Octavio
Escobar
DESPUÉS Y ANTES DE DIOS
1
–Doña Carmelita está llorando
–dijo Bibiana con su voz de ángel herido, sosteniendo las piernas de mi madre.
Detuve el esfuerzo de levantar el
resto del cuerpo apenas un instante; luego flexioné las rodillas y me impulsé
hacia la cama matrimonial.
Acomodamos a mi madre en el
centro y le entrelacé las manos sobre el pecho. Mis dedos se humedecieron
cuando cerré sus ojos.
–Búsquele un vestido limpio, uno
blanco. El bordado –añadí temblorosa–. Voy a traer los candelabros.
Bibiana encendió la luz del vestidor
y desapareció dentro. Yo caminé hasta la sala y sin despegar los labios pedí
perdón a la
Inmaculada Concepción por apagar los velones ya casi
consumidos. No hallé comprensión en los ojos fijos en el resplandor del
Espíritu Santo, ni en las manos deformes recogidas hacia el pecho, así que fijé
la atención en la parte baja del cuadro, en el detalle de los lirios blancos y
las rosas que siempre me ha gustado, en esas construcciones fantasmagóricas
sobre las que flotan los pies de los ángeles, pintados con tanto esmero.
Cargué de vuelta con uno de los
candelabros de bronce, musitando una oración. Bibiana aseaba el cuerpo de mi
madre; sin ropas parecía un animalito indefenso, lleno de arrugas y de manchas.
–¡Cúbrala, por Dios! –grité y
desvié la mirada.
–Yo sólo quería lavarla bien –se
excusó y entró al baño. La toalla cayó en la bañera con un sonido que retumbó
en el fondo de mi alma.
–Vístala y nada más –exigí
abrumada, los músculos de la nuca en tensión.
Tomó el vestido del sofá y
comenzó a ponérselo. Me sentí incapaz de ayudarla y huí a la cocina. Sostuve un
rato el crucifijo en filigrana de plata dorada que compré en Quito, rogando a
Dios consuelo y benevolencia, reprimiendo el llanto. Saqué dos velones de un
gabinete y les quité el celofán.
Cuando regresé, el blanco le
había devuelto a mi madre la apariencia virginal. Pese a la sangre en la
colcha, a la desviación dolorosa de la boca, a la suciedad de las plantas de
los pies, era otra vez la mujer que todos admiraban y querían, la que puso en
cada acto de nuestras vidas un toque de distinción y de belleza. Me acerqué y
besé sus labios aún tibios. Por un momento pensé que iba a abrir los ojos: era
la primera vez que la besaba en la boca. Entreveré el crucifijo con sus dedos;
la argolla matrimonial formaba parte de su índice izquierdo.
Bibiana me observaba muy derecha,
su vestido de colores lavados cayendo hasta un poco más abajo de las rodillas.
Durante unos momentos su rostro se convirtió en esa máscara que llena de
resignación los manuales de historia y los museos. Por fortuna la juventud se
impuso a la osamenta indígena y su expresión piadosa contuvo mis ganas de
llorar.
– Traiga el otro candelabro.
Vamos a velarla.
–Pobre doña Carmelita –dijo.
Asentí, consciente de mi culpa:
–Vamos a rezar mucho. Vamos a
rezar mucho por ella y también por nosotras.
Eran las nueve de la mañana del
primer domingo de enero. Desde la fotografía en blanco y negro de sus cincuenta
años mi padre miraba convencido de que nuestros antepasados habían hecho lo
necesario para evitarle cualquier esfuerzo, sus patillas oscurísimas gracias al
tinte que le aplicaba el peluquero del Club Manizales, maravillosa su sonrisa.
Murió hace quince años, en vísperas de la Feria. Yo montaba uno de los caballos de la Escuela de Carabineros
cuando el mayor Becerra se acercó y me comunicó que mi padre estaba en
urgencias de la clínica La Presentación. Tardé menos de diez minutos en
subir, conduciendo con las manos agarrotadas por la angustia, pero cuando entré
a la unidad de cuidados intensivos, acababa de fallecer. A pesar de las marcas
de la mascarilla de oxígeno, su rostro se veía digno, soberbio. Dos monjas nos
sacaron a mi madre y a mí de la sala y nos llevaron a la capilla. Nos
arrodillamos y rezamos juntas. El poder de la oración logró contener nuestra
lágrimas.
Desde entonces fuimos la imagen
de la resignación y el decoro. Tuvimos un instante de flaqueza en el funeral:
el arzobispo –amigo personal de mi padre–, pidió que uno de sus allegados
leyera la epístola y ninguna de las dos se movió, nuestras cabezas agachadas
bajo las mantillas negras. Tras unos segundos larguísimos, el tío Aníbal subió
hasta el atril, apoyado en el hermoso bastón que heredó de mi abuelo, y leyó la Segunda Carta de San
Pablo a Timoteo: Acuérdate que nuestro
Señor Jesucristo, del linaje de David, resucitó de entre los muertos...
Mi madre y yo inventariamos los
bienes familiares, que sumaron menos de lo que todo el mundo calculaba, y
concentramos nuestros esfuerzos en la administración de la inmobiliaria. Un
apellido intachable nos significaba confianza y respeto, y lo aprovechamos para
diversificar el negocio. Comencé a arriesgarme, cada vez más, y los bancos
respaldaron mis iniciativas. Todos sabemos lo que hay detrás de la pulcritud y
las sonrisas de los banqueros. Cuando las cosas no funcionaron como yo esperaba
fueron amistosos y comprensivos, además de implacables.
Mi madre nunca lo supo. Desde
tiempo atrás las obras caritativas eran su único interés. “Quiero asegurarme el
cielo”, decía en serio para que pareciera en broma, porque pensaba en la muerte
aunque no la mencionara. Junto a sus amigas se inmiscuyó en cuanta buena causa
les propusieron, empeñada en acumular indulgencias. Convencida de la
estabilidad de nuestra empresa, invertía con generosidad en la salvación de su
alma. Al principio no percibió mi resistencia frente a algunos de sus gastos,
pero cuando lo hizo, interrogó a Albita, nuestra contadora, quien me guardó la
espalda. Vi que muy pronto descubriría nuestro descalabro financiero y me
desesperé.
Hay personas que tienen un olfato canino para las
debilidades de los demás, para sus momentos de crisis, y Daniel Ardila detectó
algo en mi comportamiento. Descendiente de una familia de terratenientes, sus
padres y hermanos dilapidaron hectárea tras hectárea de las mejores tierras de
la región mientras él se convertía en doctor en Teología. Amante de la buena
comida y los licores, siempre delgado bajo sus camisas con las puntas del
cuello abotonadas y los chalecos de rombos, a su regreso de Europa se convirtió
en capellán de dos universidades y en guía espiritual de buena parte de la alta
sociedad manizaleña. Además de asistir a su misa y confesarle los pecados,
muchos se apuntaban a las excursiones que organizaba por Francia, Italia y
Grecia, con unos días reservados para viajar a Tierra Santa, o se inscribían en
sus cursos de gastronomía mediterránea, sobre todo las mujeres, fascinadas por
su apariencia de príncipe renacentista: cabello ondulado, ojos verdes, barbilla
partida, y su voz de barítono, capaz de entonar con propiedad un canto sacro en
los momentos culminantes de las ceremonias religiosas o una balada romántica en
ocasiones menos pías, y en tres o cuatro idiomas. Enfático en su condena del
aborto, lo que le ganó la simpatía del arzobispo, podía ser muy tolerante en
otros aspectos. Dudo que fuera casto, por ejemplo. Alguna vez alabó la
costumbre de los sacerdotes de antaño de acoger en las iglesias a sus propios
hijos bajo la figura de expósitos, para al final de sus días, y en un supuesto
acto de caridad, heredarles todo lo que tenían, hasta la parroquia a su cargo:
–Todas nuestras familias, en especial las que valen
la pena, descienden de un cura –concluyó malicioso, expulsando el humo del
cigarrillo por las fosas nasales.
También
recuerdo que una vez conversábamos sobre un conocido que está dedicado al
narcotráfico y muy tranquilo declaró:
–A ese negocio se metió todo el
mundo. ¿Qué crees que es lo que hacen algunos aquí para vivir como viven? –Citó
nombres, hijos de buenas familias, gente muy próspera–. Te puedo asegurar que
las exportaciones de café ya no dan para tanto y menos el maracuyá o la ochuva
–menospreció los planes de diversificación agrícola del gobierno–. En un país
tan apto para el narcotráfico, a nadie enriquecen los cultivos no tradicionales,
ni los tradicionales –sonrió–, ni siquiera la marihuana o la cocaína. Es el
cruce de las fronteras lo que genera las ganancias –abrió el pulgar y el
meñique de su mano derecha y la movió como si fuera un avión–. Eso lo tiene que
saber una de las mejores economistas de la región.
Días atrás me habían incluido en
la lista de honor de los exalumnos de la Universidad Autónoma. En acto solemne
recibí la placa correspondiente de manos del rector, primo lejano de mi madre.
Ya en privado, alabó el buen corte del conjunto de saco y pantalón que compré
para la ocasión y la sobriedad de mi collar de perlas y mis aretes; soy fea
pero no descuidada y él siempre fue un hombre muy detallista, creo que por eso
lo postulan para tantos cargos.
–¿Todavía lees las páginas
sociales? –Me burlé de Daniel Ardila para ocultar mi sonrojo–. Ese es un
problema muy grave.
–Ni tanto. Hay gente que tiene
mayores dificultades –afirmó mientras embebía un trozo de pan en aceite de
oliva y vinagre de vino. Comíamos en Positano, uno de sus restaurantes
preferidos, propiedad de un exfutbolista argentino–. ¿Has oído hablar de los
pobres vergonzantes?
–Algo he oído, sí.
–¿Y no te gustaría ayudarlos?
–No lo sé –traté de evitar
cualquier compromiso–. Todo el asunto me parece un poco ridículo.
Desde hace años el párroco de la
iglesia de Nuestra Señora del Sagrado Corazón de Jesús solicita que los
feligreses de los barrios Palermo y Sancancio apoyen económicamente a las
familias con prosapia, tradicionalmente adineradas, que pierden sus riquezas
por una u otra razón, por azares del destino. Incapaces de vivir con modestia o
vender propiedades tan suyas como sus mismos apellidos –en muchas ocasiones
menos valiosas de lo que creían–, los rumores aseguran que en algunos hogares
“prestigiosos” se ahorra en comida para conservar la acción del Club Manizales
o pagar las cuotas del automóvil último modelo.
–Hay que entender el corazón
humano, sus angustias, sus complejidades. Recuerda que son personas como tú y
como yo –asentó la mano derecha sobre el pecho–. La vida da muchas vueltas y la
fortuna puede volvernos la espalda.
–Ahora no estoy muy líquida
–respondí al fin–. ¿Desde cuándo trabajas en la iglesia de Palermo?
–No trabajo en Palermo. Es un
favor especial para el señor arzobispo, que está muy interesado en el asunto
–pasó un trago de vino tinto–. Es bueno que sepas que en estos casos ayudar
puede ser un excelente negocio. Esta gente se va a recuperar y está dispuesta a
pagar muy buenos intereses. No olvides que son nuestros hermanos –concluyó.
Creo que aludía más a una clase social que a la unidad fraterna del género
humano.
–Ahí vienen nuestras carnes
–señalé al mesero–. Hablémoslo otro día.
Y lo hicimos. Un lunes
esperábamos vuelo en Bogotá y las malas condiciones climáticas en Manizales lo
retrasaron. Frente a un par de hamburguesas me reiteró su pedido.
–Puedes estar segura de que tu
intervención será muy bien recibida, y totalmente anónima. –Desechó las papas a
la francesa, demasiado fritas.
–¿Anónima?
–Por supuesto. –Pidió otra
cerveza con un gesto lleno de gracia, que la mesera entendió de inmediato–. Te
voy a ser sincero, e infidente –puso la mano derecha sobre su pecho y mencionó
a una familia que yo conocía desde la infancia–: Están muy mal, hipotecados; le
deben a todo el mundo, y ninguno de ellos se atreverá a pedirte un préstamo
directamente, los avergonzaría muchísimo. Pero están desesperados. –Bebió sin
prisas–. Una de las obligaciones de la Iglesia es entender las vanidades del corazón
humano, perdonar sus debilidades –miró unos segundos hacia el infinito y
después a mí–. Las transacciones se harán con mucho tacto, yo sé cómo; aunque
no lo creas, no eres la única alma caritativa en Manizales. –Se inclinó hacia
mí–. Yo te firmo los documentos que sean necesarios y a su vez ellos me firman
a mí. De todos modos no van a saber quien les dio la mano, eso los avergonzaría
muchísimo –repitió–, pero tu dinero va a estar seguro. Tú sabes todo lo que
ellos tienen y yo comprometo mi propio patrimonio en la operación. A través de
la acción de otros buenos cristianos como tú, está garantizado que sus negocios
volverán a funcionar, pero necesitan un capital semilla –sonrió con
suficiencia.
–¿Y el arzobispo qué va a
aportar? –Pregunté maliciosa.
–Su bendición, que también ayuda.
Las empleadas del lugar se
apresuraban bajo sus cachuchas rojas. Olía a carne chamuscada.
–¡Cómo trabajan estas mujeres! Se
ve que las entrenaron para cocinar y cocinar hasta cumplir con su misión, o
morir en el intento. ¡Qué impiedad! –exclamó.
Daniel Ardila resultaba encantador
cuando indiscreciones de ese tipo elevaban su voz, templada por veinte
cigarrillos diarios.
–No vas a perder nada y te van a
pagar muy buenos intereses, muy buenos –reiteró mientras caminábamos hacia la
sala de abordaje–. Doña Carmelita estará feliz de volver a Tierra Santa.
–No le interesa tanto Tierra
Santa.
–¿No? ¿Y eso?
–Está obsesionada con España.
–Como todos los manizaleños.
Celebramos la feria más española de América y a Manizales ni siquiera la
fundaron los españoles. –Puso nuestro equipaje de mano en la banda
transportadora del aparato de rayos X–. ¿Qué dices?
–Muchos feligreses desertarían de
tus misas si supieran que estás dudando de sus ancestros españoles. Te voy a
chantajear.
–El chantaje es una acción muy
poco edificante. En cambio lo que te propuse… –Miró a los cielos–. Y es
rentable –agregó.
Atravesé el detector de metales;
también prometí ayudarlo en sus propósitos filantrópicos. Supongo que mi
desespero y su simpatía hicieron que le creyera, o simplemente quería jugarme
el futuro al todo o nada. Quizá sucumbí a la tentación de mi propio alarde
torero, como hice tantas veces en el mercado inmobiliario, una acción que
hubiera aplaudido mi padre.
Le entregué buena parte del
último préstamo bancario que me habían concedido y me pagó los intereses a
tiempo, unos muy buenos. Eufórica, me mostré más solidaria. El porcentaje de mi
ganancia se sostuvo. Con ese dinero en las manos tuve un día glorioso en el
Centro Comercial Sancancio, incluso visité la joyería de Genoveva Estrada y
escogí un anillo con una esmeralda rectangular casi perfecta, exquisita en su
engarce de platino. Llamé a Daniel para invertir de nuevo, una cantidad que me
garantizaba salir de deudas. Nos reunimos dos noches después en la propiedad
que heredó de sus padres en el barrio La Francia, una casaquinta rodeada por
jardines de casi una manzana de extensión, y durante la cena ya no hablamos de
familias arruinadas, hipocresías necesitadas de recursos u otras obras de
caridad, no. Hablamos de negocios y de la comisión que obtendría si lograba que
algunos de los clientes de la inmobiliaria invirtieran en los “pobres
vergonzantes”.
Un mes y medio después, al
regresar de Panamá, vi su foto en la sección judicial del periódico. En
realidad vi dos: la de su cédula de ciudadanía, con el pelo largo y cara de
niño bueno, y la de un evento social: sonriente, sus brazos se extienden sobre
unos cuerpos recortados. Las pocas personas que confiaban en que la justicia
les devolvería su dinero, lo habían denunciado por estafa y el escándalo era
monumental; también las burlas: todo el mundo era sospechoso de tontería. Tras
unos días, los periodistas consiguieron entrevistarlo en San Antonio, Texas,
donde unos primos lo hospedaban, y lamentó mucho todo lo que estaba pasado,
“los malentendidos que enlodaban mi nombre, el de mi familia y el de la Santa
Madre Iglesia, que es lo más grave”, y prometió devolver los recursos perdidos
en cuanto tuviera cómo. También mencionó, como de pasada, que había nacido en
Boston y era ciudadano de los Estados Unidos de América, lo que imposibilitaba
su extradición. Supe de inmediato que estaba perdida.
Entonces volvió el insomnio. Me
revolvía en la cama como una posesa y después luchaba por ordenar las cobijas y
las sábanas, tan inmanejables como mis problemas. Mi madre tampoco dormía mucho
y se acostumbró a escuchar los sermones y los rezos de los canales católicos
comiendo galletas y pasteles. En medio de la noche, cuando yo estaba a punto de
ser bendecida por el sueño, escuchaba sus pasos rumbo a la cocina. El rumor y
los timbres del microondas me enloquecían. Traté de que usara termos para el té
y la leche tibia, pero una y otra vez alegó que en menos de dos días cogía un
olor que le daba náuseas.
De una de las paredes de mi
habitación colgaba una excelente reproducción en tela de la Virgen de la Caridad de El
Greco, y abrumada por el paso de las
horas, rogaba a sus pies como lo hacen esos caballeros de mirada hipócrita que
oran bajo su manto; deseaba que sus dedos infinitos me guardaran en su regazo o
me llevaran lejos, bajo un cielo más azul y más limpio, un cielo donde mi
situación fuera distinta y su rostro tuviera una expresión menos enfermiza.
De día, para ahuyentar el sueño,
consumía cantidades astronómicas de café y aliviaba el dolor de cabeza con
aspirina. Mi estómago protestó, lo que me obligó a cargar en el bolso unas
pastillas de antiácido que saben a tiza. Así sobreviví unos meses, acosada por
los agiotistas. Uno de ellos era un hombre tan horrible que darle la mano me
producía náuseas. Me citaba en su depósito en la plaza de mercado y tenía que
aceptar los aguardientes que me servía con su manos pequeñas, regordetas,
sucias y muy morenas, mientras él insultaba a los hombres semidesnudos que
cargaban bultos de papa sobre las espaldas. Sentada en un banquito inmundo,
ahuyentando a los perros que me olisqueaban, debía rogar por una prórroga. “Ese
favorcito le va a costar, mi señora”, me advertía sonriendo, con un cigarrillo
acomodado en uno de los espacios vacíos de su dentadura.
Supe que Dios se disponía a
probarme cuando mi madre inició sus compras de fin de año. A principios de
diciembre cargamos de luces el árbol de navidad; desde entonces destinó un día
tras otro a buscar regalos grandes y pequeños para todos y cada uno de nuestros
familiares y amigos. Lo suyo era una compulsión, no sé cómo más llamarla, que
en los últimos años abarcaba a los porteros del edificio, las cajeras del
supermercado, el mendigo de la esquina, al mundo entero. Sentía que estaba
expiando mis más recónditas culpas mientras aceptaba intereses absurdos para
sostener nuestras posibilidades de crédito. Mi madre pudo comprar cuanto quiso,
pero algo percibió, no sé muy bien qué, y presionó a nuestra contadora en busca
de información. Creo que en la fiesta de Año Nuevo, en la finca del tío Aníbal,
volvió al ataque y, lo supe después, obtuvo lo que quería. Yo las vi en los
columpios, meciéndose apenas: dos niñas envejecidas, con los pies colgando a
cinco centímetros del suelo.
El primer sábado de enero me tomé
unos tragos en la piscina del Club Campestre, de espaldas al sol y a los
cuerpos bronceados de las hijas de mis condiscípulas, también a la rutina de
años de almuerzos familiares, tías y costureros. Luego quemé la gasolina que ya
no podía pagar. Una de las pocas cosas que me enseñó mi padre fue a conducir, y
me encanta; aprendí entre sus piernas, mi faldita blanca recogida sobre la
silla de cuero de un Mercedes Benz que parecía rodar sobre calles de algodón.
Me relaja atravesar de noche las zonas de la ciudad en las que de día hay las
mayores congestiones y comprobar que allí siguen, a pesar de la mugre y el
descuido, las bellas fachadas republicanas y una que otra puerta tallada con
esmero. Me gusta la desolación de los almacenes cerrados; cruzar el centro
morosa, ensimismada, para después subir a Chipre y hundirme en la niebla.
Mi ánimo estaba tan sosegado
cuando entré al apartamento, que vi a mi madre sentada en la sala, todavía en
ropa de calle, y pensé que simplemente me quería regañar por llegar tarde o por
no haber rezado el rosario con ella, aunque hasta en mi presencia seguía una
grabación que hicieron unos monjes españoles. Colgué la chaqueta en el perchero
y saludé; una mirada al comedor me enfrentó con la realidad: allí estaban las
hojas grandes, renglones verdes y blancos, en las que Albita imprimía nuestra
contabilidad con una ruidosísima Exxon de cinta.
–Lo sé todo –dijo con una voz que
desconocía.
–Tengo hambre –declaré y seguí
hacia la cocina.
–¿Cómo pudiste?
Era la pregunta correcta y yo no
tenía la respuesta. ¿Cómo perdí los restos de una fortuna que tres generaciones
de mi familia consiguieron con tanto esfuerzo?
–¿Tenemos tallarines? –Abrí uno a
uno los gabinetes de la cocina, como si no supiera en cuál los guardábamos,
aporreando las puertas.
–¿Estamos tan mal como dicen esos
papeles?
–Supongo que sí.
–¿Y qué piensas hacer? –Remachó
las sílabas, muy erguida, tal vez esperanzada–. ¡Contesta! –chilló, irritada
por mi silencio.
–Algo haremos.
–Llevo horas esperándote...
Horas… ¿Y eso es lo único que me vas a decir?
–¿Y qué quieres que diga?
–¡Dios mío! ¡Eres como tu padre!
–Cerró los ojos y comenzó a gemir como un animal enfermo, a llorar de la manera
más indigna, furiosa. Después, como si un ente infrahumano la inspirara,
escupió groserías que nunca creí que pudieran salir de sus labios. Su discurso
era rencoroso, vulgar; vomitó palabras que cuando yo las pronuncié siendo niña
me significaron palmadas en la boca; gritó de mi padre lo que nadie nunca se
atrevió ni a susurrar. Estaba poseída.
No perdí la calma. Busqué una
cebolla y un tomate en el fondo de la nevera. Mi madre los odió siempre por su
forma, su color y su olor; ni siquiera los tocaba. Saqué un cuchillo de uno de
los cajones. Ella redobló sus insultos, sus blasfemias; llevada por un impulso
irracional, golpeó mi espalda con los puños una y otra vez hasta que perdió las
fuerzas.
Me quedé muy quieta. Volvieron
los reclamos y el llanto. Yo terminé de picar el tomate y busqué la mantequilla
y la sartén.
–¡Eres una mala hija, una
asquerosa! –gritó deformada por la ira, irreconocible.
Dos vitrinas en la sala reunían los recuerdos
de nuestra vida en común: porcelanas, álbumes, vajillas, portarretratos,
platería, réplicas de catedrales del mundo. Algo impulsó a mi madre a
destrozarlo todo. Cuando vi en pedazos los platos que me había regalado Mamá
Galleta, antiquísimos, solté la cuchara de madera y traté de inmovilizarla. Con
vigor inhumano me apartó de un empujón y me golpeó; sentí que de mi pómulo
izquierdo partía una ola de calor que asolaba mi cuerpo entero. Volví a la
cocina y sin pensarlo tomé el cuchillo.
Lo clavé en su espalda una, dos,
tres veces, con todas mis fuerzas. Si digo que no la quería matar, sé que nadie
me creerá, pero es la verdad, la única verdad. Quería que se detuviera; quería
un poco de paz y de silencio.
Cayó de rodillas, como si pidiera
perdón. Tras unos momentos de duda, me agaché para auxiliarla. Aunque me
rechazaba con las manos y luchaba por incorporarse, su cuerpo terminó deslizándose
sobre mis brazos. Sus ojos expresaban asombro e indefensión, húmedos como los
de la Magdalena
penitente que desde la pared suplicaba al cielo con los dedos entrelazados. Su
sangre comenzó a empapar mis ropas y la oí murmurar algo, tal vez una oración.
Yo la entendía profundamente: no podía aceptar la miseria como forma de vida,
convertirse en objeto de la lástima de la sociedad que siempre la admiró y
respetó. Prefería morir antes que enfrentarse al descrédito y la pobreza.
Se fue apagando, sin agitarse ni
gritar, como debe hacerlo una dama, libre de los demonios que la habían
poseído, digna, decorosa. Le costaba respirar pero no protestaba; su fe en Dios
le dictaba la resignación y el perdón.
Sus dedos se relajaron y sus
pupilas perdieron brillo. Le acaricié la frente y los cabellos, susurré en su
oído las palabras de San Mateo: Venid a
mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré.
Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de
corazón, y hallaréis el reposo para vuestras almas.
Con el cuerpo de mi madre entre
los brazos, el olor de la sangre mezclándose con el de la cebolla y el tomate
quemados, así nos encontró Bibiana.
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