jueves, 15 de agosto de 2024

Sofi Oksanen / Katariina

 

Autorretrato,1946
Elga Sesemann

Sofi Oksanen

KATARIINA


1977
    En el viaje desde el puerto de Helsinki a la pequeña ciudad archifinesa, Katariina y su marido finlandés paran en unas cuantas estaciones de servicio y ella compra unas extrañas empanadillas —se llaman empanadillas carelianas—. También las gasolineras le resultan extrañas, relucientes, muy iluminadas y con grandes anuncios; en cuanto dejaban una atrás, aparecía otra. Está oscuro, llovizna, hace frío y, cuanto más avanzan, menos árboles de hoja caduca hay. Katariina está en Finlandia por primera vez en su vida y nada más llegar se ve obligada a abandonar sus zapatos de tacón, porque con ellos, a causa del lodo, no puede entrar en su nueva casa. Esta nueva casa es una sorpresa que le ha preparado su marido. Habían hablado de comprar una vivienda en Helsinki, pero su marido ha decidido sorprenderla comprando una vivienda nueva en una pequeña ciudad archifinesa, a varios cientos de kilómetros de la costa y de Helsinki, pero cerca de la casa de sus padres.

    Por supuesto, Katariina habría preferido visitar el país de su marido antes de instalarse, pero conseguir un visado de turista, aunque su marido hubiera estado dispuesto a ocuparse de sus gastos de manutención y de la vivienda, ya de por sí resultaba complicado, y, después, para conseguir un nuevo visado para un país capitalista, habrían tenido que esperar cuatro años más, imposible volver ni aunque durante ese periodo se hubieran casado. Esperas y colas, papeleo y solicitudes de todo tipo... Ya habían tenido de sobra. Katariina consiguió un visado de traslado y salió definitivamente de allí.
    Se despidió de su trabajo y del sindicato y se vio obligada a dejar del otro lado de la frontera todos sus títulos académicos y los documentos relativos a su formación, así como sus referencias profesionales, porque no estaba permitido cruzar con ellos el golfo de Finlandia. Tuvo que dejar su vivienda porque quien se marchaba al extranjero no podía conservarla. No podría volver así sin más.
    Adiós hogar, pueblo e idioma. Adiós, mi país.
    Todo lo que uno puede llevarse cabe en un bolso.
    En la aduana revisaron minuciosamente todas las fotos que llevaba consigo, cada carta, los diarios y las postales. Los aduaneros no entendían por qué tenía que cargar con toda esa porquería. Para colmo, entre las fotos había algunas tomadas en una sauna donde salía gente con poca ropa, una fiesta de sus años de estudiante. Llevar todo ese material pornográfico estaba prohibido, y lo demás era... sospechoso.
    Katariina lo tiró todo a la basura en la aduana. Qué importaba ya. Tiró hasta las manzanas del manzano de su casa que Arnold había secado para ella.
    ¡Pero sí se podían llevar más cosas a Siberia! Allí nadie te revisaba el equipaje.
    Además, ya no era Katariina, sino Yekaterina Arnoldovna.
    El barco atracó en el puerto, pasaron la noche a bordo y, a la mañana siguiente, fueron al consulado de la Unión Soviética para solicitar sin demora un permiso de residencia para Finlandia. El pasaporte de Katariina, un documento especial para los ciudadanos soviéticos que salían al extranjero, expedido en Tallin, hubo que cambiarlo una vez más, y Katariina rellenó en el consulado los formularios necesarios en ruso, como tenía que hacerse: escribió su nombre en caracteres cirílicos en el renglón destinado a ello, así como el nombre de su padre, Arnold, en su renglón correspondiente. En el consulado se mostraron muy amables y prometieron tener listo el pasaporte para ese mismo día, ya que el matrimonio no vivía en Helsinki sino en la Archifinlandia.
    En el nuevo pasaporte aparecía ese nombre: Yekaterina Arnoldovna.
    Katariina había pasado a ser Yekaterina porque era así como se decía en ruso, y el Arnoldovna se le había añadido siguiendo la costumbre rusa de hacer figurar el nombre del padre después del propio.
    Aunque hablen ruso, los ingrios no son rusos.
    Los ucranianos tampoco son rusos, aunque para los estonios hablan como ellos y sus costumbres les parecen iguales.
    Los estonios no son rusos, y de hecho no aprenden ruso hasta que van al colegio.
    Katariina es Katariina, como en sus anteriores pasaportes, no Yekaterina Arnoldovna.
    Pero como el proceso de volver a cambiar de pasaporte habría requerido nuevas explicaciones y más días de estancia en Helsinki, continuaron el viaje con el nombre de Yekaterina Arnoldovna. Y como Yekaterina Arnoldovna permanecerá oficialmente Katariina hasta que obtenga un pasaporte finlandés. Nunca bromearon sobre ese asunto, aunque su marido, tarde o temprano, a lo largo de sus años de matrimonio, le gastará bromas sobre casi todo lo demás.
    Para su nueva casa el marido de Katariina ha comprado un tresillo verde del mismo estilo que el que tenía ella en su casa de Tallin, un armario y una mesa oscuros del mismo estilo: todo estaba esperándolos allí cuando Katariina entró en la casa. Y ella elogió aquellos muebles tan acogedores.
    Cuando su marido volvió a irse a Moscú para trabajar, Katariina se quedó sola en la vivienda archifinesa, con los pies fríos. Katariina tenía en Tallin un suelo de madera que le daba calor, pero aquí el suelo lleva un revestimiento de plástico gris que parece nieve. Como la de fuera. Las paredes están pintadas de blanco nieve, incluso en la cocina, y del mismo color son también los muros exteriores del bloque. La comida es tan cara que Katariina no se atreve a comprarla con el dinero de su marido. Las mujeres llevan abrigos acolchados y pantalones. Las luces fluorescentes le molestan en los ojos. ¿Y dónde está el mar? ¿Y los robles, los castaños y los álamos?
    Entonces una mujer de voz zalamera llama por teléfono y le dice que ella también es estonia y que la policía le ha facilitado su número de teléfono. Según la mujer de voz zalamera, deberían quedar y conocerse. Y más teniendo en cuenta que sus maridos pasan tanto tiempo fuera de casa... Su marido es agente de pompas fúnebres, tiene una empresa propia que le absorbe todo el tiempo, y como el marido de Katariina está en Moscú, en la embajada, la pobre debe de pasar mucho tiempo sola.
    ¿Cómo sabes tú todo eso? ¿Quién te ha contado dónde trabaja mi marido?
    La policía me lo dijo, cuando les pregunté si había alguna paisana por estos lares.
    ¿De verdad?
    Katariina se abraza la tripa. Ahí está el bebé.
    Antes de irse a dormir, Katariina tiende un hilo con cascabeles por debajo de la puerta que la despertaría si entrase alguien.
    Ojalá su marido vuelva pronto de Moscú, entonces todo estaría bien.
    Cuando la mujer de voz zalamera vuelve a llamar, Katariina cuelga sin más. Hace lo mismo todas las veces, hasta que cesan las llamadas.

Sofi
Las vacas de Stalin


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