Marsé, con la puerta abierta
Una voluminosa y detalladísima biografía viaja a la semilla literaria y personal del autor de 'Últimas tardes con Teresa'
Carlos Geli
Barcelona, 2 de marzo de 2015
Sí, Juan Marsé fue un niño adoptado. Pero el trasvase familiar no se produjo en el azaroso viaje en taxi en el que el conductor que acababa de enviudar tras nacer su hijo lo ofrecía a la desdichada pareja que acaba de perder el suyo; no, fue menos poético, más seco y con un punto algo cómico visto el pensamiento político del futuro escritor: es probable que el marido de la pareja que lo adoptó y que se lo llevó de manera rauda tras irle a buscar a la casa de un familiar hubiera conocido al progenitor de Marsé antes de la guerra civil en los aledaños del independentista y combativo Estat Català. Así se lo embelleció su madre adoptiva al niño Marsé, alimentando sin saberlo su innata vocación narrativa.
Lo desvela, entre centenares de pormenorizaciones, el historiador y escritor Josep Maria Cuenca en Mientras llega la felicidad (Anagrama), voluminosa y detallista biografía sobre Marsé de voluntad anglosajona y regusto barroco que, fruto de seis años de trabajo y de entrevistas y una bibliografía infinitas, deja clara tres cosas: quizá solo somos infancia, la voluntad puede muchas cosas y, parafraseando a Rilke y a casi toda la obra del propio novelista, “¿Quién habla de victorias? Resistir lo es todo”. Algunos jirones de la vida de Marsé así parecen afirmarlo.
Tanto el padre biológico como el adoptivo eran próximos al independentista Estat Català; quizá eso 'vacunó' al futuro escritor ante el nacionalismo
Independentismo y buena vida. Domingo Faneca era un poco un viva la vida, independentista, militante de Estat Català, que en 1926 se había casado con Rosa Roca, ambos al servicio de una familia bien de Barcelona donde él hacía de chófer. En 1927 nació su primera hija, Carmen, y el 9 de enero de 1933, en la misma torre de Sarrià, a las 11 de la noche, lo hacía Juan Domingo Antonio Faneca Roca. Complicaciones en el parto llevan a que la madre muera el 1 de febrero. Mingo lo tiene claro: tras enterrar a la mujer en Montjuïc (no pagará el nicho y el cuerpo acabará en la fosa común), la hija se la pasará al cuñado y el niño lo dará al matrimonio Pep Marsé y Alberta Carbó, ambos de Tarragona, que habían perdido una criatura. Lo más probable es que los dos hombres se hubieran conocido en los entornos de Estat Català, con el que Pep simpatizaba. Hay denominador común mayor: Pep es despreocupado, un punto fanfarrón, mujeriego, con tendencia a la bebida, idealista (es encarcelado en el buque Uruguay cuando los Fets d’Octubre de 1934). Será un “comecuras”, como le bautiza (y acabará heredando) Marsé, y un antifranquista acérrimo: el escritor recuerda haber llorado al ver a su padre hacer lo mismo cuando desde el balcón contemplan la entrada de las tropas rebeldes en Barcelona el 26 de enero de 1939. Con problemas con la justicia hasta 1954 (pasará por la cárcel por un delito de estafa nada claro), le reconocerá sus dotes de seducción, pero admirará más la figura de su madre, sacrificada en grado extremo. Por el padre biológico, Marsé nunca sentirá nada especial: quiere y logra, aparentemente, olvidarlo. Sabrá que se casará con una anarquista de la FAI de las de cartuchera y pistolón de la que se separará en los 60 y que llevará una vida errabunda. Solo lo verá dos veces en su vida: en 1941, cuando su primera comunión (de la que recuerda el acto casi ofensivo de que le dio “un dinerito”) y cuando la boda de su hermana biológica, en 1949: la mano del padre apenas osa asomarse por el separado hombro del hijo, distante, en la única foto juntos.
El ‘hada’ Crusat. La infancia de Marsé serán casi cinco años en la Arcadia de Sant Jaume dels Domenys, en la casa de los abuelos paternos, refugio de una durísima primera postguerra imposible de superar alimentariamente en Barcelona con sus padres. Ranas, baños en las albercas, partidos de fútbol jugando de portero (emulando a Camus y Nabokov) y un gorrión muerto abatido a perdigonazos por él y cuyos remordimientos lo convierten en pesadilla imborrable marcan a Marsé, que espera las visitas de su madre para que le traiga tebeos (El Coyote, Flash Gordon, El guerrero del antifaz…). La lectura causa gran impresión, como la del cine, que descubre en la cercana L’Arboç, con el gran Doctor Jekill y Mr. Hyde de Mamoulian.
Ha nacido usted con el instinto de cómo se escribe, el de crear una atmósfera", le dijo Paulina Crusat, la mujer que le orientó en sus inicios literarios
Ya en el barcelonés barrio de Gracia, más o menos el de sus libros y personajes, como demuestra Cuenca, la miseria aprieta tanto que, por más que es el protegido de su madre Berta, ésta se ve obligada a sacarlo del colegio de un maestro ultracatólico y ponerlo a trabajar a los 13 años de aprendiz en un taller de joyería, desmarcándose así también del teatro y el ping-pong que practicaba en la parroquia cercana. Marsé, lector ya de Verne, Wallace o Salgari y con cierto bagaje fílmico gracias a que puede colarse en los cines del barrio porque su padre trabaja en ellos como higienizador y desratizador municipal, hace sus pinitos literarios sobre los 15 años: una libretita (Diario o lo que salga: 1947-1948), un relato a lápiz en otro cuadernillo sobre unos gitanos entrevistos en Sant Jaume dels Domenys; un monólogo de 1950: He ido a la parroquia…. Marsé embrionario ya, adelanta Cuenca: tono y visión pesimista, tendencia a la descripción física de los personajes…
La justicia poética existe: una anciana a la que cuida su madre, y que sabe que el hijo de Berta escribe, le dice que su hija, Paulina Crusat, es crítica y escritora y vive en Sevilla, que igual le puede dar algún consejo. El 15 de enero de 1957 Marsé recibió respuesta, la primera de las cartas que tanto le ayudarían como escritor y, en parte, como persona. El joven que, en solitario, había leído El Quijote a los 17 años en el Park Güell, o a Zweig, al Hemingway cuentista o a su predilecto Pío Baroja y que durante el servicio militar en Ceuta tiene ya 130 páginas de una novela (el embrión de su debut: Encerrados con un solo juguete) se sincerará con los años a esa mujer mayor que él y experta en la vida y en la literatura. Se define “bastante vago”, con “escasa capacidad de cariño externo”, deseoso de éxito “por mi familia: soy adoptivo y no deseo defraudarles en nada”; admirador de su sacrificada madre, por la que sufre indeciblemente… Y a esa mujer dejará traslucir su impaciencia e insatisfacción permanentes. Y ella le aconsejará desde lecturas y contactos de revistas como Ínsula, a que se presente al premio Nadal. Y le leerá borradores y le hablará con toda franqueza: “Ha nacido usted con el instinto de cómo se escribe, el de crear una atmósfera”, si bien “su flaco es la invención”. Y le dirá de Seix Barral y del Biblioteca Breve, capitales para el futuro Marsé, que en 1959 gana el premio Sésamo por el relato Nada para morir. Con buen olfato, Crusat había detectado que la vida privada de Marsé “literariamente es una mina” y le obliga a que “juegue con sus personajes en la imaginación”. Él es consciente de que, quizá a falta de preparación, ha de leer como un poseso y debe “fiarse del instinto”. Esa Vanessa Redgrave, como la define hoy recordando la única vez que se vieron en 1958, le fue de gran ayuda. La correspondencia se truncó a principios de los agitados años 70.
En 1985, el 'conseller' de Cultura de la Generalitat Joan Rigol admitía en privado que no podía incluir al escritor en el famoso Pacto Cultural “porque los míos me devorarán”
El hombre bilingüe. Un fantasma recorre la biografía de Marsé: su relación con la lengua y la cultura catalana. Tanto la familia adoptiva como la natural de Juan Marsé tuvieron el catalán como lengua materna. Menos en la escuela, Marsé hablaba de pequeño en catalán. Uno de los primeros autores que leyó fue Alfons Maseras (Sota el cel de París) y de las primeras patums a las que va a visitar está el educado pero escéptico con él Salvador Espriu (le escribe a Crusat: “Probablemente no hará nunca nada”; tampoco le gusta el relato Nada para morir). Pero su educación literaria ha sido en castellano: “Me resulta más cómodo y por supuesto me expreso mejor; no conozco el catalán como para escribirlo”, se sincera con Crusat en 1960, a quien le hace partícipe de que le parece ver una maniobra para “cazarme e invitarme a regresar al redil” en una petición para traducir al catalán el cuento del premio Sésamo por parte del grupo editorial de Albertí, “compuesto en su mayoría por separatistas y otras cosas raras”. No es una obsesión particular; si acaso, colectiva: pocos años después, Montserrat Roig querrá entrevistarse con él para saber “con certeza, a qué cultura perteneces”. Crítico con la burguesía catalana y con el nacionalismo ya desde Últimas tardes con Teresa y La oscura historia de la prima Montse, pasando por El amante bilingüe, quizá por ello en 1985 es de los pocos nombres que el entonces conseller de Cultura de la Generalitat Joan Rigol admite en privado que no podrá incluir en el famoso Pacto Cultural “porque los míos me devorarán”. El cénit del desencuentro fue en 2007, cuando la literatura catalana fue la invitada de honor en la Feria de Fráncfort y se pidió desde el Govern a los grandes autores catalanes en lengua castellana que acudieran para dar su apoyo a las letras en catalán. “Ir de telonero me parece el colmo”, respondió entonces.
Hace apenas dos años, rechazó la posibilidad de que la Generalitat le rindiera un homenaje por sus 80 años, como le sondeó el actual conseller Ferran Mascarell. Del mismo modo que había matizado de manera contundente en 2008 al ministro de Cultura, César Antonio Molina, según el cual el autor de Si te dicen que caí destacaba por defender la lengua española en Cataluña. Admitió entonces Marsé, que en 1996 apoyó el Foro Babel, que si las circunstancias personales e históricas que vivió hubieran sido otras tal vez habría escrito su obra en lengua catalana. Él llevará el bilingüismo con total normalidad: con Gabriel Ferrater y Carlos Barral hablarán en catalán; cuando se dirigen a Jaime Gil de Biedma, todos en castellano. En casa, con los años, con su hija Berta, se dirigirá siempre en castellano; con su hijo Sacha, en catalán, y con la esposa y madre, todos en castellano.
Un fantasma recorre toda su biografía: su relación con la lengua y la cultura catalanas
El reposo del guerrero. Marsé tiene una trayectoria cargada de duelos dialécticos sin pelos en la lengua: desde los hermanos Juan y Luis Goytisolo por la polémica de la concesión del Biblioteca Breve por Últimas tardes con Teresa hasta Francisco Umbral (el de la “prosa sonajero”), pasando por Baltasar Porcel (paradigma a su entender del intelectual arribista comprado por el poder), sin olvidar sus sistemáticas collejas a la mayoría de los que han adaptado sus obras al cine (“me compran los derechos cinematográficos, no mi opinión”, resume). Pero, sin perder mordiente, parece más sosegado. Se nota “cierta tendencia al desánimo y a encerrarse en sí mismo”, resume cuenca, en particular tras leer su diario inédito de 2004. “Ha ido perdiendo curiosidad y despegándose de lo actual”, dice su médico y amiga de la familia Teresa Porquet. Su esposa, Joaquina, afirma: “Juan apenas sale de casa; lo único que hace es leer, escribir y ver la televisión”. Afectan, claro, los años y los famosos doble bypass de su corazón de 1985 y 1999. “Creo de veras que no me queda mucho tiempo para virguerías (y porque siento muy cerca el fin de mis neuronas)”, escribió mientras ultimaba la novelización del guion Canciones de amor en Lolita’s Club. Pero él mismo se desmentía en febrero de 2011 con Caligrafía de los sueños, su 13ª novela y quizá la más autobiográfica. Y ya cerrado el libro de Cuenca, no hace ni dos meses aparecía Noticias felices en aviones de papel, historia desgajada de otra novela que está escribiendo ahora mismo. La dedicatoria de aquella, por cierto, lo dice todo de Marsé: “A la memoria de Paulina Crusat, que me abrió la puerta”.
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