jueves, 2 de enero de 2025

Alice Munro / Vándalos



Alice Munro
Vándalos


I
    «Mi querida Liza: todavía no te había escrito para darte las gracias por haber ido a nuestra casa el pasado febrero (pobre Tétrica: supongo que ahora sí que se merece el nombre) en plena nevada o al menos en medio de sus consecuencias y por contarme qué te habías encontrado allí. Dale también las gracias a tu marido por haberte llevado en su vehículo para la nieve, y además porque sospecho que fue él quien tapió la ventana rota para impedirles el paso a las bestias salvajes, etc. No acumuléis tesoros en la tierra que la polilla y el polvo, por no hablar de los quinceañeros, puedan corromper. Me he enterado de que te has hecho cristiana, Liza. Me parece estupendo. ¿Has vuelto a nacer? Siempre me ha gustado esa idea.


    »Ay, Liza, ya sé que me pongo pesada, pero todavía sigo pensando en el pobre Kenny y en ti de pequeños, cuando salíais de detrás de un árbol para asustarme y os lanzábais a la charca.
    »Ladner no tuvo ninguna premonición de muerte la noche antes de la operación, o quizá fuera la noche anterior, cuando te llamé por teléfono. Hoy en día es raro que la gente se muera en una simple operación para implantar un marcapasos y, además, Ladner no pensaba que estuviera tan grave. Sólo le preocupaban cosas como si habría cerrado la llave de paso del agua. Cada día estaba más obsesionado con esos detalles. Era en lo único que se notaba la edad que tenía. Aunque, bien pensado, en realidad no son detalles si las cañerías revientan, sino una catástrofe. Pero de todos modos ocurrió una catástrofe. Sólo he vuelto allí una vez para echar un vistazo y lo más curioso es que me pareció normal. Después de la muerte de Ladner, casi llegué a pensar que así tenían que ser las cosas. Lo que no me parecería natural sería ponerme a arreglarlo todo, aunque supongo que tendré que hacerlo, o contratar a alguien para que lo haga. Siento tentaciones de prenderle fuego y ya está, pero me imagino que entonces me encerrarían.
    »Me habría gustado que a Ladner lo hubieran incinerado, pero no se me ocurrió en su momento. Lo llevé al panteón de los Doud para sorprender a mi padre y a mi madrastra. Pero mira, la otra noche tuve un sueño. Soñé que estaba detrás del Tiro Canadiense, los almacenes, y que tenían instalada esa tienda de plástico grande, como cuando venden plantas en primavera. Abrí el maletero del coche, como si fuera a meter la salvia y la impatiens que compro todos los años. Había más gente esperando, y unos hombres con delantales verdes que entraban y salían. Una señora me dijo: “¡Hay que ver lo rápido que pasan siete años!” Parecía conocerme, pero yo no, y pensé, ¿por qué siempre me pasa lo mismo? ¿Porque estuve dando clases una temporada? ¿Se debe a lo que, cortésmente, podría llamarse mi modo de vida?
    »De pronto comprendí a qué se refería con lo de los siete años y qué estaba haciendo yo allí y qué estaban haciendo los demás. Habían ido a por los huesos. Yo había ido a por los huesos de Ladner, porque en el sueño hacía siete años que lo habían enterrado. Pero pensé, ¿eso no lo hacen en Grecia o no sé dónde? Le pregunté a algunas personas que si las tumbas se estaban poniendo a tope. ¿Por qué hemos adoptado esta costumbre? ¿Es pagana, cristiana o qué? Las personas con las que hablé parecieron ofenderse muchísimo y yo pensé, vaya, ya he metido la pata otra vez. Llevo viviendo aquí toda la vida y todavía siguen mirándome mal… ¿Será por la palabra “pagana”? Entonces, uno de los hombres me dio una bolsa de plástico, y yo la cogí agradecida, pensando en los fuertes huesos de las piernas de Ladner y sus anchos hombros, en su cráneo inteligente, todos ellos abrillantados y limpios gracias a un cepillo que sin duda estaba escondido en la bolsa. Podía guardar alguna relación con mis sentimientos hacia él y mi purificación, pero la idea me resultaba mucho más interesante y sutil  que todo eso. Me puse muy contenta al recibir mi parte, y los demás también. Algunos incluso estaban encantados y tiraban las bolsas por el aire. Unas eran azul claro, pero la mayoría verdes, y la mía era también verde.

    »—Oiga, ¿tiene usted a la niña? —me preguntó alguien.
    »Comprendí a qué se refería. A los huesos de la niña. Vi que mi bolsa era demasiado pequeña y ligera para que dentro estuviera Ladner. Quiero decir, los huesos de Ladner. ¿Qué niña?, pensé, pero empezaba a sentirme confusa y sospechaba que se trataba de un sueño. Lo que me vino a la cabeza fue si se referirían al niño. Cuando me desperté, estaba pensando en Kenny, si habían pasado siete años desde el accidente. (Espero que no te moleste que hable de esto, Liza. Además, ya sé que por entonces Kenny ya no era un niño, cuando lo del accidente). Al despertarme, pensé que tenía que preguntárselo a Ladner. Incluso antes de despertarme, siempre sé que el cuerpo de Ladner no está a mi lado y que la sensación de tenerlo cerca, de su peso y su calor y su olor, es sólo un recuerdo. Pero de todos modos tengo la sensación —al principio— de que está en la habitación de al lado y de que puedo llamarlo y contarle lo que he soñado o lo que sea. Después tengo que aceptar que no es verdad, todas las mañanas, y siento escalofríos. Es como si me encogiera, como si me pusieran dos planchas de madera en el pecho, y se me quitan las ganas de levantarme. Es algo que me ocurre muy a menudo. Pero en este momento no me pasa, sólo lo estoy describiendo, y en realidad estoy bastante contenta aquí, escribiendo con mi botellita de vino tinto».
    Bea Doud no llegó a enviar esta carta, ni siquiera a terminarla. Había iniciado una época de reflexión y bebida en su enorme casa de Carstairs, ya muy descuidada. Todos los demás opinaban que había iniciado un lento declive, pero ella lo veía como una convalecencia, triste pero placentera.
    Bea Doud conoció a Ladner un domingo, cuando salió a dar un paseo en coche con Peter Parr. Peter Parr era profesor de ciencias y director del instituto de Carstairs, donde Bea hizo algunas sustituciones. No tenía título para ejercer como profesora, pero sí título universitario, y en aquella época las cosas eran más laxas. Además, la llamaban para que ayudase en las excursiones escolares, para que llevase a una clase al Royal Museum de Ontario o a Stratford, a recibir la dosis anual de Shakespeare. En cuanto empezó a sentirse interesada por Peter Parr, intentó evitar una relación. Quería mantener las apariencias, por el bien de él. La mujer de Peter Parr estaba en una clínica, aquejada de esclerosis múltiple, y él iba a verla fielmente. Todo el mundo pensaba que era un hombre admirable y casi todos comprendían que necesitara una novia estable (palabra que Bea detestaba), pero quizá otros pensaran que había hecho una elección lamentable. Bea había llevado una vida que ella misma denominaba a salto de mata. Pero con Peter sentó la cabeza: su amabilidad, su buena fe y su buen humor la llevaron a una vida ordenada, y ella pensaba que incluso le gustaba.
    Cuando Bea hablaba de su vida a salto de mata, adoptaba un tono sarcástico o despectivo que no reflejaba lo que realmente pensaba sobre sus historias amorosas. Aquella vida empezó cuando estaba casada. Su marido era un aviador inglés destinado cerca de Walley durante la segunda guerra mundial. Después de la guerra, se fue con él a Inglaterra, pero se divorciaron al cabo de poco tiempo. Al volver a Canadá hizo varias cosas, como llevarle la casa a su madrastra y obtener el título. Pero sus amores representaban lo principal para ella, y sabía que cuando les restaba importancia no era sincera. Fueron dulces, amargos; ella fue feliz, desgraciada. Sabía lo que suponía esperar en un bar a un hombre y que no apareciese. Esperar cartas, llorar en público y, por otra parte, que insistiera un hombre al que ya no deseaba. (Se vio obligada a abandonar la Sociedad de Opereta porque un barítono imbécil le dedicaba solos). Pero seguía experimentando las primeras señales de un amor como el calor del sol sobre la piel, como la música a través de una puerta o, como decía a veces, el momento en el que un anuncio de televisión en blanco y negro estalla en colores. No pensaba que estuviera malgastando el tiempo. No pensaba que lo hubiera malgastado.
    Pensaba, admitía que era vanidosa. Le gustaba que la halagaran, que le prestasen atención. Le molestaba, por ejemplo, que cuando Peter Parr la llevaba en el coche al campo, no lo hiciera sólo por disfrutar de su compañía. Era un hombre que caía bien y a él le caían bien muchas personas, incluso si apenas las conocía. Bea y él siempre acababan yendo a casa de alguien, o hablando con un antiguo alumno que trabajaba en una gasolinera, o formando parte de un grupo de gente que habían conocido en la tienda de cualquier pueblo en la que habían comprado unos helados. Bea se enamoró de él por su triste situación y su aire galante y triste y su sonrisa tímida, pero en realidad era compulsivamente sociable, la clase de persona incapaz de pasar delante del jardín de una casa en el que la familia está jugando al balonvolea y no sentir deseos de saltar del coche y participar en el juego.
    Un domingo por la tarde, en mayo, un día deslumbrante, de un verde nuevo, él le dijo que quería pasar unos minutos por casa de un tal Ladner. (Para Peter Parr siempre eran unos minutos). Bea pensó que lo conocía de algo, porque lo llamaba por su nombre de pila y parecía saber muchas cosas sobre él. Dijo que Ladner había venido de Inglaterra poco después de la guerra, que había estado en las fuerzas aéreas (¡sí, como su marido!), y que cuando su avión fue derribado se le quemó un lado entero del cuerpo. Desde entonces decidió llevar vida de ermitaño. Le volvió la espalda a la sociedad corrupta, autoritaria y competitiva, compró ciento sesenta  hectáreas de tierra improductiva, pantanosa en su mayor parte, en el norte, en el municipio de Stratton, y creó una especie de reserva natural extraordinaria, con puentes, senderos, arroyos en los que había construido diques para formar charcas y ejemplares vivos de aves y otros animales en los senderos. Porque se ganaba la vida como taxidermista, trabajando sobre todo para museos. No cobraba nada por pasear por los senderos y ver los animales. Era un hombre herido y decepcionado, de la peor manera posible, y aunque se había retirado del mundo, le devolvía cuanto podía dedicándose a la naturaleza.
    Gran parte de esto era falso o una verdad a medias, como descubriría Bea más adelante. Ladner no era en absoluto pacifista: apoyaba la guerra de Vietnam y estaba convencido de que las armas nucleares tenían una función disuasoria. Era partidario de la sociedad competitiva. Sólo se había quemado un lado de la cara y del cuello, y eso ocurrió por la explosión de un obús en el transcurso de la batalla de Caen (estaba en el ejército de tierra). No se marchó de Inglaterra inmediatamente, sino que siguió allí varios años, trabajando en un museo, hasta que pasó algo —Bea nunca llegó a enterarse de qué— que lo enfrentó con el trabajo y con el país.
    Lo de las tierras y lo que había hecho con ellas era cierto. También que era taxidermista.
    Bea y Peter tuvieron dificultades para dar con la casa de Ladner. En aquellos días era una construcción sencilla, con tejado a dos aguas, oculta entre los árboles. Por fin encontraron el sendero de entrada, estacionaron el coche y bajaron. Bea pensaba que la presentarían, harían el recorrido, se aburriría considerablemente durante un par de horas y que después tendría que sentarse a tomar cerveza o té mientras Peter Parr consolidaba una amistad.
    Ladner dio la vuelta a la casa y se enfrentó a ellos. A Bea le dio la impresión de que llevaba un perro fiero; pero no era así. Ladner no tenía perro. Él era su propio perro, y muy fiero.
    Las primeras palabras que les dirigió Ladner fueron las siguientes: «¿Qué quieren?».
    Peter Parr dijo que iría directamente al grano.
    —He oído hablar mucho sobre este maravilloso lugar que ha construido usted —dijo—. Y, francamente, me interesa. Soy educador. Educo a los chicos del instituto, o eso intento. Intento inculcarles algunas ideas para que no estropeen el mundo ni lo hagan pedazos cuando les llegue su momento. ¿Qué ven a su alrededor sino ejemplos terribles? Prácticamente nada positivo. Y por eso me he atrevido a venir. Para pedirle que piense en mi propuesta.
    Excursiones de campo. Alumnos escogidos. Que vean cómo puede cambiar las cosas una persona. Respeto a la naturaleza, colaboración con el medio ambiente, la oportunidad de verlo de cerca.
    —Pues yo no soy educador —dijo Ladner—. Me importan tres cojones sus quinceañeros, y lo que menos me apetece en el mundo es tener una pandilla de gamberros en mi finca, fumando y riéndose como memos. No sé de dónde ha sacado usted la idea de que esto que he hecho aquí es un servicio público, porque no me interesa lo más mínimo. A veces dejo entrar a alguien, pero sólo a quien yo quiero.
    —Bueno, ¿y nosotros? —dijo Peter Parr—. ¿No nos dejaría echar un vistazo a nosotros hoy?
    —Hoy, fuera —dijo Ladner—. Estoy trabajando en el sendero.
    Una vez en el coche, por la carretera de grava, Peter Parr le dijo a Bea:
    —Bueno, me parece que hemos roto el hielo, ¿no crees?
    No era una broma. Él no hacía esa clase de bromas. Bea dijo algo vagamente aleccionador. Pero se dio cuenta —o ya se había dado cuenta unos minutos antes, en el sendero de las tierras de Ladner— de que se había equivocado con Peter Parr. Estaba harta de su simpatía, de sus buenas intenciones, de sus problemas y sus esfuerzos. Todo lo que la atraía de él, lo que la confortaba, se había reducido a cenizas. Lo había visto con Ladner.
    Naturalmente, podría haber intentado convencerse de lo contrario, pero no era su carácter. Incluso después de varios años de portarse bien, no era su carácter.
    Por entonces tenía dos amigas a las que escribía, y en sus cartas intentó investigar y explicar este aspecto de su vida. Les contó que le horrorizaría pensar que andaba tras Ladner porque él era brusco y un poco salvaje y tenía mal humor, con una mancha a un lado de la cara que brillaba como un trozo de metal entre los árboles a la luz del sol. Le horrorizaría una cosa así, porque era lo que pasaba en las novelas de amor: el bruto le hace tilín a la mujer y adiós muy buenas al chico educado y maravilloso.
    No, les contó —aunque sabía que era algo retrógrado, inadmisible— lo que ella pensaba era que algunas mujeres, como ella misma, tienen que estar siempre a la búsqueda de un cierto tipo de locura que las frene. Porque, ¿para qué vivir con un hombre si no es para vivir dentro de su locura? Un hombre puede tener una locura muy corriente, como adorar a un equipo de fútbol. Pero eso quizá no sea suficiente, no lo suficientemente grande, y una locura que no es suficientemente grande sólo contribuye a que una mujer se sienta descontenta y amargada. Peter Parr, por ejemplo, hacía gala de una amabilidad y un optimismo rayano en el fanatismo. Pero al final, decía Bea en una carta, esa locura no resultaba convincente.
    Entonces, ¿le ofrecía algo Ladner dentro de lo que pudiera vivir? No se refería sólo a tener que admitir la importancia de aprender las costumbres de los puerco espines y de escribir cartas furibundas sobre el tema a revistas de las que ella, Bea, no había oído hablar jamás. Se refería también a ser capaz de vivir rodeada de implacabilidad, de interminables dosis de indiferencia que a veces se parecían al desprecio.
    Así explicaba su situación durante el primer medio año.
    Otras mujeres también se habían considerado capaces de hacer otro tanto. Bea encontró huellas de ellas. Un  cinturón, un tarro de manteca de cacao, peinetas. Ladner no había dejado que se quedara ninguna. ¿Por qué ellas no y yo sí?, le preguntó Bea.
    «Ninguna tenía dinero», fue su respuesta.
    Una broma.
Estoy de bromas hasta las mismísimas narices
. (Por entonces ya sólo escribía cartas mentalmente).
    Pero mientras se dirigía a casa de Ladner, unos días después de haberlo conocido, ¿en qué estado se encontraba? Llena de deseo y terror. Sintió autocompasión, con su ropa interior de seda. Le castañeteaban los dientes. Sintió lástima de sí misma, por ser víctima de tales deseos, algo que ya había experimentado anteriormente, no podía negarlo. No era muy distinto de lo que había experimentado antes.
    No le costó trabajo encontrar la casa. Debía de haber memorizado el camino. Había pensado una buena historia: que se había perdido. Estaba buscando un sitio en el que vendían arbustos para plantar. En aquella estación del año, parecería normal. Pero Ladner estaba fuera, trabajando en la alcantarilla de la carretera, y la saludó con tal naturalidad, sin sorpresa ni desagrado, que Bea no tuvo que recurrir a la excusa.
    —Quédese unos momentos por ahí hasta que termine esto —dijo Ladner—. Tardaré unos diez minutos.
    Para Bea no había nada como aquello, nada como observar a un hombre haciendo un trabajo duro, cuando se olvida de ti y trabaja bien, limpia y rítmicamente: nada como eso para que se te caliente la sangre. En Ladner nada se desperdiciaba: ni exceso de altura, ni un despliegue de energías innecesario y, desde luego, nada de conversación sofisticada. Llevaba el pelo, gris, muy corto, como en su juventud: le brillaba la plata de la coronilla, igual que la mancha de la piel, de aspecto metálico.
    Bea dijo que estaba de acuerdo con él sobre lo de los alumnos.
    —He hecho algunas sustituciones y les he llevado de excursión —dijo—. A veces, me daban ganas de soltarles una jauría de doberman o de estrangularlos con mis propias manos. Espero que no piense que he venido para convencerle —añadió—. Nadie sabe que estoy aquí.
    Él tardó tiempo en responder.
    —Supongo que le gustaría dar una vuelta —dijo cuando se sintió preparado para hacerlo—. ¿Sí? ¿Le gustaría dar una vuelta por estas tierras?
    Eso fue lo que dijo y no tenía otras intenciones. Una vuelta. Bea llevaba unos zapatos nada adecuados para la ocasión; en aquella época de su vida, a todos sus zapatos les ocurría lo mismo. Él no aminoró el paso ni la ayudó a cruzar un arroyo o a trepar por una escarpa. No le tendió una mano ni propuso que se sentaran un rato en un tronco o una roca.
    Atravesaron una ciénaga por un camino de troncos, él a la cabeza, y llegaron a una charca en la que habían anidado unos gansos y un par de cisnes trazaban círculos el uno alrededor del otro, con los cuerpos serenos pero con el cuello erguido, mientras emitían fuertes graznidos.
    —¿Están apareados? —dijo Bea.
    —Evidentemente.
    No lejos de aquellas aves vivas había una jaula con la parte delantera de cristal que contenía un águila dorada con las alas extendidas, un búho y un cárabo. La jaula era una vieja nevera destripada, con una ventana a un lado y remolinos de pintura gris y verde que la camuflaban.
    —Qué ingenioso —dijo Bea.
    Ladner dijo:
    —Utilizo lo que encuentro.
    Le enseñó el prado de los castores, los tocones picudos de los árboles que habían cortado, sus construcciones, los dos castores, de brillante pelaje, en su jaula. Después contempló un zorro rojo, un visón, un hurón, una familia de delicadas mofetas y un puerco espín. Mapaches vivos y disecados se aferraban al tronco de un árbol, había un lobo en pleno aullido y un oso negro de cara melancólica acababa de alzar la cabeza, grande y suave. Ladner le dijo que era un ejemplar pequeño. No podía mantener los grandes; resultaban muy caros.
    También muchas aves. Pavos silvestres, un par de gallos lira, un faisán con un brillante anillo rojo alrededor de un ojo. Había letreros que explicaban su hábitat, los nombres latinos, las preferencias alimentarias y el comportamiento. Algunos árboles también tenían rótulos, con datos exactos, complicados. En otros había citas.
    La Naturaleza no hace nada inútilmente.
    Aristóteles
    La Naturaleza nunca nos engaña; somos siempre nosotros quienes nos autoengañamos.
    Rousseau
    Cuando Bea dejó de leerlos, le dio la impresión de que Ladner estaba impaciente, un poco enfadado. No hizo ningún otro comentario sobre las cosas que iba viendo.
    No sabía ni por dónde iban ni podía hacerse una idea de la situación de la finca. ¿Habían cruzado arroyos distintos o el mismo varias veces? Los bosques podían extenderse por espacio de kilómetros y kilómetros, o sólo hasta la cima de una colina cercana. Las hojas eran nuevas y no protegían del sol. Ladner levantó la hoja de una planta para mostrarle la flor oculta. Hojas gruesas, helechos que empezaban a desplegarse, berzas que apuntaban, explosivas, entre la ciénaga, todo lleno de savia y sol, y las traicioneras raíces debajo, y de repente entraron en un antiguo pomar, rodeado de bosque, y él le explicó cómo buscar setas. Ladner encontró cinco y no se ofreció a compartirlas. Bea las confundió con las manzanas podridas del año anterior.
    Ante ellos se extendía una empinada cuesta, cubierta de espinos en flor.
    —Los niños lo llaman la Colina del Zorro —dijo Ladner—. Ahí arriba hay un cubil.
    Bea se quedó inmóvil.
    —¿Tiene hijos?
    Él se echó a reír.
    —No, que yo sepa. Me refiero a los niños que viven al otro lado de la carretera. Cuidado con las ramas, que tienen espinas.
    Para entonces, Bea había perdido todo deseo, aunque el olor de las flores de espino se le antojaba íntimo, como mohoso. Hacía ya tiempo que había dejado de clavar la mirada entre los omóplatos de Ladner, con la esperanza de que se diera la vuelta y la abrazase. Pensó que con aquella  excursión, tan agotadora física y mentalmente, quizá estuviera gastándole una broma, castigándola por ser una coqueta y una mentirosa. Así que hizo acopio de todo su orgullo y actuó como si hubiera ido allí precisamente para eso. Preguntó, se interesó por las cosas, no demostró el menor cansancio. Al igual que más adelante —pero no aquel día—, aprendería a ponerse a la altura de él con el mismo orgullo en las energías desplegadas en el sexo.
    No esperaba que la invitase a entrar en la casa. Pero Ladner dijo: «¿Quiere una taza de té? Puedo prepararle una taza de té», y entraron. La recibió un olor a pieles, a jabón desinfectante, a virutas de madera, a trementina. Las pieles estaban amontonadas, dobladas. En los estantes había cabezas de animales, con las cuencas de los ojos y las bocas vacías. Lo que al principio tomó por el cuerpo desollado de un ciervo resultó ser una armadura de alambre con bultos que parecían paja engomada. Ladner le explicó que reconstruiría el cuerpo con cartón piedra.
    En la casa había libros: una pequeña parte de taxidermia, los demás en colecciones. Historia de la segunda guerra mundial. Historia de la Ciencia. Historia de la Filosofía. La guerra peninsular. Las guerras del Peloponeso. Las guerras de Francia y la India. Bea pensó en las largas noches de invierno de Ladner: la soledad ordenada, la lectura sistemática, la yerma satisfacción.
    Él parecía un poco nervioso, cuando se puso a preparar el té. Examinó las tazas para ver si tenían polvo. Se le olvidó que ya había sacado la leche de la nevera y también que Bea había dicho que no quería azúcar. Cuando ella probó el té, Ladner la observó, le preguntó si estaba bien. ¿Estaba demasiado fuerte, quería un poco de agua caliente? Bea le tranquilizó y le dio las gracias por la excursión y habló de las cosas que le habían gustado de forma especial. Vaya, vaya, pensó; este hombre no es tan extraño, después de todo. No tiene nada especialmente misterioso, a lo mejor ni siquiera interesante. Los estratos de información. Las guerras de Francia y de la India.
    Le pidió un poco de leche para el té. Quería tomárselo rápidamente y marcharse.
    Ladner le dijo que volviera si pasaba por aquella zona y no tenía nada que hacer. «Y si siente la necesidad de hacer un poco de ejercicio», añadió. «Siempre hay algo que ver, en cualquier estación del año». Habló de las aves de invierno y de las huellas que dejaban en la nieve y le preguntó si tenía esquíes. Bea comprendió que no quería que se marchase. Junto a la puerta abierta se puso a hablar del esquí en Noruega, de las telesillas y de las montañas a las afueras de la ciudad.
    Bea le dijo que nunca había estado en Noruega pero que le gustaría ir.
    Bea consideraba aquel momento como el comienzo real de su relación con Ladner. Los dos parecían incómodos y apagados, no exactamente vacilantes sino más bien preocupados, incluso como si se compadecieran mutuamente. Más adelante, Bea le preguntó si había sentido algo importante aquel día, y él dijo que sí, que había comprendido que era una persona con la que podía vivir. Bea le preguntó si no podía decir una persona con la que quería vivir, y él dijo que sí, que podía decirlo. Podía decirlo, pero no lo hizo.
    Bea tuvo que aprender muchas cosas sobre el mantenimiento de la finca y también sobre el arte de la taxidermia. Tuvo que aprender, por ejemplo, a colorear labios, párpados y narices con una hábil mezcla de óleo, linaza y trementina. También tuvo que aprender otras cosas: lo que Ladner decía y lo que no decía. Prácticamente, tuvo que curarse de su superficialidad, de su vanidad y sus antiguas ideas sobre el amor.
    Una noche, me metí en su cama y no apartó los ojos del libro que estaba leyendo, ni se movió ni me dirigió la palabra, ni siquiera cuando me arrastré hasta mi cama. Me quedé dormida casi inmediatamente, supongo que porque no podía soportar la vergüenza de estar despierta.
    Por la mañana, vino a mi cama y todo fue como de costumbre.
    Me enfrento con bloques de oscuridad sólida.
    Bea aprendió, cambió. La edad le sirvió de ayuda. También la bebida.
    Y cuando él se acostumbró a ella, o se sintió a salvo de ella, sus sentimientos se transformaron, para mejor. Le hablaba de buena gana sobre lo que le interesaba de un libro y se confortaba con el cuerpo de Bea de una forma más dulce.
    La noche antes de la operación se tendieron juntos en aquella cama extraña, tocándose con toda la piel posible: piernas, brazos, vientres.

II
    Liza le dijo a Warren que había telefoneado desde Toronto una mujer llamada Bea Doud para preguntar si podían —es decir, los dos, Warren y Liza— ir a echar un vistazo a la casa de campo, en la que vivían ella y su marido. Querían asegurarse de que habían cerrado la llave de paso del agua. Bea y Ladner (que en realidad no era su marido, dijo Liza) estaban en Toronto esperando a que le operasen a él. Le iban a poner un marcapasos. «Porque pueden estallar las cañerías», dijo Liza. Eso ocurrió un domingo de febrero por la noche, durante la peor nevada de aquel invierno.
    —Sabes quienes son —dijo Liza—. Claro que sí. ¿Te acuerdas de aquella pareja a la que te presenté? Un día del otoño pasado, en la plaza, junto a la Casa de la Radio. Él tiene una cicatriz en la cara y ella el pelo largo, mitad negro y mitad gris. Te dije que él es taxidermista y tú me dijiste: «¿Y eso qué es?».
    Warren lo recordó. Una pareja mayor —pero no demasiado—, con camisas de franela y pantalones anchos. Él con la cicatriz y acento inglés, ella con un pelo raro y una actitud exageradamente amistosa. Un taxidermista rellena animales muertos. O sea, pieles de animales. También pájaros y peces muertos.
    Le preguntó a Liza: «¿Qué le ha pasado al tipo en la cara?», y ella dijo: «La guerra. La segunda guerra mundial».
    —Yo sé dónde está la llave. Por eso me  ha llamado —dijo Liza—. La casa está en Stratton, donde vivía yo antes.
    —¿Iban a la misma iglesia que tú o algo? —dijo Warren.
    —¿Quién? ¿Bea y Ladner? Qué cosas tienes. No. Es que vivían al otro lado de la carretera. Ella fue la que me dio dinero —añadió, como si fuera algo que Warren tuviera que saber—. Para ir a la universidad. Yo no se lo pedí. De repente, llama por teléfono un día y dice que quiere darme dinero. Y yo pensé, pues vale. Tiene un montón.
    Cuando era pequeña, Liza vivía en el municipio de Stratton con su padre y su hermano Kenny, en una granja. Su padre no era granjero. Simplemente, había alquilado la casa. Trabajaba de techador. Su madre ya había muerto. Cuando Liza estaba a punto de entrar en el instituto —Kenny era un año menor y estaba dos cursos más atrás—, su padre se los llevó a Carstairs. Allí conoció a una mujer que tenía una caravana y más adelante se casó con ella. Después, se fueron juntos a Chatham. Liza no sabía con certeza dónde estaban en aquel momento, si en Chatham, en Wallaceburg o en Sarnia. Cuando se marcharon, Kenny había muerto: se mató a los quince años, en uno de los grandes accidentes automovilísticos que sufrían los adolescentes todas las primaveras, a causa de los conductores borrachos, muchas veces sin carnet, los coches robados, la grava reciente en las carreteras rurales, el exceso de velocidad. Liza terminó el instituto y fue a la universidad un año, en Guelph. No le gustó, ni tampoco la gente que había allí. Por entonces ya se había hecho cristiana.
    Así fue como la conoció Warren. Su familia pertenecía a la Asociación del Templo de la Biblia del Salvador de Walley. Él llevaba toda la vida yendo allí. Liza empezó a ir después de trasladarse a Walley y se puso a trabajar en la tienda gubernamental de bebidas alcohólicas. Seguía trabajando allí, aunque le preocupaba y a veces pensaba que debía dejarlo. Jamás bebía alcohol; ni siquiera tomaba azúcar. Como no quería que Warren tomase tarta de manzana en el descanso, le envolvía unas galletas de avena que preparaba en casa. Hacía la colada todos los miércoles por la noche, contaba las veces que se pasaba el cepillo cuando se lavaba los dientes y se levantaba temprano para hacer flexiones y leer versículos de la Biblia.
    Pensaba que debía dejar el trabajo, pero necesitaban el dinero. La tienda de maquinaria en la que trabajaba Warren había cerrado y se estaba reciclando para poder vender ordenadores. Llevaban un año casados.
    Por la mañana, el cielo estaba claro, y salieron en el vehículo para la nieve poco después del mediodía. El lunes era el día que libraba Liza. En la autopista funcionaban las máquinas quitanieves, pero las carreteras más pequeñas todavía estaban cubiertas. Los vehículos como el de Warren rugían por las calles del pueblo desde antes del amanecer y habían dejado huellas en el campo y en el río helado.
    Liza le dijo a Warren que siguiera el río hasta la autopista 86 y que después se dirigiera hacia el noreste campo a través, rodeando los pantanos. Por todo el río se veían huellas de animales que formaban líneas rectas, círculos y ochos. Las únicas que Warren distinguía eran las de perro. El río, con una capa de hielo de más de un metro y una nieve uniforme, ofrecía una excelente carretera. La tormenta había venido del oeste, como suele ocurrir en esa región, y los árboles de la ribera oriental estaban cubiertos de nieve, cuajados, con las ramas extendidas como cestas de mimbre. En la ribera occidental, los remolinos se rizaban como olas detenidas, como enormes pegotes de nata. Resultaba excitante salir con los demás vehículos que tallaban los senderos y atacaban el día con rugidos y torbellinos de ruido.
    Desde lejos, los pantanos eran negros, una mancha alargada en el horizonte septentrional. Pero de cerca, también estaban tapados por la nieve. Los troncos negros recortados contra la blancura relampagueaban en una sucesión ligeramente mareante. Liza dirigió a Warren dándole golpecitos con la mano en la pierna hasta una carretera hinchada como una cama y le dio un golpe fuerte para que se detuviera. El cambio, el paso del ruido al silencio y de la velocidad a la inmovilidad, les produjo la sensación de haber caído de las nubes sobre algo sólido. Estaban parados en el sólido mediodía invernal.
    A un lado de la carretera había un granero derruido del que sobresalía heno viejo, gris.
    —Ahí vivíamos —dijo Liza—. No, en serio. Había una casa, pero ya no está.
    Al otro lado de la carretera se veía el letrero «Menos Tétrica», con árboles detrás, y una casa ampliada pintada de gris claro. Liza dijo que en Estados Unidos había un pantano llamado el Gran Tétrico, y que de ahí habían sacado el nombre. Una broma.
    —La primera vez que lo oigo —dijo Warren.
    Otros letreros decían: «Prohibida la entrada», «Prohibido cazar», «Prohibido circular en vehículos para la nieve».
    La llave de la puerta trasera estaba en un sitio extraño: en una bolsa de plástico, metida en un agujero de un árbol. Había varios árboles viejos, doblados, probablemente frutales, junto a la escalera. El agujero tenía alquitrán alrededor, según Liza para que no entrasen las ardillas. También estaban rodeados de alquitrán los agujeros de otros árboles, para que la llave no destacase. «Entonces, ¿cómo has sabido dónde tenías que buscarla?». Liza señaló un perfil —fácil de distinguir cuando se miraba de cerca—, resaltado por un cuchillo que seguía las grietas de la corteza. Una nariz larga, un ojo sesgado hacia abajo y una gota grande —el agujero alquitranado— en la punta de la nariz.
    —Curioso, ¿verdad? —dijo Liza, al tiempo que se guardaba la bolsa de plástico en un bolsillo y metía la llave en la cerradura—. No te quedes ahí. Entra. ¡Ostras, qué frío! Esto parece una tumba. —Siempre ponía cuidado en cambiar la  
exclamación «¡Hostias!» por «¡Ostras!» y «¡Maldita sea!» por «¡Que usted lo vea!», como debían hacer en la asociación.
    Recorrió la casa conectando los termostatos para poner en funcionamiento la calefacción del sótano.
    Warren dijo:
    —No vamos a quedarnos mucho rato, ¿no?
    —Hasta que nos calentemos —dijo Liza.
    Warren abrió los grifos de la cocina. No salió nada.
    —El agua está cortada —dijo—. Todo bien.
    Liza había ido al salón.
    —¿Qué? —gritó.
    —¿Qué está bien?
    —El agua. Está cortada.
    —¿Ah, sí? Estupendo.
    Warren se detuvo en la puerta del salón.
    —¿No deberíamos quitarnos las botas? —dijo—. O sea, si vamos a pisar…
    —¿Por qué? —dijo Liza, plantando los pies en la alfombra—. La nieve está limpia.
    Warren no era la clase de persona que observa cómo es y qué hay en una habitación, pero vio que en aquella había algunas cosas normales y otras no. Había alfombras, sillas, un televisor, un sofá, libros y una mesa grande. Pero también estanterías con pájaros disecados, algunos muy pequeños y brillantes, otros grandes y buenos para la caza. También un animal marrón y lustroso —¿una comadreja?— y un castor, que reconoció por la forma de la cola.
    Liza estaba abriendo los cajones de la mesa y hurgando entre los papeles. Warren pensó que buscaría algo que le había pedido aquella mujer. De repente, Liza sacó los cajones y los tiró, junto con lo que contenían, al suelo. Hizo un ruido raro, un chasquido de admiración con la lengua, como si los cajones hubieran actuado por sí solos.
    —¡Hostias! —dijo Warren. (Como llevaba en la asociación toda la vida, no tenía tantos escrúpulos con el lenguaje como Liza)—. ¿Se puede saber qué haces, Liza?
    —Nada que te interese lo más mínimo —dijo Liza, pero en tono animoso, incluso amable—. ¿Por qué no descansas un rato viendo la tele o algo?
    Estaba cogiendo los animales disecados y tirándolos uno a uno, aumentando así el lío que ya se había formado en el suelo.
    —Utiliza madera de balsa, que es muy ligera.
    Warren fue a encender la televisión. Era un aparato en blanco y negro, y en la mayoría de los canales no encontró más que nieve o rayas. Lo único que apareció con claridad fue una escena de la antigua serie con la chica rubia con ropa de harén —era bruja— y el actor J. R. Ewing, tan joven que todavía no era J. R.
    —Mira —dijo—. Como volver al pasado.
    Liza no miró. Warren se sentó en una mecedora, de espaldas a ella. Intentaba portarse como un adulto que prefiere no darse por enterado. Si no le hacía caso, lo dejaría. Pero oía cómo rompía papeles y libros. Cogía libros de las estanterías, los destrozaba, los arrojaba al suelo. La oyó ir a la cocina y sacar cajones, dar portazos en los armarios, estrellar platos. Al cabo de un rato volvió al salón y el aire se llenó de polvo blanco. Debía de haber tirado harina. Tosía.
    Warren también tosió, pero no se volvió. Al poco la oyó derramar líquidos, chapoteos y gorgoteos. Olía a vinagre, a jarabe de arce y a whisky. Lo estaba vertiendo sobre la harina, los libros, las alfombras, las plumas y el pelo de los pájaros y los animales. Algo se hizo añicos contra la estufa. Estaba casi seguro de que la botella de whisky.
    —¡Diana!
    Warren no se volvió. Sentía el cuerpo como si le bullera, del esfuerzo por mantenerse inmóvil para que acabara aquello.
    Una vez, Liza y él fueron a un concierto de rock cristiano y a bailar en St. Thomas. En la asociación había grandes debates sobre el rock, sobre si debía existir tal cosa. A Liza le inquietaba el asunto. A Warren, no. Había ido a varios conciertos y bailes de rock que ni siquiera se llamaban cristianos. Pero cuando se pusieron a bailar, fue Liza la que se pasó, desde el principio, la que llamó la atención del dirigente juvenil, de mirada triste y vigilante, que sonreía y daba palmadas con aire inseguro desde los laterales. Warren nunca había visto bailar a Liza, y aquel espíritu enloquecido y salvaje que se apoderó de ella le dejó atónito. Sintió más orgullo que preocupación, pero sabía que sus sentimientos no tenían la menor importancia. Era Liza, bailando, y lo único que él podía hacer era esperar mientras ella se movía frenéticamente al son de la música, giraba, saltaba, ciega a cuanto había a su alrededor.
    Es lo que tiene en su interior, sintió deseos de decirles a todos. Pensó que ya lo sabía. Lo supo la primera vez que la vio en la asociación. Era verano y llevaba un gorrito de paja y un vestido de manga larga, obligatorios para todas las chicas de la asociación, pero su piel era demasiado dorada y su cuerpo demasiado delgado como para ser una de ellas. No que pareciera sacada de una revista, o una modelo. No con aquella frente alta, redondeada, los ojos castaños y hundidos, una expresión infantil y dura al tiempo. Parecía única, y lo era. Una chica que no decía «¡Hostias!» pero que en momentos de alegría evidente y pereza pensativa, sí decía:
«¡Joder!

    Le contó a Warren que se había desmandado antes de hacerse cristiana. «Incluso cuando era pequeña», añadió.
    —¿Desmandado en qué sentido? —le preguntó él—. ¿Con los chicos y eso?
    Lo miró como diciendo: no seas bobo.
    Warren notó algo que le goteaba por un lado de la cabeza. Ella se le había acercado por detrás, en silencio. Warren se llevó una mano al pelo y la retiró verde y pegajosa, con olor a licor de menta.
    —Toma un sorbito —le dijo Liza, tendiéndole una botella. Él dio un trago y la fuerte bebida estuvo a punto de asfixiarlo. Liza volvió a coger la botella y la arrojó contra la ventana grande del salón. No atravesó el cristal pero lo cuarteó. La botella no se rompió; cayó al suelo, y se formó un riachuelo de un hermoso líquido. Sangre verde oscura. El cristal de la ventana se había llenado de grietas que irradiaban del centro y estaba blanco, como  envuelto en un halo. Warren se levantó, sofocado por el licor. Oleadas de calor le recorrían el cuerpo. Liza pisaba delicadamente por entre los libros rotos, salpicados, y los cristales rotos, los pájaros manchados, los charcos de whisky y jarabe de arce y los palos quemados que había arrastrado desde la estufa para pintar rayas negras en la alfombra, las cenizas, la harina pegada y las plumas. Pisaba delicadamente, a pesar de las grandes botas, contemplando su obra, lo que había hecho hasta el momento.
    Warren levantó la mecedora en la que había estado sentado y la lanzó contra el sofá; no pasó nada, pero aquel acto le metió de lleno en la situación. No era la primera vez que participaba en el saqueo de una casa. Tiempo atrás, cuando tenía nueve o diez años, un amigo suyo y él se colaron en una casa al volver del colegio. Era de la tía de su amigo. Estaba fuera; trabajaba en una joyería. Vivía sola. Warren y su amigo entraron porque tenían hambre. Se prepararon galletas con mermelada y bebieron cerveza de jengibre. Derramaron salsa de tomate sobre el mantel, se untaron los dedos con ella, y escribieron en la pared: «¡Ojo! ¡Sangre!». Rompieron platos y tiraron comida por el suelo.
    Tuvieron mucha suerte. Nadie los vio entrar ni salir. La tía echó la culpa a unos adolescentes a los que había echado de la tienda unos días antes.
    Al recordarlo, Warren fue a la cocina a buscar un frasco de salsa de tomate. No lo encontró, pero sí un bote, y lo abrió. Era menos densa y no funcionaba igual de bien, pero intentó escribir en la pared de madera de la cocina. «¡Ojo!». «¡Ésta es vuestra sangre!».
    La salsa penetró en los tablones o se escurrió. Liza se acercó a leerlo antes de que se borrase. Se echó a reír. Entre aquel amasijo de cosas encontró un rotulador. Se subió a una silla y escribió sobre la falsa sangre:
«El precio del pecado es la muerte
».
    —Debería haber sacado más cosas —dijo—. Donde él trabaja está lleno de pintura y cola y todo tipo de porquerías. En esa habitación.
    Warren dijo:
    —¿Quieres que traiga algo?
    —No, déjalo —dijo. Se desplomó en el sofá, uno de los pocos sitios del salón en el que aún podían sentarse—. Liza Minelli —dijo con tranquilidad—. ¡Liza Minelli, ponte el capelli!
    ¿Se lo cantaban los niños en el colegio? ¿O se lo habría inventado ella?
    Warren se sentó a su lado.
    —¿Qué te hicieron? —dijo—. ¿Qué te hicieron para que estés tan enfadada?
    —¿Enfadada, yo? —dijo Liza. Se levantó pesadamente y fue a la cocina. Warren la siguió y vio que estaba marcando un número de teléfono. Tuvo que esperar un poco. Después dijo, en tono suave, dubitativo, como herido—: ¿Bea? ¡Ah, Bea! —Le indicó a Warren con la mano que apagase la televisión.
    La oyó decir:
    —Por la ventana al lado de la puerta de la cocina… eso creo. Hasta jarabe de arce, es increíble… Ah, y la ventana del salón, tiraron algo y sacaron palos de la estufa y las cenizas, y los pájaros de las estanterías y el castor, todo. No puedes hacerte una idea de cómo está…
    Warren volvió a la cocina y ella le hizo una mueca, alzando las cejas y frunciendo los labios, como si fuera a echarse a llorar, mientras escuchaba la voz al otro extremo del teléfono. Después siguió describiendo el estado de la casa, en tono de conmiseración, con la voz temblorosa de indignación y pena. A Warren no le gustó verla. Se puso a buscar los cascos.
    Cuando colgó el teléfono, Liza se acercó.
    —Era ella. Ya te he contado lo que me hizo. ¡Mandarme a la universidad!
    Eso les hizo reír a los dos.
    Pero Warren estaba mirando un pájaro que había entre el caos del suelo. Las plumas empapadas, la cabeza desprendida, con un furibundo ojo rojo.
    —Es un poco raro ganarse la vida así —dijo—. Estar siempre rodeado de cosas muertas.
    —Ellos son raros —dijo Liza.
    Warren dijo:
    —¿Te importa que grazne?
    Liza graznó para evitar que Warren se pusiera pensativo. Después le rozó el cuello con los dientes, con la punta de la lengua.

III
    Bea les preguntó muchas cosas a Liza y a Kenny: cuáles eran sus programas de televisión y sus sabores de helado preferidos y en qué animales se transformarían si pudieran y qué era lo primero que recordaban.
    —Comer garbanzos —dijo Kenny. No pretendía hacerse el gracioso.
    Ladner, Liza y Bea se echaron a reír, Liza más fuerte que ninguno. Después Bea dijo:
    —¡Fíjate, es una de las primeras cosas que recuerdo yo también!
    Es mentira, pensó Liza. Está mintiendo por Kenny, y él no lo sabe.
    —Es la señorita Doud —les había dicho antes Ladner—. Intentad portaros como es debido.
    —La señorita Doud —dijo Bea, como si se hubiera tragado algo inesperadamente—. Bea. Bezzz. Me llamo Bea.
    —¿Quién es esa? —le dijo Kenny a Liza cuando Bea y Ladner iban andando delante—. ¿Va a vivir con él?
    —Es su novia —dijo Liza—. Seguramente se casarán.
    Cuando Bea llevaba una semana en casa de Ladner, Liza no soportaba la sola idea de que se marchase.
    La primera vez que Liza y Kenny entraron en las tierras de Ladner se colaron por debajo de una cerca, pues su padre y todos los letreros se lo prohibían. Cuando se internaron tanto entre los árboles que Liza no sabía cómo salir, oyeron un silbido.
    Ladner les gritó:
    —¡Eh, vosotros! —Se aproximó como un asesino de la televisión, con un hacha, saliendo de detrás de un árbol—. ¿Es que no sabéis leer?
    Por entonces tenían siete y seis años, respectivamente. Liza dijo:
    —Sí.
    —¿Y habéis leído los letreros?
    Kenny dijo con voz débil:
    —Se ha metido un zorro aquí.
    Un día, cuando iban en el coche con su padre, vieron un zorro rojo que atravesaba la carretera y desaparecía entre los árboles. Su padre dijo:
    —El mamón vive en los bosques de Ladner.
    Los zorros no viven en los bosques, les dijo Ladner. Los llevó a ver dónde vivía aquel zorro. Un cubil; así lo  llamó. Había un montón de arena junto a un agujero en una colina cubierta de hierba seca y dura y florecitas blancas. Dentro de poco se transformarán en fresas, dijo Ladner.
    —¿Qué? —dijo Liza.
    —Mira que sois bobos —dijo Ladner—. ¿Qué hacéis durante todo el día? ¿Ver la televisión?
    Así empezaron a pasar los sábados —y, en verano, casi todos los días— con Ladner. Su padre les dijo que le parecía muy bien, si Ladner era lo suficientemente tonto como para aguantarlos.
    —Pero más os vale no enfadarle, o si no, os desollará vivos —les dijo—. Como hace con sus bichos. ¿No lo sabíais?
    Sabían lo que hacía Ladner. Les dejaba mirar. Le habían visto dejar monda la cabeza de una ardilla y ensamblar las plumas de un pájaro con alfileres y un alambre muy fino. Cuando tuvo la certeza de que serían cuidadosos, les permitió colocar los ojos de cristal. Habían visto cómo despellejaba los animales, les raspaba la piel y la salaba, y después la dejaba secar con la parte de dentro para afuera antes de enviarla al curtidor, que le ponía un veneno y así no se agrietaba ni se le desprendía el pelo.
    Ladner ajustaba la piel a un cuerpo en el que nada era de verdad. El de un pájaro podía construirse todo de una pieza, de madera tallada, pero el de un animal más grande era un armazón prodigioso, de alambre, arpillera, cola, arcilla y papel mezclados.
    Liza y Kenny cogían cadáveres desollados duros como sogas. Tocaban tripas que parecían tuberías de plástico. Aplastaban las órbitas de los ojos hasta reducirlas a gelatina. Después se lo contaban a su padre.
    —Pero no vamos a coger ninguna enfermedad —dijo un día Liza—. Nos lavamos las manos con jabón desinfectante.
    No todo lo que aprendían era sobre cosas muertas. ¿Qué grita el mirlo? ¡Ven aquíii ! ¿Y el troglodito? ¡Pipiripí! ¡Que me hago pipí!
    —¿De verdad? —dijo su padre.
    Al cabo de poco tiempo sabían muchas más cosas. Al menos Liza. Conocía aves, setas, árboles, fósiles, el sistema solar. Sabía de dónde habían salido ciertas rocas y que en el tallo de la vara de oro hay un gusanito blanco que no puede vivir en ningún otro sitio.
    También sabía que no tenía que hablar tanto sobre lo que sabía.
    Bea estaba en la orilla del estanque, en quimono. Liza ya estaba nadando. Le gritó a Bea: «¡Ven, ven!». Ladner estaba trabajando en el otro extremo del estanque, cortando juncos y los hierbajos que habían invadido el agua. Supuestamente, Kenny le ayudaba. Como una familia, pensó Liza.
    Bea dejó caer el quimono al suelo y se quedó con el bañador, amarillo y sedoso. Era bajita, con el pelo oscuro, ligeramente canoso, que le caía sobre los hombros. Tenía las cejas también oscuras y pobladas y su línea arqueada, como el dibujo dulce y mohíno de su boca, suplicaba cariño y consuelo. El sol la había llenado de pecas, y estaba un poquito blanda por todas partes. Cuando bajaba la barbilla, se le formaban bolsitas en la mandíbula y debajo de los ojos. Era víctima de pequeñas flacideces, de ligeras abolladuras y ondas en la piel y la carne, de venitas moradas que se rompían con el sol, de tenues decoloraciones en los huecos. Y, en realidad, eran todos aquellos defectos, aquel vago deterioro, lo que Liza adoraba especialmente. También adoraba la humedad que tantas veces se veía en los ojos de Bea, el temblor y la burla y la súplica juguetona de su tono de voz, su ronquera y artificialidad. Liza no juzgaba ni medía a Bea como lo hacían otras personas. Pero eso no significaba que su amor por ella fuera fácil ni reposado: siempre estaba a la expectativa, pero no sabía qué era lo que esperaba.
    Bea se internó en la charca, por etapas. Decisión, una carrerita, una pausa. Metida en el agua hasta las rodillas, se rodeó los hombros con los brazos y chilló.
    —No está fría —dijo Liza.
    —¡No, no, si me encanta! —dijo Bea. Y siguió avanzando, emitiendo ruiditos de placer, hasta un punto en el que el agua le llegaba a la cintura. Se volvió hacia Liza, que se había acercado por detrás con intención de salpicarla.
    —¡No, no, estate quieta! —gritó Bea. Y se puso a saltar, a pasar las manos por el agua, con los dedos extendidos, recogiéndola como si se tratara de pétalos de flores. Intentó salpicar a Liza, en vano.
    Liza se dio la vuelta, se quedó flotando y dio unas patadas, suavemente, para echarle agua a la cara de Bea. Bea paraba de alzarse y dejarse caer, evitando las salpicaduras, mientras entonaba una especie de cántico, estúpido y alegre.
Huuuy-huuy-huy-huy
. Algo así.
    Aunque estaba flotando de espaldas, Liza vio que Ladner había dejado de trabajar. Estaba en el otro extremo de la charca, con el agua por la cintura, detrás de Bea. La observaba. De repente, también él se puso a dar saltos. Tenía el cuerpo rígido pero giraba la cabeza bruscamente, dando golpecitos al agua, con manos revoloteantes. Pavoneándose, retorciéndose, como admirándose a sí mismo.
    Estaba imitando a Bea. Hacía lo mismo que ella, pero de una forma más tonta, más fea. La ridiculizaba, intencionada y persistentemente. Mirad qué presumida es, venía a decir con sus brincos. Mirad qué pretenciosa. Quiere convencernos de que no le da miedo el agua, de que es feliz, de que no sabe cómo la despreciamos.
    Resultaba fascinante y terrible. A Liza le temblaba la cara por las ganas de reírse. Una parte de ella quería obligar a Ladner a detenerse, a parar antes de que el daño no tuviera remedio, y otra parte deseaba que la hiriese, que le infligiese aquel daño a Bea, el desgarro, el deleite final.
    Kenny soltó un grito desaforado. Él no se daba cuenta de nada.
    Bea ya había observado el cambio en la cara de Liza, y después oyó a Kenny. Se dio la vuelta para ver qué había detrás de ella. Pero Ladner estaba arrancando malas hierbas otra vez.
    Liza provocó inmediatamente una marejada, para distraer a Bea. Como ella no respondió, nadó hacia la  parte más profunda de la charca y se sumergió. Hasta las profundidades, donde está oscuro, donde habitan las carpas, en el cieno. Se quedó allí todo el tiempo que pudo aguantar. Nadó hasta tan lejos que se enredó entre los juncos, cerca de la otra orilla, y volvió a la superficie jadeante, a un metro de Ladner.
    —Me he quedado enganchada entre los juncos. Podría haberme ahogado.
    —No tendremos tanta suerte —dijo Ladner. Se abalanzó sobre ella como para agarrarla, entre las piernas, al tiempo que ponía una expresión beata, horrorizada, como si su cabeza detestara lo que iba a hacer su mano.
    Liza simuló no darse cuenta.
    —¿Dónde está Bea? —dijo.
    Ladner miró hacia la orilla opuesta.
    —A lo mejor ha ido a casa —dijo—. No la he visto salir.
    Había vuelto a adoptar una actitud normal, de trabajador serio, un poco harto de tanta tontería. Ladner podía hacer esas cosas. Podía pasar de una personalidad a otra y echarle la culpa a quien lo recordase.
    Liza cruzó la charca en línea recta, nadando con todas sus fuerzas. Fue salpicándolo todo y se izó pesadamente hasta la orilla. Pasó junto a los búhos y el águila con su mirada fija tras el cristal, el cartel de «La Naturaleza no hace nada inútilmente».
    No vio a Bea por ningún lado. Ni en el puente de troncos que atravesaba el pantano, ni en el claro bajo el pinar. Tomó el sendero que llevaba hasta la puerta trasera de la casa. En medio se alzaba un haya que había que rodear, con unas iniciales grabadas en la lisa corteza. Una «L», que representaba a Ladner, otra «L», de Liza, y una «K» de Kenny. Un poco más abajo, se veían las letras «B.L.C.». Cuando Liza se las enseñó a Bea, Kenny les dio un puñetazo. «¡Bájense los calzoncillos!», gritó, pegando brincos. Ladner hizo ademán de darle un capón. «Bajen el camino», dijo, y señaló la flecha garabateada en la corteza del árbol, que seguía la curva del tronco. «No hagas caso a estos jovencitos de mente calenturienta», le dijo a Bea.
    Liza no se animó a llamar a la puerta. Estaba llena de culpabilidad y presagios. Tenía la impresión de que Bea tendría que marcharse. ¿Cómo iba a quedarse después de semejante insulto, cómo volvería a mirarles a la cara? Bea no comprendía a Ladner. ¿Cómo iba a hacerlo? Liza tampoco hubiera podido describir cómo era Ladner a nadie. En la vida secreta que llevaba con él, lo terrible siempre era divertido, lo malo se mezclaba con la tontería, tenía que apuntarse a las caras y las voces de bobo y simular que creía que era un personaje cómico. No había forma de evitarlo, como tampoco se pueden evitar las agujetas.
    Liza rodeó la casa y abandonó la sombra de los árboles. Descalza, cruzó la ardiente carretera de grava. Su casa estaba en medio de un maizal, al final de un corto sendero. Era de madera, con la parte superior pintada de blanco y la inferior de un rosa deslumbrante, como de lápiz de labios. Se le había ocurrido a su padre. Quizá pensara que con el rosa parecería que había una mujer dentro.
    En la cocina se encuentra con un revoltijo —cereales por el suelo, charcos de leche agriándose en la mesa—. Un montón de ropa de la lavandería desbordando del sillón del rincón y el paño de cocina —Liza lo sabe sin necesidad de mirarlo— hecho una pelota en el fregadero, junto a la basura. Es tarea suya limpiarlo todo, y más le vale hacerlo antes de que su padre vuelva a casa.
    Pero todavía no se preocupa por eso. Va al piso de arriba, donde hace un calor insoportable bajo el techo inclinado, y saca la bolsita que contiene sus objetos más preciados. La tiene guardada en la punta de una bota de goma que se le ha quedado pequeña. Nadie sabe de su existencia. Y desde luego, tampoco Kenny.
    En la bolsa hay un vestido de noche de Barbie, que Liza le robó a una niña con la que jugaba (ya no le gusta demasiado, pero conserva su importancia por ser robado), un estuche azul con las gafas de su madre, un huevo de madera pintado, el premio que le dieron en segundo en el concurso de dibujo de Pascua (con un huevo más pequeño dentro y otro todavía más pequeño dentro de éste). Y un pendiente de aguamarinas que se encontró en la carretera. Durante mucho tiempo creyó que las aguamarinas eran diamantes. El diseño del pendiente es complicado y elegante, con aguamarinas en forma de lágrima que cuelgan de aros y festones con otras piedras más pequeñas, y cuando se lo cuelga de la oreja casi le roza los hombros.
    Como sólo lleva el traje de baño, tiene que esconderlo en la palma de la mano, como un nudo de destellos. Siente la cabeza hinchada del calor, después de haber estado inclinada sobre la bolsa secreta, después de su decisión. Piensa con nostalgia en la sombra bajo los árboles de las tierras de Ladner, como una charca oscura.
    Cerca de su casa no hay ni un árbol; únicamente un arbusto de lilas, de hojas rizadas, con los bordes marrones, junto a la escalera de atrás. Alrededor de la casa no hay nada más que maíz, y a lo lejos, el viejo granero ladeado al que Kenny y ella tienen prohibido acercarse, porque puede derrumbarse en cualquier momento. Ninguna separación, ningún lugar secreto: todo es sencillo, desnudo.
    Pero al cruzar la carretera —como está haciendo Liza en este momento, corriendo sobre la grava—, cuando se llega a los dominios de Ladner, parece como si se entrase en un mundo de regiones distintas. Están los pantanos, una tierra profunda, selvática, llena de plantas y arbustos. Allí, parecen acechar amenazas y complicaciones tropicales. Después, el pinar, solemne como una iglesia, con sus ramas altas y su alfombra de agujas, que invita al susurro. Y las oscuras estancias bajo las ramas bajas de los cedros, estancias totalmente secretas y ensombrecidas, con el desnudo suelo de tierra. Según los diversos lugares, el sol cae de una forma distinta, y en algunos ni siquiera asoma. En unos, el aire está cargado, es íntimo, y en otros  se siente una brisa vigorizante. Los olores son penetrantes, tentadores. Ciertos senderos imponen decoro y ciertas piedras están situadas a un salto de distancia la una de la otra e invitan a desmandarse. Es el escenario de una instrucción seria, donde Ladner les enseñó a distinguir un nogal de un castaño y una estrella de un planeta, y también parajes por los que han corrido y chillado, y se han colgado de las ramas y han hecho piruetas. Y sitios en los que Liza cree que hay una magulladura, en el suelo, un cosquilleo y algo bochornoso sobre la hierba.
    B.LC.
    Cochino. 
    Tururú.

    Cuando Ladner aferró a Liza y se frotó contra ella, Liza percibió un peligro en el interior de aquel hombre, un chisporroteo mecánico, como si fuera a apagarse, a fundirse, y entonces sólo hubiera quedado humo negro y olor a quemado y cables fundidos. Pero Ladner se desplomó pesadamente, como el pellejo de un animal despojado de repente de la carne y los huesos. Parecía tan pesado e inútil que Liza e incluso Kenny pensaron unos momentos que sería una transgresión mirarlo. Tuvo que sacar la voz de las entrañas, para decirles que eran muy malos.
    Chasqueó la lengua y sus ojos destellaron, duros y redondos como los ojos de vidrio de los animales.
    Malos. Malos. Malos.
    —Es precioso —dijo Bea—. ¿Era de tu madre?
    Liza dijo que sí. En aquel momento se dio cuenta de que aquel regalo, un solo pendiente, podía parecer infantil, lástima, incluso destinado intencionadamente a inspirar piedad. Aun guardarlo como un tesoro podía considerarse estúpido. Pero si era de su madre, era comprensible, y revestiría cierta importancia ofrecerlo como regalo.
    —Puedes llevarlo con una cadena —dijo—. Ponerlo en una cadena y colgártelo del cuello.
    —¡Justo lo que yo estaba pensando! —dijo Bea—. Estaba pensando que quedaría precioso con una cadena. De plata, ¿no crees? ¡No sabes cuánto me alegro de que me lo hayas dado, Liza!
    —También podrías ponértelo en la nariz —dijo Ladner. Pero lo dijo sin acritud. Estaba pacífico; juguetón pero pacífico. Habló de la nariz de Bea como si se tratase de algo agradable de contemplar.
    Ladner y Bea estaban bajo los ciruelos, detrás de la casa. Se habían sentado en las sillas de mimbre que había cogido Bea en el pueblo. No había llevado gran cosa: lo suficiente para crear islas entre las pieles y los instrumentos de Ladner. Las sillas, unas tazas, un cojín. Las copas de vino en las que estaban bebiendo en aquel momento.
    Bea se había cambiado. Se había puesto un vestido azul oscuro, de tela muy suave y ligera. Le caía suelto desde los hombros. Manoseaba las piedras del pendiente, las pasaba entre los dedos, las dejaba caer sobre los pliegues de su vestido azul. Había perdonado a Ladner, o había decidido no acordarse.
    Bea podía propagar una sensación de seguridad, cuando quería. Y sin duda quería. Lo único que necesita es transformarse en una clase de mujer distinta, dura y rápida, objetiva, de las que dicen hasta aquí hemos llegado, fuerte, intolerante.
De eso nada. Se acabó. A ser buenos
. La mujer que podía rescatarlos, que podía hacerlos buenos, que podía mantenerlos bien a todos ellos.
    Bea no comprende para qué ha sido enviada a aquella casa.
    Sólo Liza lo comprende.

IV
    Liza cerró la puerta de forma adecuada, desde fuera. Metió la llave en la bolsa de plástico y la bolsa en el agujero del árbol. Se dirigió al vehículo de nieve, y como Warren no siguió su ejemplo, le dijo:
    —¿Qué pasa?
    Warren dijo:
    —¿Y la ventana al lado de la puerta trasera?
    Liza soltó un bufido.
    —¡Si seré imbécil! —dijo—. ¡Si seré imbécil!
    Warren fue hasta la ventana y le dio una patada al cristal inferior. Después cogió un palo del montón que había junto al cobertizo de metal y logró romper la ventana.
    —Por aquí cabría un niño —dijo.
    —¿Cómo puedo ser tan tonta? —dijo Liza—. Me has salvado la vida.
    —La de los dos —dijo Warren.
    El cobertizo de metal no estaba cerrado con llave. Dentro, Warren encontró unas cajas de cartón, trozos de madera, herramientas. Arrancó un pedazo de cartón del tamaño que le pareció conveniente. Se sintió muy satisfecho de clavarlo sobre el cristal que acababa de destrozar.
    —Si no, igual entran los animales —le dijo a Liza.
    Cuando hubo terminado, vio que Liza había ido a dar un paseo entre los árboles. La siguió.
    —Estaba pensando si aún estará el oso —dijo Liza.
    Warren iba a decirle que no creía que los osos llegaran hasta allí, pero Liza no le dio tiempo.
    —¿Distingues los árboles por la corteza? —le dijo.
    Warren dijo que ni siquiera por las hojas.
    —Pero son arces —dijo—. Arces y pinos.
    —Cedros —dijo Liza—. Tienes que conocer los cedros. Esto es un cedro. Eso, un cerezo silvestre. Allí hay abedules. Los blancos. ¿Y sabes qué es ése con la corteza como piel gris? Pues un haya. ¿Ves las letras grabadas? Pero se han separado. Parecen manchas.
    A Warren no le interesaba. Lo único que quería era volver a casa. No eran mucho más de las tres, pero se notaba que la oscuridad había empezado a ascender, por entre los árboles, como un humo frío que brotase de la nieve.

Alice Munro
Secreto a voces



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