Chernóbil: enterrar la catástrofe
La comunidad internacional necesita más fondos para acabar las obras del segundo sarcófago que cubrirá el reactor siniestrado en 1986
Han pasado casi tres décadas del mayor accidente nuclear de la historia, y Chernóbil, al norte de Ucrania, sigue siendo uno de los rincones más espeluznantes del planeta. No solo porque la zona de exclusión de 30 kilómetros a la redonda de la central atómica sea un paraje posapocalíptico de pueblos y carreteras abandonados, donde la naturaleza vuelve a abrirse paso entre casas deshabitadas, sino por la amenaza aún latente de una nueva catástrofe. El reactor número 4 que explotó en la madrugada del 26 de abril de 1986 y llevó una nube de radiactividad a media Europa no dejará de ser un peligro hasta que quede sellado. Y el dinero para conseguirlo se está acabando.
La comunidad internacional sufraga la construcción del llamado segundo sarcófago, una imponente obra de ingeniería que se ha convertido en la estructura móvil más grande jamás levantada. Una jaula para contener a la bestia que se esconde bajo el primer sarcófago, edificado a toda prisa en los meses posteriores al accidente y que arrastra un largo historial de reparaciones. La estructura de hormigón es frágil y tuvo que estabilizarse entre 2004 y 2008. Esta nueva cubierta de acero, de 260 metros de envergadura y 110 de altura, lo protegerá de las inclemencias del tiempo y, lo más importante, aislará herméticamente el reactor en caso de colapso. Un seguro para generaciones futuras.
La singularidad de la obra, encargada al consorcio francés Novarka, es la razón del retraso en los planes iniciales para tener la coraza lista en 2015. Y también la causa del sobrecoste, según admiten tanto la Comisión Europea y el G-7 como el Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), los principales financiadores del proyecto. A finales del año pasado distintas auditorías mostraron que los 615 millones de euros extra que pedía Novarka estaban justificados. “La obra ha supuesto un desafío técnico impresionante y años de cuidadosa investigación. Nunca antes nadie se había enfrentado a tal complejidad”, asegura Vince Novak, director de seguridad nuclear en el BERD.
El banco adelantó 120 millones de euros para que las obras no se detuvieran, y aportará otros 230 cuando el G7 y la Comisión pongan los 165 a los que se han comprometido. Aún harán falta 100 más, que se le pedirán a la comunidad internacional en una conferencia de donantes prevista para finales de abril en Londres. Fuentes comunitarias deslizan que algún país europeo se muestra reacio. “Terminar el proyecto en 2017 es extremadamente importante no solo para la seguridad en Ucrania, sino para toda Europa”, recordó el lunes el viceministro de Ecología ucraniano, Sergiy Kurykin, en una rueda de prensa en Kiev a la que fueron invitados medios de toda Europa, entre ellos EL PAÍS.
Pese al accidente, que obligó a evacuar a 200.000 personas, entre ellas las 50.000 de la vecina ciudad de Prípiat, Ucrania no cerró el último reactor de Chernóbil hasta el año 2000. Lo que sí hizo fue paralizar la construcción de un quinto reactor, cuyo inquietante esqueleto rodeado de grúas da la bienvenida al visitante que se adentra en la central. El lugar parece detenido en la era soviética. Apenas se ve actividad, salvo en las obras del almacén temporal que acogerá el combustible nuclear gastado —financiado también por la comunidad internacional y que debe terminarse en 2016— y en la construcción del nuevo sarcófago, donde han llegado a trabajar 1.200 personas.
El estado del reactor es una incógnita para los científicos. Tras la explosión, el combustible —más de 200 toneladas de uranio— se fundió con centenares de toneladas de residuos, arena, plomo y ácido bórico que se lanzó desde los helicópteros para taparlo. El resultado es un amasijo incandescente, una especie de magma extremadamente radiactivo. Ucrania aún tiene que decidir qué hará con él. Así que el nuevo sarcófago básicamente ayudará a ganar tiempo, asegura Novak. Mucho tiempo. Está diseñado para resistir 100 años, señala Nicolas Caille, director del proyecto de Novarka. Cuenta con una doble piel con una cámara de aire y un sofisticado sistema de ventilación. “Monitorizaremos el aire y mantendremos la humedad siempre bajo el 40% para evitar la corrosión”, explica.
La elevada radiactividad ha impedido construir la cúpula directamente sobre el reactor, así que se ha levantado a unos 300 metros y después se moverá hasta que lo cubra. Los trabajadores han pasado de poder estar solo tres horas seguidas en la obra a hacer jornadas completas gracias a que se construyó un grueso muro de hormigón que les aísla de la radiación. Desplazar al gigante llevará entre uno y tres días, a razón de 10 metros por hora. El arco de metal se deslizará sobre unos raíles de teflón. “No hay ruedas en el mundo que soporten una estructura de 36.000 toneladas”, apunta Caille. Se equipará con dos grúas que soportan 50 toneladas. Una membrana especialmente diseñada para el proyecto lo sellará. Cuando sea necesario, se podrá introducir la maquinaria que en un futuro permita desmontar el reactor y retirar los materiales contaminados. Un proceso de décadas, coinciden los expertos.
Buena parte de la zona que rodea Chernóbil nunca se podrá volver a habitar. Hay isótopos radiactivos con un periodo de desintegración de 24.000 años. Los acuíferos están contaminados. En algunos pueblos, como Kopachi, las casas fueron derribadas y enterradas, explica Yuri Tatarchuk, que trabaja como acompañante oficial de visitantes y turistas. Solo quedan montículos cubiertos de maleza sobre los que se clavaron carteles con el símbolo amarillo de la radiactividad. “En antigua lengua eslava el nombre del pueblo se traduce como enterrador. Es como si predijera su futuro”, relata.
La estampa más alucinante quizá es la de Prípiat, hoy una ciudad fantasma que en su día se construyó como modelo de urbe soviética. En 1986 la media de edad de su población, trabajadores de la central y sus familias, no superaba los 30 años. Sus habitantes fueron evacuados en cuestión de horas en centenares de autobuses. “Les dijeron que era por tres días, pero se convirtieron en tres semanas, meses años… Jamás pudieron volver”, dice Tatarchuk, que muestra en su dosímetro cómo la radiación se dispara en la plaza principal del pueblo solo con acercarlo al suelo.
Tras el accidente se construyó otra ciudad fuera de la zona de exclusión, Slavutich, que es donde ahora viven la mayor parte de trabajadores. Una línea férrea les transporta los 55 kilómetros que la separan de la central. Algunos también viven dentro, en zonas descontaminadas, como el pueblo de Chernóbil, aunque solo pueden permanecer allí en turnos de 15 días. Y luego están los okupas, en su mayor parte jubilados que se niegan a vivir en otro lugar y con los que las autoridades hacen la vista gorda. Para ellos la zona muerta de Chernóbil es un hogar.
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