otoño de 1913.
—¿Quién enseñó a Soutine a tatuar?
—Yo mismo.
—¿Y la mujer?
—Era mi esposa.
El propietario de la sala se abrió paso
entre la gente hacia Drioli. Ahora estaba tranquilo, muy serio, con una sonrisa
en los labios.
—Señor —dijo—, yo se lo compro.
Drioli observaba cómo se movían las
carnes de sus mejillas al mover la mandíbula.
—Digo que se lo compro, señor.
—¿Cómo lo va a comprar? —preguntó
Drioli, suavemente.
—Le doy doscientos mil francos por él.
Los ojos del comerciante eran pequeños y oscuros y su mirada astuta.
—¡No lo consienta! —murmuró alguien de
los espectadores—. ¡Vale veinte veces más que eso!
Drioli abrió la boca para hablar, pero
no le salió ni un sonido, así que la cerró de nuevo. Luego habló lentamente:
—¿Pero cómo voy a venderlo?
Su voz tenía toda la tristeza del
mundo.
—¡Sí! —decían algunas voces—. ¿Cómo lo
va a vender? Es parte de su cuerpo.
—Oiga —dijo el comerciante
acercándosele más—. Le ayudaré, le haré rico. Juntos podremos llegar a un
acuerdo sobre este cuadro. ¿Verdad?
Drioli le observó con aprensión en sus
ojos.
—Pero ¿cómo lo va a comprar, señor?
¿Qué hará cuando lo haya comprado? ¿Dónde lo guardará hoy?, ¿y mañana?
—Ah, ¿dónde lo guardaré? Sí, ¿dónde lo
guardaré?, ¿dónde? Veamos...
El comerciante se llevó ambas manos a
la frente.
—Parece ser que si me quedo con el
cuadro, me quedo también con usted. Esto es una desventaja. En realidad el
cuadro no tiene valor hasta que usted no muera. ¿Cuántos años tiene, amigo mío?
—Sesenta y uno.
—Pero no está muy fuerte, ¿verdad?
El comerciante bajó la mano de la
frente y miró a Drioli de arriba abajo, como un granjero a un caballo viejo.
—Esto no me gusta nada —dijo Drioli,
haciendo ademán de marcharse—; francamente, señor, no me gusta esto.
Echó a andar, pero sólo para caer en brazos
de un caballero de elevada estatura que le tomó suavemente de los hombros.
Drioli miró en derredor disculpándose. El desconocido le sonrió al tiempo que
le daba unos golpecitos en el hombro desnudo con la mano embutida en un guante
amarillo canario.
—Escuche, buen hombre —dijo el
desconocido, todavía sonriente—. ¿Le gusta nadar y tomar baños de sol? Drioli
le miró un poco asustado.
—¿Le gusta la comida escogida y el vino
tinto de los grandes castillos de Burdeos?
El hombre todavía sonreía, enseñando una
hilera de blancos y pulidos dientes. Hablaba suavemente, puesta todavía su mano
enguantada en el hombro de Drioli.
—¿Le gustan esas cosas?
—Pues..., sí —contestó Drioli, bastante
perplejo.
—¿Y la compañía de mujeres bonitas?
—¿Por qué no?
—¿Y un armario lleno de trajes y
camisas hechas a medida? Parece que no anda usted demasiado bien de trajes.
Drioli miraba al hombre, esperando el
resto de su proposición.
—¿Le han hecho alguna vez zapatos a
medida?
—No.
—¿Le gustaría?
—Pues...
—Pues...
—¿Y que alguien le afeitase por las
mañanas y le arreglase el pelo?
Drioli empezó a bostezar.
—¿Y una atractiva manicura?
Alguien trataba de contener la risa.
Alguien trataba de contener la risa.
—-¿Y la campanilla junto a la cama para
llamar a la doncella y que le traiga el desayuno? ¿Le gustaría todo eso, amigo
mío? ¿No le apetece?
Drioli le miró atentamente.
—Soy el propietario del Hotel Bristol,
de Cannes. Le invito a que venga y sea mi invitado el resto de sus días con
todo el lujo y confort.
Hizo una pausa para que Drioli tuviera
tiempo de saborear ese programa.
—Su único trabajo, que se puede llamar
placer, consistirá en que pase su tiempo en la playa entre mis invitados,
tomando el sol, nadando, bebiendo cócteles. ¿Qué le parece? ¿Le gusta la idea,
señor? ¿No lo comprende? Así todos mis invitados podrán admirar este fascinante
retrato de Soutine. Se convertirá usted en un hombre famoso y la gente dirá:
«Mira, ése es el que lleva un cuadro de diez millones de francos en la
espalda.» ¿Le gusta esta idea, señor? ¿Le gusta?
Drioli miró al hombre, dudando todavía,
por si acaso era una broma.
—Es cómico, pero, realmente, ¿habla en
serio?
—Claro que sí.
—Oiga —interrumpió el marchante—, aquí
está la respuesta a nuestro problema. Yo compro su cuadro tatuado y hago que un
buen cirujano le quite la piel de la espalda y entonces usted podrá disfrutar
de la gran suma de dinero que yo le daré.
—¿Sin la piel en la espalda?
—¡Oh, no! No me ha comprendido. Este
cirujano le pondrá otra piel en lugar de la del cuadro, eso es fácil.
—¿Se puede hacer?
—Sí. No pasa nada.
—¡Imposible! —dijo el caballero de los
guantes amarillo canario—, es demasiado viejo para esa operación, le mataría.
—¿Me mataría?
—Naturalmente, usted no sobreviviría y
sólo la pintura se salvaría.
—¡En el nombre de Dios! —gritó Drioli,
mirando espantado a la gente que le observaba.
En el silencio que siguió, otra voz de
hombre se dejó oír entre el grupo:
—Quizá si alguien le ofreciera a este
hombre mucho dinero consentiría en que le mataran. ¿Quién sabe?
Algunos soltaron una risita. El
marchante golpeó la alfombra con los pies, incómodo.
La mano con el guante amarillo canario
empezó a golpear de nuevo a Drioli en el hombro.
—Bueno —le dijo el caballero con una
amplia sonrisa—. Usted y yo iremos a comer juntos y hablaremos mientras
comemos. ¿Qué tal? ¿Tiene usted apetito?
Drioli le observó temblando. No le
gustaban los modos de aquel hombre que se inclinaba hacia él al hablarle, como
una serpiente.
—Pato asado y Chambertin —fue
enumerando el hombre—.Y quizá un soufflé de castañas, ligero
y espumoso.
Puso un acento extraño en sus palabras,
como aplastándolas con la lengua.
—¿Cómo le gusta el pato? —continuó el
caballero—. ¿Le gusta muy asado y crujiente por fuera, o bien...?
—Iré —dijo repentinamente Drioli.
Ya había recogido su camisa y se la
estaba poniendo por la cabeza.
—Espéreme, señor, voy con usted.
En un momento había desaparecido de la
exposición con su nuevo patrón.
Al cabo de pocas semanas, un cuadro de
Soutine, un busto de mujer, pintado de una extraña forma, bien enmarcado y
barnizado, se puso a la venta en Buenos Aires. Esto, unido al hecho de que en
Carmes no existe ningún hotel llamado Bristol, hace pensar un poco y nos hace
desear ardientemente que en cualquier lugar en que se encuentre ese pobre
viejo, tenga en estos momentos una bonita manicura que le arregle las uñas y
una doncella que le traiga el desayuno a la cama, todas las mañanas.
CUENTOS
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