jueves, 17 de septiembre de 2015

House of Cards / Fabulaciones políticas desde el Despacho Oval

Fabulaciones políticas 

desde el Despacho Oval

cards
Y aunque Francis Underwood no necesitara presentación, pues 26 capítulos con sus cizañas y triquiñuelas le preceden, lo cierto es que el arranque de la tercera temporada de House of Cards sigue apelando al impacto de lo inmisericorde. Es la primera vez que le vemos actuando al frente de la Casa Blanca, y llegados a este punto de renovación de la serie –el acuerdo inicial de David Fincher y Beau Willimon con Netflix es que entregarían dos temporadas, hasta que Underwood se invistiese como presidente no electo de los Estados Unidos de América–, nada o casi nada debería impactarnos procedente de un personaje capaz de cometer los más altos crímenes en su trayectoria arribista hacia el poder. En connivencia con su mujer Claire, claro, ahora Primera Dama y aspirante a Embajadora de EEUU en la ONU. Pero los guionistas lo consiguen. Frente al sepulcro de su padre, apartado de escoltas y medios de comunicación, en la inmensidad del vacío cementerio, Underwood se baja la bragueta y orina sobre la lápida de su progenitor mientras apela directamente al espectador en uno de sus característicos comentarios dirigiéndose a cámara. 

Kevin Spacey como Francis Underwood


¿Qué es lo que este personaje docto en maquinaciones maquiavélicas no es capaz de hacer?



Las preguntas y las reflexiones más incisivas quedan a lo largo de la temporada en manos de un nuevo personaje, el escritor Tom Yates (Paul Sparks), protagonista de una de las subtramas más suculentas de los nuevos trece episodios, que como sabemos quedan liberados de la tensión de la emisión semanal al ponerse al alcance del espectador de forma simultánea. Contratado por Underwood para que escriba un libro sobre él –más bien, sobre su programa electoralista “America Works”–, armado de una confianza insólita frente a su interlocutor, Yates pregunta al presidente en determinado momento si quería a su padre. Underwood miente, por supuesto. O mejor, esquiva políticamente la respuesta y la sustituye por otra. Yates sin embargo acaba dando con el enfoque preciso del encargo: su libro será un retrato del matrimonio Underwood –la fuerza y la determinación del trabajo en equipo– o no será nada. Y precisamente esa es la perspectiva desde la que los creadores de House of Cards han construido la tercera entrega del castillo de naipes en los pasillos, despachos y salas de reuniones de la Casa Blanca. Francis y Claire, dos máquinas de la codicia, o Kevin Spacey y Robin Wright, dos animales de la interpretación.

Robin Wright en el papel de Claire Underwood

Los tres últimos capítulos funden a negro desde el rostro de Claire, subrayando con elegancia el protagonismo que las decisiones de este extraordinario personaje (mucho más que una Lady Macbeth cualquiera) adquirirán en la serie, que da paso a la cuarta temporada de un modo mucho menos conclusivo que las entregas precedentes. Tres han sido las tramas mayores: la populista, rayana en la ilegalidad, política social de America Works (dar trabajo a todos los desempleados del país), las negociaciones con Rusia como paso intermedio para la pacificación en Oriente Medio, y la campaña para la candidatura en el Partido Demócrata a las próximas elecciones. Las tres avanzan de forma inextricable, como partes de un todo en el que lo único que verdaderamente importa es aferrarse al sillón del Despacho Oval. Tres nuevos personajes hacen aparición: el que mejor funciona desde su capacidad de seducción es el presidente ruso, Victor Petrov (trasunto descarado de Vladimir Putin), encarnado con inapelable atractivo por el danés Lars Mikkelsen, mientras que la contendiente de Underwood por ocupar la cabeza visible del partido, Heather Dunbar (interpretada por Elizabeth Marvel), y la periodista Kate Baldwin (Kim Dickens) apenas cumplen satisfactoriamente con los rigores de su papel.

Estamos en todo caso ante una serie que se crece y se retuerce y se sofistica en la medida en que las ambiciones (y los métodos) de su protagonista también lo hacen. Su liga en los jardines de la ficción televisiva es de altos vuelos. El modo en que resuelve la subtrama de Doug Stamper (sublime Michael Kelly), cuya vida quedó pendiendo de en un hilo al final de la segunda temporada, manifiesta un grado de atención a la perniciosa ética que retrata la serie difícilmente superable. El final de un episodio en el Air Force One, cuando Underwood se dirige visiblemente afectado a cámara para increpar al televidente –“¿Y vosotros que demonios estáis mirando?”–, pone de relieve como ningún otro mecanismo narrativo la psicología de su protagonista, “sorprendido” por el espectador en su momento más bajo. No diremos que su ambición estética está a la altura de Mad Men, ni sus expectativas narrativas sean tan complejas y refinadas como las de Better Call Saul, ni que su penetración en el tejido social pueda acercarse a la popularidad de The Walking Dead, pero qué duda cabe que House of Cards transita por los pozos más oscuros y siniestros del juego por el poder como ninguna otra serie que se haya propuesto adentrarse sin armadura en la miseria moral de la fabulación política. Bravo.

Carlos Reviriego, coordinador de la sección de cine de El Cultural, crítico de Caimán Cuadernos de cine y docente de "Estética del Cine" en la Escuela Universitaria TAI, comenta semanalmente el imparable fenómeno de las series de televisión y otros asuntos audiovisuales





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