Paul Brito
Die Mauer
Lo confieso: estudié en un colegio alemán pero no aprendí el
idioma. Lo sentía ajeno, remoto. No me parecía necesario ni accesible. Me
bastaba el español y me sobraban aquellas profesoras que siempre parecían
enojadas. Varias veces mi madre me pagó clases particulares con estudiantes de
último año, pero mi mente se negaba a asimilar aquella sintaxis tortuosa y esa
fonética áspera alejada de la dulzura de mi lengua. Quizá mi madre me mimó
demasiado y nunca pude abrazar otra herencia lingüística sin sentir el impulso
de volver inmediatamente a los brazos de mi idioma materno.
Una vez, ya en Noveno Grado, me detuvo en un pasillo una de
esas profesoras alemanas y me soltó una larga frase en su idioma. Paralizado
por el miedo, no pude entender nada; en cambio, entendí claramente el desprecio
contenido en sus ojos inyectados de sangre. Quise bordearla para huir, pero
parecía un muro en medio del pasillo. En ese momento me di cuenta de que estaba
exiliado de aquel país que visitaba diariamente, confinado a ese plantel que se
había convertido en una cárcel para mí. Me cambié de colegio faltando apenas
dos cursos para graduarme. Aquel año había reprobado Alemán con la profesora
más feroz de todas y decidí no asistir al examen que me daba la oportunidad de
habilitar. Quería decirle adiós a Alemania y a todo lo que había representado
para mí.
Pero entonces ocurrió algo: cuando ya me había alejado del
Colegio Alemán, comenzó a gustarme la filosofía. Desde que tengo memoria
siempre me han gustado las grandes preguntas metafísicas, pero apenas en Décimo
Grado, cuando comencé a cursar Filosofía, me volví consciente de esa afinidad.
Me atrajeron los filósofos alemanes, y un puñado de poetas y novelistas de ese
país. Comencé a leerlos con devoción y a comprender que Alemania era algo más
que su idioma y su idioma algo más que un cúmulo de rugidos y profesoras
amargas. Uno de esos filósofos se convirtió en un padre intelectual para mí:
Arthur Schopenhauer. Me enseñó que el mundo no es solo la representación
precaria que nos formamos de él, sino el aliento profundo que acompaña a las
palabras.
Está bien: no leí a esos escritores en su idioma, pero podía
percibir las articulaciones y matices del alemán en la forma de pensar y sentir
de ellos. Por fin podía calzarme, sin piedras, una lengua que creía desalmada a
base de respirar el mismo aire de sus hablantes. Kant, Hegel, Nietzche, por el
lado de la filosofía; Hesse, Mann, Hölderlin por el de la literatura; Kafka,
Rilke y Frisch, en cuanto a esos autores que no habían nacido en Alemania pero
que habían ampliado sus fronteras. Todos ellos me abrieron un mundo de
significados que las mismas palabras me habían mantenido velado, como si fueran
un muro.
Años después viajé de España a Alemania por carretera y me
quedé en Berlín por unos días. Fue como tender un puente entre los dos idiomas,
y un túnel entre el presente y el pasado. De repente parecía captar todo lo que
me decían, como si no hubiera traspasado ninguna frontera. Pronuncié palabras
que creía olvidadas y entendí otras por pura intuición. Aquellos seres de ojos
rojos y pulmones de piedra se habían vuelto afables. Había aprendido a
quererlos y ellos me correspondían del mismo modo. Visité el lugar donde antes
había estado el famoso Muro de Berlín; en su lugar había una línea en el suelo
que se extendía indefinidamente. Quise rastrearla, ver hasta dónde llegaba,
pero a los pocos metros desistí. Lo importante era que el muro ya no estaba.
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