Edna O’Brien |
Philip Roth
CONVERSACIÓN CON EDNA O’BRIEN
La escritora irlandesa Edna O’Brien, que lleva muchos años viviendo en Londres, se mudó hace poco a una avenida de imponentes fachadas decimonónicas, una calle que en los años setenta del siglo XIX, cuando la construyeron, era conocida, según me cuenta la propia O’Brien, por las muchas queridas y mantenidas que en ella vivían. Las agencias inmobiliarias han dado en llamar a este rincón del distrito de Maida Vale «la Belgravia del futuro»; [1] por el momento, lo que parece es una zona de obras, por la gran cantidad de viviendas en rehabilitación que pueden verse.
O’Brien trabaja en un tranquilo estudio con vistas a la pradera, muy verde, del inmenso jardín privado que hay detrás de su casa: un jardín muchas veces más extenso, seguramente, que la localidad agrícola del condado de Clare en que iba a misa de pequeña. Hay una mesa, un piano, un sofá, una alfombra oriental de un color rosado más profundo que el de las paredes de falso mármol, y, más allá de la puerta corredera que da al jardín, los plátanos suficientes como para llenar un pequeño parque. En la repisa de la chimenea hay fotos de los dos hijos, ya mayores, que la escritora tuvo de un matrimonio temprano –»aquí vivo más o menos sola»– y la famosa fotografía lírica de una Virginia Woolf muy joven, [2] protagonista de la obra de O’Brien Virginia: A Play. Encima de la mesa, orientada al campanario de la iglesia que se ve al fondo del jardín, hay un ejemplar de las obras reunidas de J. M. Synge, abierto por un capítulo de Las islas Arán; un ejemplar de la correspondencia de Flaubert yace sobre el sofá, con las páginas abiertas por un intercambio epistolar con George Sand. Haciendo tiempo mientras yo llegaba, O’Brien ha estado firmando libros de una edición especial de quince mil ejemplares de sus cuentos selectos y escuchando un disco de coros de óperas de Verdi, para enardecerse en el cumplimiento de su tarea.
Todo lo que lleva puesto para la entrevista es de color negro, de modo que resulta imposible no percibir la blancura de la piel, los ojos verdes, el pelo caoba. El colorido es espectacularmente irlandés, igual que la dulce fluidez de sus palabras.
Philip Roth: En Malone muere, su compatriota Samuel Beckett escribe lo siguiente: «Dejemos claro, antes de seguir adelante, que no perdono a nadie. Les deseo a todos una atroz existencia entre los fuegos de un infierno helado y las execrables generaciones venideras». Esta cita va como epígrafe de Madre Irlanda, el libro de memorias que publicó usted en 1976. ¿Utiliza usted este epígrafe para darnos a entender que lo que escribe sobre Irlanda tampoco está absolutamente libre de tales sentimientos? Yo, francamente, no percibo tamaña dureza en su obra.
Edna O’Brien: Elegí ese epígrafe porque hay, o había en mi vida, especialmente en aquel momento, muchas cosas que no perdono, y di con alguien que lo decía con más elocuencia y ferocidad de las que yo habría podido expresar.
Roth: El hecho es que su narrativa es un argumento en contra de su implacabilidad.
O’Brien: Sí, así es, hasta cierto punto; pero ello se debe a que soy una criatura conflictiva. En cuanto acudo al vituperio me siento en la obligación de mitigarlo de algún modo. Me ha ocurrido así toda la vida. No soy una persona que sepa odiar de modo natural, como tampoco soy una persona que sepa amar de modo natural o concienzudo. Lo que quiere decir que muchas veces me encuentro bastante enfrentada conmigo misma y con los demás.
Roth: ¿Cuál es, en su imaginación, la criatura a quien no perdona?
O’Brien: Hasta el momento de su muerte, que ocurrió hace unos años, fue mi padre. Pero por mediación de la muerte se produce una metamorfosis: dentro. Después de su muerte escribí una obra teatral sobre él, incorporando todas sus características –su cólera, su sexualidad, su codicia, etcétera–, y ahora ya no conservo los mismos sentimientos hacia él. No me gustaría volver a vivir mi vida con él, ni reencarnarme en la misma hija, pero sí que lo perdono. Mi madre es otra cosa. La quise mucho, incluso demasiado, y ella me infligió un legado diferente, un sentido de la culpabilidad que todo lo abarca. Todavía siento cómo me mira, juzgándome.
Roth: Ahí la tenemos a usted, una mujer experimentada, hablando de perdonar a su padre y a su madre. ¿Cree usted que seguir preocupándose por cosas así tiene algo que ver con la condición de escritor? Si no fuera usted escritora, si fuera abogada, por ejemplo, o médica, puede que no siguiera usted pensando tanto en esas personas.
O’Brien: Por supuesto. Es el precio de ser escritor. El pasado nos persigue: el dolor, las sensaciones, los rechazos, todo. Estoy convencida de que ese aferrarse al pasado es un fanático, casi desesperado deseo de reinventarlo, para poder modificarlo. Los médicos, los abogados y demás ciudadanos estables, no padecen de una memoria persistente. A su modo, quizá estén tan perturbados como usted y como yo, solo que no lo saben. No andan escarbando.
Roth: Pero no todos los escritores se deleitan en su niñez del modo en que usted lo hace.
O’Brien: Soy obsesiva, y también laboriosa. Además, la época en que está uno más vivo y más atento a todo es la niñez, y yo lo que hago es tratar de recuperar esa percepción agudizada.
Roth: Desde el punto de vista no de hija ni de mujer, sino de narradora, ¿se considera usted afortunada en lo tocante a sus orígenes, por el hecho de haber nacido en un remoto paraje de Irlanda, de haber crecido en el campo, aislada, a la sombra de un padre violento, y de haber sido educada por las monjas tras las puertas cerradas a cal y canto de un convento provincial? Como escritora, ¿cuánto, mucho o poco, debe usted al primitivo mundo rural que suele pintar en sus relatos sobre la Irlanda de su niñez?
O’Brien: No hay modo de saberlo, en realidad. Si me hubiera criado en las estepas rusas o en Brooklyn –donde vivían mis padres cuando se casaron–, mis materiales creativos habrían sido otros, pero mi modo de aprehenderlos tal vez habría sido el mismo. El hecho es que me crié en una zona que era y sigue siendo de una belleza impresionante, de modo que la percepción de la naturaleza, de la vegetación y de la tierra fue algo que me vino dado. Por otra parte, allí no se recogían cosechas de cultura y literatura, de modo que mi deseo de escribir surgió por propio impulso, espontáneamente. Los únicos libros que había en mi casa eran de oraciones o de cocina, o de caballos purasangres. Yo conocía bien el mundo que me rodeaba, me enteraba de todas las pequeñas historias de cada cual, y de ese material se hacen los relatos y las novelas. En el plano personal, era algo muy drástico. De modo que todas esas cosas, en combinación, hicieron de mí la persona
Roth: Pero ¿le sorprende a usted haber sobrevivido al aislamiento del campo, a la violencia de su padre, al convento de provincias, sin perder la libertad de pensamiento indispensable para escribir?
O’Brien: Me sorprende mi propia firmeza, sí, pero no creo haber salido sin cicatrices. Me resulta completamente imposible hacer cosas como conducir un coche o nadar. En más de un aspecto, me siento inválida. El cuerpo era algo sagrado, como un tabernáculo, y todo constituía ocasión de pecado. Ahora resulta divertido, pero no tanto: en el cuerpo también se contiene la historia de nuestra vida, igual que en el cerebro. Me consuelo pensando que unas partes quedan destruidas y otras florecen.
Roth: ¿Había suficiente dinero en casa durante su infancia y adolescencia?
O’Brien: No, pero en tiempos sí que lo hubo. A mi padre le gustaban los caballos y el ocio. Heredó una buena cantidad de terrenos y una hermosa casa de piedra, pero era un derrochador y la tierra pasó a otras manos o se dilapidó al modo típico irlandés. Los primos que volvían de Estados Unidos nos traían ropa, y yo heredé de mi madre cierto placer infantil por esas cosas. Nuestra mayor alegría eran esas visitas, esos regalos de chucherías y demás, esos mensajes de un mundo exterior, cosmopolita, un mundo al que estaba deseando incorporarme.
Roth: Me llama la atención, sobre todo en los relatos de la Irlanda rural durante los años de la guerra, la amplitud y precisión de su memoria. Parece usted recordar la forma, la textura, el color y las dimensiones de todos y cada uno de los objetos en que puso los ojos mientras crecía, por no mencionar el significado humano de todo lo que veía, oía, olía, probaba y tocaba. El resultado es una prosa que hace pensar en un fino tejido de malla, una red de detalles donde logra usted introducir toda la añoranza y el dolor y el arrepentimiento que surge de la narración. Lo que me gustaría saber es cómo explica usted esta capacidad para reconstruir con tan apasionada exactitud un mundo irlandés que no ha vivido plenamente desde hace varios decenios. ¿Cómo logra su memoria mantenerlo vivo, y por qué no se aparta de usted ese mundo que dejó de existir hace tanto tiempo?
O’Brien: A veces me veo trasladada a él, y tanto el mundo normal como el tiempo presente se quedan atrás. Este recuerdo, o lo que sea, me invade. No es algo que pueda resumir, es algo que ocurre y que me pone a su servicio. Mi mano hace el trabajo y no necesito pensar. De hecho, en cuanto pienso se interrumpe la corriente. Es como un dique que hubiera en mi cerebro y que de pronto se rompiera.
Roth: ¿Visita usted Irlanda para fomentar el recuerdo?
O’Brien: Cuando voy a Irlanda, siempre lo hago con la secreta esperanza de encontrar una chispa del mundo oculto y de las historias ocultas que esperan ser liberadas, pero no ocurre así. Ocurre, como usted bien sabe, de un modo mucho más intrincado, por mediación de los sueños, de la suerte y, en mi caso, por el maremagno de emoción provocado por una relación amorosa y sus consecuencias.
Roth: Me pregunto si no habrá elegido usted el modo en que vive –sola– para evitar que alguna emoción demasiado fuerte la separe del pasado.
O’Brien: No me cabe la menor duda. Siempre estoy protestando de mi soledad, pero el caso es que la tengo en tanto aprecio como a la idea de unión con un hombre. Muchas veces he dicho que me gustaría vivir mi vida en períodos alternativos de penitencia, retozo y trabajo, pero, como usted comprenderá, eso no es algo que pueda encajarse en una existencia conyugal corriente.
Roth: Muchos escritores norteamericanos que conozco verían con muy poco agrado la perspectiva de vivir lejos del país sobre el cual escriben y que es la fuente de su lenguaje y de sus obsesiones. Muchos escritores de la Europa oriental, también conocidos míos, permanecen detrás del telón de acero porque las penalidades del totalitarismo se les antojan preferibles al peligro que el exilio representa para un escritor. Si alguna vez hubo un caso de escritor que se mantuviera a tiro de piedra de su terruño, ese es el de dos norteamericanos que, juntos, constituyen la espina dorsal de la literatura de mi país en el siglo XX: Faulkner, que se estableció en Mississippi tras una breve estancia fuera, y Bellow, que, tras haber andado un poco por ahí, se volvió a Chicago a vivir y dar clase. Ahora bien, todos sabemos que Beckett y Joyce dejaron de necesitar una base en Irlanda tan pronto como empezaron a experimentar con su legado irlandés; pero ¿no tiene usted a veces la sensación de que haber salido de Irlanda siendo tan joven, para ganarse la vida en Londres, le puede haber supuesto algún perjuicio como escritora? Aparte de la Irlanda de su juventud, ¿no hay otra Irlanda que usted podría haber utilizado para sus fines literarios?
O’Brien: Instalarse en un determinado sitio y utilizarlo como escenario de lo que uno escribe es una seguridad para el escritor, y también una señal indicadora para el lector. Pero no tiene uno más remedio que marcharse cuando las raíces le suponen una amenaza excesiva, cuando le afectan demasiado. Joyce dijo que Irlanda es como una gorrina que devora su propia camada. [3] Se refería a la actitud del país con sus escritores, porque se ensaña con ellos. No es ninguna casualidad que nuestros dos ilustrísimos mayores, Joyce y el señor Beckett, se marcharan para no volver, aunque no perdieran su particular conciencia irlandesa. En lo que a mí respecta, creo que si me hubiese quedado no habría escrito nada. Pienso que habría estado sometida a vigilancia y a juicio (¡más todavía!), que me habría quedado sin ese valiosísimo atributo llamado libertad. Los escritores siempre andan escapándose, y yo también, por muchas razones. Es cierto que me desposeí de algo y estoy segura de que algo, también, debí de perder: la continuidad, el contacto diario con la realidad. No obstante, si comparamos mi situación con la de los escritores de Europa oriental, yo tengo la ventaja de que siempre puedo volver. Para ellos tiene que ser terrible el carácter definitivo del hecho, la condena llevada al último extremo, como un alma expulsada del paraíso.
Roth: ¿Volverá usted?
O’Brien: De vez en cuando. Irlanda es ahora muy diferente, un país mucho más secular, donde están decayendo, irónicamente, tanto el amor a la literatura como el repudio de la literatura. Irlanda se está volviendo tan materialista y tan bisoña como el resto del mundo. Aquel verso de Yeats – «la Irlanda romántica murió para siempre» – ha acabado por hallar cumplimiento.
Roth: En el prólogo que escribí para su libro A Fanatic Heart, cito lo que dijo Frank Tuohy [4] de usted y Joyce en un ensayo sobre este último: Joyce, tanto en Dublineses como en Retrato del artista adolescente, fue el primer católico irlandés que hizo reconocibles su experiencia y su entorno; y, sin embargo, «el mundo de Nora Barnacle [la camarera que se casó con Joyce] tuvo que aguardar la llegada de la narrativa de Edna O’Brien». ¿Querría decirme qué representó Joyce para usted? Un relato suyo como Tough Men, sobre cómo un estafador ambulante engatusa a un tendero dado a las intrigas, me parece sacado directamente de una especie de Dublineses rural; y, sin embargo, usted no parece haberse planteado el desafío lingüístico de Joyce, ni sus preocupaciones míticas. ¿Qué significó para usted, qué ha tomado o aprendido de él, en caso de que haya tomado o aprendido algo, hasta qué punto resulta abrumador para un escritor irlandés el hecho de tener por precursor a semejante monstruo verbal, que se tragó todo lo irlandés que tenía alrededor?
O’Brien: En la constelación de los genios, Joyce es una luminaria deslumbrante y el padre de todos nosotros. (Excluyo a Shakespeare porque no hay epíteto humano que no le quede pequeño.) Leí a Joyce por primera vez en un librito editado por T. S. Eliot (Introducing James Joyce: A Selection of Joyce’s Prose, de 1942) que me compré de segunda mano en los muelles de Dublín por cuatro peniques. Antes había leído muy pocos libros, casi todos desbordantes y exóticos. Yo era entonces una farmacéutica en ciernes que soñaba con escribir. Y de pronto me encontraba con «Los muertos» y con una parte del Retrato del artista adolescente que me dejaron atónita, no solo por el embrujo del estilo, sino también por lo verosímiles que eran, por-que eran vida. Luego, algo más tarde, me puse a leer el Ulises, pero era muy joven todavía y no pude superar los obstáculos, era algo demasiado inaccesible, demasiado masculino para mí, aparte del famoso fragmento de Molly Bloom. Ahora pienso que Ulises es el libro más divertido, brillante, intrincado y menos aburrido que he leído nunca. Lo tomo cada vez que se me ocurre, leo unas cuantas páginas y es como si me hubieran hecho una transfusión de cerebro. Su carácter intimidatorio ni siquiera se plantea: Joyce está más allá de toda frontera, más allá de todos nosotros, «en las remotas Azores», como podría haber dicho él.
Roth: Volvamos al mundo de Nora Barnacle, a cómo ven el mundo las Nora Barnacle, tanto las que permanecen en Irlanda como las que elevan el vuelo y se marchan. En el centro de prácticamente todos sus relatos hay una mujer, por lo general una mujer que se vale por sí misma, combatiendo el aislamiento y la soledad, o buscando el amor, o retrocediendo espantada ante las sorpresas que trae el aventurarse entre los hombres. Usted escribe sobre las mujeres sin pizca de ideología o, al menos en lo que a mí se me alcanza, sin preocuparse en absoluto de adoptar una postura correcta.
O’Brien: La postura correcta es decir la verdad, escribir lo que uno piensa, sin consideración del público ni de ninguna camarilla. Pienso que el artista nunca adopta una postura ni por conveniencia ni por agravio. Los artistas odian las posturas y sospechan de ellas, porque sabemos muy bien que tan pronto como adoptas una postura fija te conviertes en alguna otra cosa: en periodista o político. Lo que yo busco es un trocito de magia, y no quiero escribir folletos, ni leerlos. Pinto a las mujeres en situaciones de soledad, desesperadas, incluso humillantes, muchas veces a rastras del hombre y casi siempre en busca de una catarsis emocional que no les llega. Ese es mi territorio, y lo conozco por dura experiencia. Si quiere usted saber dónde me parece a mí que está el quid de la desesperación femenina, puedo decírselo: en el mito griego de Edipo y en la exploración que de él hizo Freud se reconoce el deseo del hijo por la madre; pero es que la hija, de pequeña, también desea a la madre. Lo que ocurre es que resulta impensable, en el mito, en la fantasía, en la práctica, que este deseo pueda consumarse.
Roth: Sin embargo, no puede usted hacer caso omiso de los cambios de «conciencia» que, según se dice, ha ocasionado el movimiento feminista.
O’Brien: Sí, hay cosas que han cambiado para mejor: las mujeres no son ganado, expresan su derecho a que se les pague lo mismo que a los hombres, a ser respetadas, a no ser el «segundo sexo»; pero en la cuestión del emparejamiento las cosas no han cambiado nada. La atracción y el amor sexual no son un impulso de la conciencia, sino del instinto y la pasión, y en este aspecto los hombres y las mujeres son radicalmente distintos. El hombre aún sigue teniendo mayor autoridad y mayor autonomía. Es algo biológico. El destino de la mujer es recibir el esperma y retenerlo, y el del hombre, en cambio, consiste en darlo, y en esa entrega se agota, de ahí que a continuación se retire. Mientras ella, en cierto sentido, está siendo alimentada, él, por el contrario, está siendo vaciado, y, para resucitarse a sí mismo, procede a una huida temporal. Como consecuencia de todo ello, tenemos el resentimiento de la mujer, al verse abandonada, aunque sea por poco tiempo, y el sentimiento de culpabilidad de él, porque se aparta; y, sobre todo, su sentido innato de la autoprotección, por el que tiene que volver a encontrarse, para una nueva afirmación de sí mismo. La unión, pues, nunca pasa de relativa. El hombre puede ayudar a fregar los platos, etcétera, pero siempre anda con la mirada en otro sitio, y su compromiso es más ambiguo.
Roth: ¿No hay mujeres igualmente promiscuas?
O’Brien: A veces las hay, pero no tienen la misma sensación de haber conseguido algo. Me atrevo a decir que la mujer es capaz de un amor más profundo y más duradero. A lo cual añado que la mujer siempre tiene más miedo de que la dejen. Eso sigue siendo así. Vaya usted a cualquier cantina de mujeres, a la sección de ropa de mujer, a la peluquería, al gimnasio, y encontrará muchísima desesperación y muchísima competencia. La gente se desgañita gritando eslóganes, que se quedan en eso, en meros eslóganes: lo que de veras nos determina es lo que sentimos y hacemos. Las mujeres no están más seguras en sus emociones de lo que estaban antes. Lo que pasa es que ahora se las arreglan mejor con ellas. La única verdadera seguridad consistiría en apartarse de los hombres, desprenderse de ellos, pero eso equivaldría a una pequeña muerte… Al menos para mí.
Roth: ¿Por qué escribe usted tantas historias de amor? ¿Es por la importancia del tema o porque le ocurre como a muchos otros, en nuestra profesión, que cuando alcanzan la edad adulta y se marchan de casa y escogen la solitaria vida del escritor, resulta que el amor sexual es, entre los ámbitos de la experiencia a que siguen teniendo acceso, el más fuerte de todos?
O’Brien: Para empezar, creo que en mí el amor ocupó el lugar de la religión, en el sentido del fervor. Cuando empecé la búsqueda de amor terrenal (en otras palabras: de sexo), sentí que me estaba desvinculando de Dios. Bajo el manto de la religión, el sexo asumió proporciones rocambolescas. Se convirtió en el centro de mi vida, en mi objetivo. Entonces era muy proclive al síndrome Heathcliff, y lo sigo siendo. La excitación sexual estaba vinculada, en gran medida, al dolor y a la separación. La vida sexual es de fundamental importancia para mí, como lo es, me parece, para todo el mundo. Nos ocupa muchísimo tiempo, tanto de pensamiento como de obra, con el primero ocupando casi siempre el lugar de honor. Para mí, por encima de cualquier otra cosa, es algo reservado y contiene elementos de misterio y de rapiña. Mi vida diaria y mi vida sexual no son un todo. Están separadas. Por algo soy irlandesa.
Roth: ¿Qué es lo más difícil de ser mujer y escritora? ¿Ha de enfrentarse usted, como mujer, a dificultades que yo, como hombre, no tengo? Y, por otra parte, ¿imagina usted que yo pueda tener dificultades que una mujer no tiene?
O’Brien: Pienso que ser hombre es muy distinto de ser mujer, muy distinto. Creo que usted, como hombre, tiene esperándole, por los pasillos del mundo, todo un cortejo de mujeres: esposas potenciales, amantes, musas, enfermeras. Las mujeres escritoras no tenemos esa bonificación. Hay numerosos ejemplos: las hermanas Brontë, Jane Austen, Carson McCullers, Flannery O’Connor, Emily Dickinson, Marina Tsvietáieva… Creo que fue Dashiell Hammett quien dijo que no le gustaría vivir con una mujer que tuviera más problemas que él. Tengo la impresión de que las señales que reciben de mí hacen que los hombres se pongan en estado de alarma.
Roth: Tendrá usted que encontrar un Leonard Woolf. [5]
O’Brien: No quiero ningún Leonard Woolf. Quiero a lord Byron y a Leonard Woolf juntos.
Roth: Pero, ateniéndonos al trabajo, ¿las dificultades que representa no tienen nada que ver con el sexo?
O’Brien: Nada en absoluto. No hay ninguna diferencia. Usted, igual que yo, trata de sacar algo de la nada, y la ansiedad es extrema. Cuando Flaubert dice que en su cuarto de trabajo resuenan ecos de maldiciones y gritos de angustia, podría estar hablando del cuarto de trabajo de cualquier otro escritor. Así y todo, no tengo nada claro que aceptásemos otro modo de vida, si se nos ofreciera. Hay algo estoico en esto de seguir al pie del cañón, totalmente a solas.
Philip Roth / Londres, 1984
De: Philip Roth / El oficio: un escritor, sus colegas y sus obras / Seix Barral Biblioteca Philip Roth, 2003
Traducción: Ramón Buenaventura
Ph / Edna O’Brien, 1968.
[1] Belgravia es un distrito residencial de Londres que data de los años veinte del siglo xix y cuyo centro está en Belgrave Square. (N. del T.)
[2] Retrato de Virginia Woolf (en la época, Virginia Stephen) a los veinte años de edad. Fotografía hecha en 1902 por el fotógrafo británico George charles Beresford (1864-1938).
[3] Véase Retrato del artista adolescente (1916), capítulo 5.
[4] Novelista irlandés (1925-1999) y biógrafo de Yeats.
[5] Administrador colonial, escritor y editor inglés (1880-1969), marido de Virginia Woolf.
https://cuartaprosa.com/2022/05/08/conversacion-con-edna-obrien-philip-roth/
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