ebía ser alrededor de medianoche cuando volví a casa. Al acercarme a la verja del bungalow apagué los faros del coche para que la luz no entrase por la ventana de la habitación lateral y despertase a Harry Pope. Pero no tenía por qué haberme molestado. Mientras avanzaba por el camino observé que aún tenía la luz de su cuarto encendida; así es que debía estar despierto, a no ser que se hubiera quedado dormido leyendo.
Aparqué y subí los cinco escalones que conducen a la terraza, contando cada uno cuidadosamente en la oscuridad, para no dar un paso en falso al llegar arriba. Crucé la terraza, entré en la casa, empujé las puertas de vidriera y encendí la luz del vestíbulo. Fui hasta la puerta de la habitación de Harry, la abrí silenciosamente y asomé la cabeza.
Se encontraba tumbado en la cama y vi que estaba despierto; pero no se movió. Ni siquiera movió la cabeza hacia mí, aunque le oí decir: «Timber, Timber, ven aquí.»
Hablaba despacio, susurrando cuidadosamente las palabras. Abrí la puerta de par en par y me dirigí con paso rápido al otro extremo de la habitación.
—Alto. Espera un momento, Timber.
Apenas podía oír lo que decía. Parecía que las palabras salían de su boca con enorme dificultad.
—¿Qué pasa, Harry?
—¡Shh! —susurró—. ¡Shh! Por el amor de Dios, no hagas ruido. Quítate los zapatos antes de acercarte más. Por favor, haz lo que te digo, Timber.
Su modo de hablar recordaba a George Barling cuando recibió un tiro en el estómago; apoyado en un cajón que contenía un motor de avión, se agarraba la tripa con las dos manos y maldecía al piloto alemán exactamente en el mismo tono ronco, fatigoso y susurrante de Harry.
—Deprisa, Timber. Pero quítate los zapatos.
No entendía por qué tenía que quitarme los zapatos, pero pensé que si estaba tan enfermo como parecía, era mejor seguirle la corriente, así que me agaché, me quité los zapatos y los dejé tirados en el suelo. Después fui hacia su cama.
—¡No toques la cama! ¡Por lo que más quieras, no la toques!
Seguía hablando como si le hubieran pegado un tiro en el estómago, y allí estaba, tumbado de espaldas y con las tres cuartas partes del cuerpo tapadas solamente con una sábana. Llevaba un pijama de rayas azules, marrones y blancas, y sudaba a mares. La noche era calurosa y yo también sudaba un poco, pero no como Harry. Tenía la cara mojada y la parte de la almohada que le tocaba la cabeza estaba empapada. Aquello tenía toda la pinta de ser un fuerte ataque de malaria.
—¿Qué pasa, Harry?
—Una serpiente coral —dijo.
—¡Una coral! ¡Dios mío! ¿Dónde te ha picado? ¿Cuánto tiempo hace?
—Cállate —susurró.
—Mira, Harry —le dije mientras me inclinaba hacia adelante y le tocaba en el hombro—. Tenemos que darnos prisa. Vamos, rápido, dime dónde te ha picado.
Estaba inmóvil y en tensión, como conteniéndose, aguantando un dolor muy fuerte.
—No me ha picado —susurró—. Aún no. La tengo encima del estómago, tranquilamente dormida.
Retrocedí unos pasos. Sin poder evitarlo, miré su estómago, o mejor dicho, la sábana que lo cubría. Estaba arrugada por varios sitios y era imposible saber si había algo debajo.
—¿No dirás en serio que en este momento tienes una coral encima del estómago?
—Te lo juro.
—¿Cómo ha llegado hasta ahí?
No debería haber preguntado nada, pues era evidente que no estaba de broma. Debería haberle dicho que se quedara callado.
—Estaba leyendo —dijo Harry, que hablaba muy despacio como para no mover los músculos del estómago—, tumbado de espaldas, cuando sentí algo sobre el pecho, detrás del. hombro. Como un cosquilleo. Entonces, con el rabillo del ojo vi a esa coral que se deslizaba por mi pijama. Pequeña, de un veinticinco centímetros. Comprendí que no debía moverme. En cualquier caso, no hubiera podido. Me quedé como estaba, mirándola. Pensé que se arrastraría por encima de la sábana.
Harry se calló y guardó silencio unos momentos. Se recorrió el cuerpo con la mirada hasta el lugar en que la sábana le tapaba el estómago, y me di cuenta de que estaba atento que sus susurros no molestaran al ser que tenía encima.
—Había un doblez en la sábana —dijo más despacio que nunca y tan bajo que tuve que inclinarme para oírlo-. Mírala, aún está ahí. Se coló por debajo. A través del pijama sentí cómo se paseaba por mi estómago. De repente dejó de moverse, y ahí la tienes, descansando bien calentita. Probablemente está dormida. Estaba deseando que vinieras.
Alzó los ojos y me miró.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Horas —susurró—, miles y miles de horas. No puedo seguir mucho tiempo sin moverme. Antes me dieron ganas de toser.
No cabía duda de que la historia de Harry era cierta. En realidad, no era raro que una coral hiciera algo así. Andar rondando por las casas de la gente en busca de sitios calientes. Lo sorprendente era que no le hubiera picado a Harry. La picadura es mortal, excepto a veces, cuando se la ataja inmediatamente, y en Bengala todos los años se cobran bastantes víctimas, sobre todo en las aldeas.
—Está bien, Harry —dije yo también en un susurro—. No te muevas y no hables si no es necesario. Ya sabes que si no se asusta no te morderá. Lo solucionaremos en un momento.
Salí despacio de la habitación, con los pies enfundados en los calcetines, y fui a la cocina a coger un cuchillo pequeño y afilado. Me lo metí en el bolsillo del pantalón, dispuesto a usarlo inmediatamente si las cosas se torcían mientras ideábamos un plan. Si Harry tosía o se movía, o hacía algo que asustara a la coral y ésta le mordía, estaba dispuesto a rajar la herida y chuparla para extraer el veneno. Volví al dormitorio; Harry seguía tumbado, inmóvil, la cara cubierta de sudor. Me siguió con la mirada mientras atravesaba la habitación para llegar a su cama, y me di cuenta de que pensaba en qué diablos habría estado haciendo. Me quedé de pie a su lado, tratando de tomar una decisión.
—Harry —dije poniéndole la boca casi en el oído, sin alzar la voz, en un susurro levísimo—. Creo que lo mejor que podemos hacer es que yo retire la sábana muy despacito, para echar una ojeada. Creo que eso puedo hacerlo sin molestarla.
—No seas imbécil.
Su voz carecía de expresión: pronunciaba cada palabra con sumo cuidado, lentamente, con una suavidad extrema. la expresión se concentraba en los ojos y en torno a las comisuras de los labios.
—¿Por qué no?
—Porque se asustaría con la luz. Ahí debajo está oscuro.
—¿Y si tiro rápidamente de la sábana y la sacudo antes de que pueda atacar?
—¿Por qué no vas a buscar un médico? —preguntó Harry. Me miró de tal forma que comprendí que tenía que habérseme ocurrido a mi.
—Un médico. ¡Claro, eso es! Voy a llamar a Ganderbai.
Salí de puntillas al vestíbulo, busqué el número de Ganderbai en el listín, cogí el teléfono y dije a la telefonista que se diese prisa.
Salí de puntillas al vestíbulo, busqué el número de Ganderbai en el listín, cogí el teléfono y dije a la telefonista que se diese prisa.
—Doctor Ganderbai —dije—, soy Timber Woods.
—Buenas noches, señor Woods. ¿Aún no se ha acostado?
—Oiga, ¿podría venir inmediatamente? Y traiga un antídoto, contra la picadura de una coral.
—¿A quién le ha picado?
La pregunta me llegó tan nítida que me sonó como una pequeña explosión.
—Todavía a nadie, pero Harry Pope está en la cama y tiene una sobre el estómago. Está debajo de la sábana, dormida.
Al otro extremo del hilo hubo un silencio de unos tres segundos. Después, hablando despacio, no ya como una explosión, sino lentamente y con precisión, Ganderbai dijo:
Al otro extremo del hilo hubo un silencio de unos tres segundos. Después, hablando despacio, no ya como una explosión, sino lentamente y con precisión, Ganderbai dijo:
—Dígale que se quede absolutamente inmóvil. No debe moverse ni hablar. ¿Ha entendido usted?
—Por supuesto.
—¡Voy inmediatamente!
Colgó, y volví al dormitorio. Los ojos de Harry me observaban mientras me dirigía a su cama.
—Ganderbai viene ahora mismo. Me ha dicho que tienes que quedarte inmóvil.
—¿Y qué diablos cree que estoy haciendo?
—Mira, Harry, ha dicho que te estés callado. Que no hablemos ninguno de los dos.
—Pues cállate de una vez.
Al decir esto, una de las comisuras de la boca empezó a temblarle hacia abajo con pequeños movimientos rápidos que aún duraron un rato cuando acabó de hablar. Saqué el pañuelo y, con mucho cuidado, le limpié el sudor de la cara y el cuello. Cuando le tocaron mis dedos, cubiertos por el pañuelo, sentí el ligero temblor de un músculo, el de la risa.
Me deslicé hasta la cocina, saqué hielo del congelador, lo envolví en una servilleta y me puse a machacarlo. No me gustaba ni pizca eso de la boca, ni su modo de hablar. Llevé el envoltorio con el hielo a la habitación y se lo puse a Harry en la frente.
—Esto te refrescará.
Entornó los ojos y respiró intensamente, con los dientes apretados.
—Quítamelo —susurró—, me da ganas de toser.
El músculo de la risa empezó a temblar de nuevo.
La brillante luz de un faro entró por la ventana, mientras el coche de Ganderbai rodeaba el bungalow para llegar a la puerta. Salí a recibirle, sujetando el envoltorio del hielo con las dos manos.
—¿Cómo va la cosa? —preguntó Ganderbai, mientras seguía andando; cruzó la terraza y las puertas de vidriera delante de mí, y entró en el vestíbulo.
—¿Dónde está? ¿En qué habitación?
Dejó su maletín encima de una silla del vestíbulo y me siguió hasta la habitación de Harry. Llevaba unas zapatillas de estar por casa, de suela blanda, y se deslizaba sin hacer ruido, delicadamente, como un gato. Harry le observaba por el rabillo del ojo. Cuando llegó a la cama, Ganderbai miró a Harry tranquilizador y le dirigió una sonrisa llena de confianza, moviendo la cabeza para indicar a Harry que se trataba de un asunto sencillo y que no debía preocuparse, sino dejarlo todo en manos del doctor Ganderbai. Después se dio la vuelta para regresar al vestíbulo y yo lo seguí.
—Lo primero que hay que hacer es intentar ponerle el antídoto —dijo, al tiempo que abría su maletín y empezaba a hacer preparativos—, por vía intravenosa. Pero tengo que hacerlo con muchísimo cuidado. No quiero que se sobresalte.
Fuimos a la cocina y esterilizó una aguja. Tenía una jeringuilla hipodérmica en una mano y un frasquito en la otra; atravesó con la aguja el tapón de goma del frasco y, tirando del émbolo, empezó a introducir en la jeringuilla un líquido amarillo pálido. Luego me la dio.
—Sujétela hasta que se la pida.
Cogió el maletín y volvimos juntos a la habitación. Los ojos de Harry estaban brillantes y muy abiertos. Ganderbai se inclinó sobre él y, con suma delicadeza, como si manipulara un encaje del siglo XVI enrolló hasta el codo la manga del pijama sin mover el brazo. Me fijé en que se mantenía bastante lejos de la cama.
—Voy a ponerle a usted una inyección. Un antídoto —murmuró—. Es sólo un pinchazo, pero intente no moverse. No tense los músculos del estómago. Déjelos relajados.
Harry miró la jeringuilla.
Ganderbai sacó de su maletín un tubo de goma roja y rodeó con un extremo el bíceps de Harry; después hizo un nudo muy apretado. Limpió con alcohol una pequeña zona del antebrazo desnudo, me pasó el algodón usado y me cogió la jeringuilla de la mano. La acercó a la luz, miró bizqueando las medidas grabadas en la jeringuilla y soltó un pequeño chorro del líquido amarillo. Yo estaba quieto a su lado, observando. Harry también observaba y la cara le sudaba tanto que brillaba como si estuviera embadurnada con una espesa capa de crema facial que se disolviera sobre su piel y chorreara sobre la almohada.
En la cara interna del antebrazo de Harry vi la vena azul hinchada a causa del torniquete; vi después la aguja sobre la vena, a Ganderbai que mantenía la jeringuilla en posición prácticamente horizontal sobre el brazo y deslizaba la aguja oblicuamente atravesando la piel para entrar en la vena azul. Lo hacía con lentitud, pero con tal firmeza que entró suavemente, como si fuera queso. Harry miró al techo, cerró los ojos y volvió a abrirlos, pero no se movió.
Cuando terminó, Ganderbai se inclinó hacia adelante acercó la boca al oído de Harry.
—Ahora estará usted bien aunque le pique. Pero no se mueva. Por favor, no se mueva. En seguida vuelvo.
Cogió su maletín, salió al vestíbulo y yo le seguí.
—¿Está ya fuera de peligro? —pregunté.
—No.
—¿Hasta qué punto corre peligro?
El médico hindú seguía en el vestíbulo, con su escasa estatura, frotándose el labio inferior.
—Algo tendrá que hacerle, ¿no? —pregunté.
Se dio la vuelta y se dirigió a las puertas de vidriera que daban a la terraza. Creí que iba a cruzarlas, pero se detuvo ante ellas y se quedó mirando afuera, a la noche.
—¿Es que el antídoto no es muy eficaz? —pregunté.
—Desgraciadamente, no —contestó sin volverse—. Puede que le salve o puede que no. Estoy pensando en qué otra cosa podríamos hacer.
—¿Y si retiramos rápidamente la sábana y le quitamos el bicho de encima antes de que le dé tiempo a atacar?
—¡Eso nunca! No debemos correr riesgos.
Hablaba de un modo cortante y su voz tenía un tono algo más agudo de lo habitual.
—Tampoco podemos dejarlo ahí para siempre —dije—. Se está poniendo nervioso.
—¡Por favor! ¡Por favor! —exclamó mientras se daba la vuelta, levantando las manos y agitándolas en el aire—. No vaya tan deprisa, se lo ruego. No es un asunto que podamos tratar a la ligera —se secó la frente con el pañuelo y se quedó parado, con el ceño fruncido, mordisqueándose el labio.
—Verá usted —dijo por fin—. Hay un modo de solucionarlo. ¿Sabe lo que tenemos que hacer? Administrar un anestésico al bicho mientras duerme.
Era una idea espléndida.
—No es seguro —continuó—, porque las serpientes son animales de sangre fría y con ellos la anestesia no funciona ni tan bien ni tan deprisa, pero es lo mejor que se me ocurre. Podríamos usar éter o cloroformo.
Hablaba despacio, intentando elaborar un plan al mismo tiempo.
—¿Qué podemos utilizar?
—Cloroformo —dijo bruscamente—. Cloroformo normal. Es lo mejor. ¡Hay que darse prisa! —me cogió del brazo y me empujó hacia la terraza—. ¡Coja el coche y vaya a mi casa! Cuando usted llegue ya habré despertado por teléfono a mi criado, que le indicará el armario donde guardo los venenos. Aquí tiene la llave del armario. Coja un frasco de cloroformo. Tiene una etiqueta naranja con el nombre. Yo me quedo aquí por si pasa algo. ¡Vamos, rápido, dese prisa! ¡No, no, no hace falta que se ponga los zapatos!
Conduje deprisa, y al cabo de unos quince minutos estaba de vuelta con el frasco de cloroformo. Ganderbai salió de la habitación de Harry y se reunió conmigo en el vestíbulo.
—¿Lo tiene usted? —preguntó—. Bien, bien. Le he estado contando lo que vamos a hacer. Pero ahora hay que darse prisa. No le resultará fácil aguantar ahí, inmóvil, tanto tiempo. Tengo miedo de que se mueva.
Volvió al dormitorio y yo le seguí, sujetando cuidadosamente el frasco con las dos manos. Harry seguía tumbado en la cama exactamente en la misma postura de antes, con el sudor resbalándole por las mejillas. Tenía la cara blanca y mojada. Volvió los ojos hacia mí; yo le sonreí e hice un movimiento con la cabeza para tranquilizarle. Siguió mirándome. Levanté el pulgar en un gesto que indicaba que todo iba bien. Cerró los ojos. Ganderbai estaba en cuclillas junto a la cama; en el suelo, a su lado, se encontraba el tubo de goma hueco que había usado antes para hacer el torniquete y a uno de cuyos extremos había adaptado un pequeño embudo de papel.
Empezó a tirar de un trocito de sábana para sacarla de debajo del colchón. Se encontraba a la altura del estómago de Harry, a unos cuarenta y cinco centímetros de distancia, y yo observaba sus dedos, que se clavaban suavemente en el borde de la sábana. Actuaba tan despacio que era prácticamente imposible percibir ningún movimiento, ni de sus dedos, ni de la sábana de la que estaba tirando.
Finalmente consiguió dejar un hueco entre el colchón y la sábana; cogió el tubo de goma e introdujo uno de los extremos por el hueco, de modo que pudiera deslizarse por el colchón, debajo de la sábana, hasta el cuerpo de Harry. No sé cuánto tardó en hacer avanzar el tubo unos pocos centímetros. Tal vez veinte minutos, tal vez cuarenta. No lo vi moverse ni una sola vez. Sabía que iba entrando porque la parte visible se iba acortando progresivamente, pero dudo que la coral sintiera la mínima vibración. También Ganderbai sudaba; tenía la frente y el labio superior perlados de sudor. Pero sus manos eran firmes, y observé que sus ojos no se fijaban ni en el tubo ni en sus manos, sino en el trozo de sábana arrugada que cubría el estómago de Harry.
Sin levantar la vista, extendió una mano hacia mí para pedirme el cloroformo. Desenrosqué el tapón de cristal y le puse el frasco en la mano; no lo solté hasta estar seguro de que lo había agarrado bien. Entonces hizo un movimiento con la cabeza para indicarme que me acercara y susurró:
—Dígale que voy a empapar el colchón y que sentirá mucho frío. Tiene que estar preparado y no moverse. Dígaselo ahora.
Me incliné sobre Harry y le transmití las palabras del médico.
—¿Por qué no continúa? —preguntó Harry.
—Va a hacerlo ahora mismo, Harry. Pero sentirás mucho frío, así que prepárate.
—¡Por todos los santos, vamos, que siga!
Era la primera vez que alzaba la voz y Ganderbai le lanzó una mirada penetrante, se quedó observándolo unos segundos y volvió a lo suyo.
Ganderbai vertió unas gotas de cloroformo en el embudo de papel y esperó a que bajaran por el tubo. A continuación echó un poco más. Volvió a esperar y el olor fuerte y mareante del cloroformo se extendió por toda la habitación, despertando recuerdos vagos y desagradables de enfermeras y cirujanos con batas blancas, en una habitación blanca, alrededor de una larga mesa igualmente blanca. Ganderbai seguía vertiendo líquido, ahora de forma continuada, y yo veía cómo el pesado vapor del cloroformo se arremolinaba lentamente, como humo, sobre el embudo de papel. Hizo una pausa, alzó la botella hacia la luz, llenó una vez más el embudo y me devolvió el frasco. Retiró muy despacio el tubo de goma de debajo de la sábana y se levantó.
La tensión de introducir el tubo y echar el cloroformo debió ser enorme, y recuerdo que cuando Ganderbai se volvió hacia mí para susurrarme: «Dejaremos pasar quince minutos para asegurarnos», su voz era débil y cansada.
Me incliné para decirle a Harry:
—Vamos a esperar quince minutos para estar más seguros. Pero probablemente ya nos la hemos cargado.
—¡Pero por lo que más quieras! ¿Por qué no miras a ver qué pasa?
Habló de nuevo en voz alta y Ganderbai se volvió de un salto; en su cara pequeña y morena apareció una expresión de enfado. Con aquellos ojos suyos, casi completamente negros, miró fijamente a Harry, y el músculo de la risa de éste empezó a temblar. Cogí mi pañuelo para secarle el sudor de la cara y, mientras lo hacía, le di unos golpecitos en la frente para animarle.
Después esperamos de pie al lado de la cama; Ganderbai no dejaba de observar el rostro de Harry con una extraña intensidad. El pequeño hindú estaba concentrando toda su fuerza de voluntad para que Harry se quedara callado. No apartó los ojos del paciente ni una sola vez, y aunque no dijo ni una palabra, parecía que le estuviera gritando todo el tiempo: «Escúchame, tienes que escucharme; no vas a estropearlo todo ahora, ¿me oyes?» Y Harry seguía allí tumbado, con la boca temblorosa, sudando, abriendo y cerrando los ojos, mirándonos a mí, a la sábana, al techo, a mí otra vez. pero nunca a Ganderbai. Sin embargo, Ganderbai lo dominaba. El olor del cloroformo era opresivo y me mareaba, pero no podía salir de la habitación en ese momento. Tenía la sensación de que alguien estaba hinchando un globo enorme y veía que iba a estallar, pero no podía apartar la vista.
Por fin, Ganderbai se dio la vuelta, asintió con la cabeza y comprendí que estaba listo para actuar.
—Pase usted al otro lado de la cama —dijo—. Cogeremos cada uno un extremo de la sábana y tiraremos los dos a la vez, pero, por favor, muy despacio y sin hacer ruido.
—Quédate quieto, Harry —dije.
Fui al otro lado de la cama y agarré la sábana. Ganderbai estaba enfrente de mí, y los dos juntos empezamos a retirar la sábana, separándola del cuerpo de Harry, tirando de ella hacia atrás muy lentamente; nos manteníamos los dos bastante lejos, aunque inclinados hacia adelante, intentando ver lo que pasaba debajo de la sábana. El olor del cloroformo era espantoso. Recuerdo que yo intentaba contener la respiración, y cuando ya no aguantaba más trataba, al menos, de no respirar profundamente para que aquello no me entrara en los pulmones.
El pecho de Harry, o más bien la chaqueta de rayas del pijama que lo cubría, quedó por completo a la vista; distinguí el cordón blanco de los pantalones, atados con una lazada. Un poco más abajo vi un botón de nácar, cosa que yo nunca había llevado en un pijama: ¡un botón en la bragueta!, y mucho menos de nácar. Este Harry es muy refinado, pensé. Es curioso que a veces se te ocurran ideas frívolas en momentos de tensión. Recuerdo claramente que al ver el botón pensé en lo refinado que era Harry.
Aparte del botón, encima de su estómago no había nada.
Tiramos entonces más deprisa de la sábana y, cuando le habíamos destapado las piernas y los pies, dejamos que resbalara hasta el suelo.
—No se mueva, no se mueva, señor Pope —dijo Ganderbai, mirando con suma precaución el costado de Harry y debajo de sus piernas.
—Debemos tener cuidado. Puede estar en cualquier sitio. Podría estar en una pernera del pijama —dijo.
Al oír a Ganderbai, Harry levantó rápidamente la cabeza de la almohada para mirarse las piernas. Era la primera vez que se movía. De repente dio un salto, se puso de pie en la cama y sacudió violentamente las piernas, primero una y luego la otra. En aquel momento los dos pensamos que la coral le acababa de picar; Ganderbai ya estaba buscando en su maletín un bisturí y un torniquete cuando Harry dejó de hacer cabriolas, se quedó quieto, miró el colchón sobre el que se encontraba y gritó:
—¡No está aquí!
Ganderbai se enderezó, miró también el colchón y después levantó los ojos hacia Harry. Harry estaba bien. Ni le había picado ni iba a picarle ninguna serpiente; no se iba a morir y todo estaba en orden. Pero nadie pareció alegrarse de ello.
—Señor Pope, ¿está usted absolutamente seguro de haberla visto? —en la voz de Ganderbai había una nota de sarcasmo que en circunstancias normales jamás habría empleado—. ¿No cree usted que a lo mejor estaba soñando, señor Pope?
Por su modo de mirar a Harry me di cuenta de que Ganderbai no pretendía ser sarcástico; estaba simplemente relajándose un poco después de la tensión a la que se había visto sometido.
Harry seguía de pie sobre la cama con su pijama de rayas, miraba ferozmente a Ganderbai y el color iba volviendo a sus mejillas.
—¿Está usted llamándome mentiroso? —gritó. Ganderbai permaneció inmóvil, mirando a Harry. Harry dio un paso encima de la cama; sus ojos brillaban.
—¡Enano hindú, rata de alcantarilla repugnante!
—¡Cállate, Harry! —dije.
—Negro asqueroso...
—¡Harry! ¡Cállate, Harry! —le grité.
Estaba diciendo cosas terribles.
Ganderbai salió de la habitación como si ninguno de los dos estuviésemos allí; yo fui tras él y cuando atravesaba el vestíbulo para salir a la terraza le pasé amistosamente el brazo por los hombros.
—No haga caso a Harry —le dije—. Este asunto le ha afectado tanto que no sabe ni lo que dice.
Bajamos los escalones que llevan de la terraza al camino y, en la oscuridad, seguimos éste hasta llegar al sitio donde estaba aparcado su viejo Morris. Abrió la puerta y entró.
—Ha hecho usted un trabajo maravilloso. Le agradezco muchísimo que haya venido —dije.
—Lo único que necesita son unas buenas vacaciones —dijo con suavidad, sin mirarme; luego puso el coche en marcha y desapareció.
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