jueves, 8 de septiembre de 2016

Paul Brito / Mar y espejo


Paul Brito
Mar y espejo

Las aguas han entrado hasta el alma.
 Salmo 69

Es el primer recuerdo que poseo. Mi madre lavaba en el mar a mi hermana y mi padre hablaba animadamente de fútbol con un vecino de carpa, cuando me perdí por primera vez. Es curioso que un extravío sea el primer punto de referencia en el mapa de mi memoria. Tendría unos tres años y jugaba a no dejarme tocar los pies del agua. Cuando alcé la vista, mi familia no estaba por ningún lado. Había mucha gente y el mar parecía más grande que antes. Mi reacción fue dirigirme enseguida al hotel donde estábamos hospedados, o hacia donde intuía que se encontraba. En el camino un amigo de mi papá me reconoció: “¡Muchacho, te están buscando tus padres!”, y me cargó para llevarme más rápido con ellos. Mi mamá lloraba imaginando lo peor y mi papá venía de correr por toda la playa preguntando por mí.
La segunda vez que me perdí tenía siete años y fue en una ciudad donde pasaba vacaciones sin mis padres. Caminaba por el centro de Bucaramanga agarrado de la mano de una tía, cuando me quedé embobado mirando una vitrina. Agarré otra mano pensando que era la misma y varios metros después me di cuenta de la confusión. El susto de ver a mi tía transformada en otra persona dio paso al espanto de saberme perdido en una ciudad desconocida. En eso comencé a escuchar mi nombre pronunciado con tanto estruendo que era como reencontrarme a la fuerza conmigo mismo o como si mi tía quisiera convertirlo en un conjuro poderoso contra toda perdición.
El tercer extravío me encontró a los once años. Un amigo y yo nos internamos en el monte para explorarlo. Al cabo de un rato perdimos el camino de regreso. Estábamos totalmente desorientados y lo peor era que ya se estaba haciendo de noche. Corrimos en cualquier dirección sin importarnos las espinas de trupillo, los cadillos y las matas de pringamoza. Cuando ya nos creíamos perdidos, hallamos una alberca abandonada que nos hizo recobrar la esperanza de que estaba cerca la civilización. La dirección que tomáramos ahora sería la definitiva. Mi amigo quería encaminarse hacia un lado y yo estaba seguro de que la salvación estaba del otro. Al verme tan convencido, Mauricio no tuvo más remedio que seguirme. Unos metros después encontramos la carretera. Por un tiempo tuve pesadillas con la posibilidad de que nos hubiese devorado la manigua.
Ahora que mis padres han fallecido, me doy cuenta de que toda la carga de desamparo que traían esos despistes de la infancia estaba ligada directamente con el temor de perderlos. Ellos eran como un dique para no afrontar todavía los rigores de la vida ni el horizonte de la muerte, así como yo soy ahora el rompeolas de mis hijos. Ellos aguantaban los embates para que yo pudiera nadar en la placidez de un estanque. Pienso ahora en los años de desarraigo que debió sufrir mi papá al emigrar a los 17 años de España y vivir desde entonces lejos de su tierra y su familia. Pienso también en mi familia materna que quedó huérfana de mi abuelo cuando mi madre y mis tíos eran apenas unos niños; ellos también tuvieron que salir de su pueblo y ganarse el pan desde pequeños. Todos ellos me sirvieron de escudo, pagaron una cuota por mí para retrasar mi propia vulnerabilidad, para aplazar la soledad que nos espera tarde o temprano. Ahora que murió mi madre, después de que lo hiciera mi padre y mi abuela, he vuelto a sentir la misma orfandad de cuando me extraviaba de niño, pero esta vez de manera tan definitiva que las veces anteriores se me antojan tanteos o esbozos de esta condición permanente.
Ahora soy yo el que está de frente al futuro, de cara a la muerte, en la filosa punta del presente. Quizá ese sea el destino de todo hombre y su única libertad: diseñar el último e insalvable naufragio, perfeccionarlo sellando todas las salidas, todas las falsas claridades y los provisorios rescates, hasta que ya no quede más reducto que el interior de uno mismo ni más retorno que la muerte. Hasta que todo sea mar y espejo, y no haya más orilla que el presente ni más rastro que el sueño. Hasta que no haya más remedio que soltar todos los recuerdos al viento.


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