jueves, 15 de agosto de 2024

Sofi Oksanen / Hukka y yo

Akseli Gallen-Kallela


Sofi Oksanen

HUKKA Y YO

     

HUKKA  Y YO nos acostamos la misma noche que nos conocimos. En cuanto cerró la puerta, Hukka me pidió que me quitara la ropa. En eso consiste su test para medir lo fácil que es una mujer. Yo resulté la más fácil entre las fáciles. En definitiva, hice el ridículo. Una fulana de tres al cuarto. Una fulana que no pesaba más que una moneda de madera. El gato de Hukka dormía a los pies de la cama y me estuvo mordiendo un dedo toda la noche, como diciéndome que sobraba en esa cama. Hukka se ocupaba de mí, yo no de él, sé que eso no estaba bien ni es lo que dicta la etiqueta, pero no sabía cómo tocarlo. Tan solo apoyaba mis manos sobre sus hombros o sobre su cabeza, pero no las movía para nada. Él sacudía la cabeza entre mis piernas y me soplaba ahí; y yo no sabía qué pintaba en su apartamento, en su cama, por qué había abandonado la cola de los taxis para salir corriendo con él, por qué había cedido sin pensármelo dos veces cuando Hukka me atrajo hacia sí.


    Al día siguiente, después de dar buena cuenta del desayuno que me había preparado, le conté que me costaba mucho comer. Que no sabía comer. Hukka me dijo que no todo el mundo sabia hacerlo todo. Que no era tan raro: hay quienes no saben nadar, quienes no saben conducir. Hay quien no sabe abrazar y otros que son incapaces de preparar café. Yo era simplemente alguien que no sabía comer.
    No salí de casa de Hukka hasta el anochecer. Era verano. A ambos lados de la puerta había lilos en flor que olían a infancia. Sonreí y en mi sonrisa había luz. ¡Hukka me comprendía!


***

HUKKA EMPEZÓ A proponerme otras cosas. Cuando íbamos al bar, paseábamos o pasábamos por la droguería para comprar bastoncillos de algodón y nos cruzábamos con alguien que él creía que podía gustarme, me preguntaba si ese hombre me ponía. Así, a la ligera, como quien no quiere la cosa. ¿Qué te parece ese? ¿O quizá te gusta más ese otro más alto?

    Pero si yo no deseaba a ningún otro. Aunque es verdad que los hubo, ¡yo no los deseaba! Solo tuve que hacerlo. Aquello era otra cosa.
    Hukka me dijo que a él no le importaba en absoluto: vete, haz lo que quieras, siempre y cuando me lo cuentes después o, mejor, cuéntamelo antes, así puedo ir a mirar.
    ¡No quiero estar con otros! ¿Por qué hablas así?
    Le dije que si quería a alguien ese alguien era Hukka, solo Hukka. No quería sexo en grupo, solo con Hukka.
    Para Hukka no era una casualidad que hubiera dejado de desear a otros justo un poco después de haberlo conocido. Y no se podía sacar más que una conclusión: era por él.
    Cómo podía hacerle entender que al principio lo deseé solo porque apenas lo conocía. Pero ahora ya lo conocía demasiado. Y yo me acostaba solo con hombres de los que no me sintiera próxima.
    Hukka se reía como si le hubiera dicho algo muy divertido, pero yo no soy divertida en absoluto, huesos fríos y piel caliente, corazón ennegrecido y miembros hormigueantes. A cada paso que daba hacia mí, yo adelgazaba un kilo para huir de él, aunque al mismo tiempo me quedaba petrificada en el sitio y no era capaz de poner un pie delante del otro. Adelgazaba para huir, me alejaba, siempre en fuga, en otro lugar: no, nunca me alcanzarás, ni tú ni nadie, no dejaré que nadie me alcance jamás, no, aunque este quedarme petrificada pueda deberse al deseo de permanecer de una vez por todas, delante de ti, estar cerca de ti, aquí... ¡No! Si el cuerpo se niega a obedecer, solo queda una manera de moverse: reducirse, encoger. Mi huida, kilo a kilo, es la única vía de escape que me queda porque mis piernas se niegan a ponerse en marcha.


***


LE DIJE A Hukka que él también podía liarse con otras; si le apetecía, claro. Que se fuera él, por qué tenía que proponérmelo a mí si yo no quería. Después me dijo que con eso se había sentido como si le hubiera dado un puñetazo del que no podía recuperarse. Que así había dejado claro lo poco que me importaba. Por lo visto, el resto del mundo también consideró que o bien yo mentía, o bien Hukka no me importaba nada, pues de otra forma nunca podría haber dicho semejante cosa... Pero ¿alguien habría obligado a Hukka a ayunar y a vomitar solo porque yo no supiera comer? No. ¿No ocurre lo mismo con el sexo? Si yo no sé, ¿eso quiere decir que Hukka tenga que abstenerse o tampoco saber?
    Iba en serio. En serio le dije que él podía ligar por ahí todo lo que quisiera. No tenía sentido sufrir por eso. Si así acababa siendo en todas las relaciones, más tarde o más temprano. Qué absurdo creer que no.
    Es lo normal, trataba yo de consolar a Hukka. Por qué hiere tanto el puro sexo. Pero si la gente come con otros, no solo con los suyos, y utiliza los retretes públicos, ¿por qué eso tiene que ser diferente?
    No pude comprender por qué lloraba Hukka. Él no había perdido nada; yo no lo había herido. Hubiera sido estúpido creer a quienes afirmaban que sí. Quería decir lo que realmente dije cuando te pedí que te marcharas y, a pesar de ello, tú, Hukka, sigues bombeando sangre hacia mi corazón.
    ¿Por qué lloraba?
    Y no recordé que cuando él me propuso lo mismo, a mí me pareció absurdo.


***


POR LO QUE sé, Hukka no se ha acostado con otras, pero él quiso saberlo todo acerca de mis anteriores relaciones. Todo lo que había hecho en la cama antes de conocerlo. Quería saber si me gustaría volver con alguno de ellos. Cómo habían sonado entonces sus orgasmos. Si alguno de aquellos amantes era más silencioso que yo —cuando le dije que sí no se lo creyó, no podía haber en el mundo nadie más callado que yo—. Si alguna vez había pensado de alguien que era un manazas...
    Quería volver a escuchar una y otra vez de qué manera me habían follado esos hombres, si se habían portado como auténticos rusos, y yo no encontraba la manera de decirle que no me gustaba la expresión esa de «portarse como un auténtico ruso».
    A mi juicio no había nada que contar de mis ex.
    Pero como nosotros ya no hacíamos en la cama más que dormir, Hukka al menos tenía que tener derecho a la conversación.
    Y yo seguía sin contarle nada, así que al final me preguntó si ese silencio era algo que solo le dedicaba a él.
    No, le contesté.
    No me mientas. Me dijiste que había otras cosas que me reservabas solo a mí, como no tocarme. ¿Por qué no el silencio? Si te has acostado con otros de mil maneras, ¿por qué conmigo no? ¿Cómo es posible que deslices la mano sin problemas bajo la camisa de los otros? A ellos sí sabes tocarlos, metes tu lengua en sus bocas y les aprietas la entrepierna, a mí no.


***


ADEMÁS DE  ENTREGARME a las aventuras de una noche, empecé, casi sin darme cuenta, a evitar las llamadas de Hukka. Sobre todo cuando ya me había puesto a comer o estaba comprando comida peligrosa, me resultaba imposible contestar el teléfono, pero eso no era evitarlo: él sabía por el tono de mi voz si había flirteado con la comida o no, reconocía mi ronquera y el timbre embriagado de mi voz, advertía mis toses.
    Tampoco pulsaba la tecla para contestar cuando estaba preparando uno de mis atracones porque aquella llamada hubiese puesto en peligro el éxito de los rituales previos: quizá la comida no me habría dado tanto placer, esa llamada habría alterado los olores que se me acercaban culebreando desde la sección del pan, me habría trastornado al recordarme todas las preguntas que precisamente pronunciaba aquella voz. Preguntas que nadie más me había hecho antes. Porque a ningún otro se le había ocurrido que yo debiera pedir lo que deseaba. Pensar en eso me daba ganas de llorar, pero yo prefiero comer que llorar, así que me marchaba al supermercado.
    Huía de esas temibles preguntas que cobraban forma en la voz de Hukka y me refugiaba en la sección del pan, donde el crujido de las barras se percibía en el aire, el dulzor de las hogazas con patata, los panecillos integrales y los de sésamo al alcance de la mano, ahí mismo, rodeándome, esperando a que yo los tocara, los estrujara, los sopesara, los eligiera al fin y los cogiera. El pan desde luego no era comida segura, pero entonces me produjo una cierta seguridad que recibí con ansia y por la que me dejé arrastrar con docilidad. Cuando empezaba a comer ya no tenía que contestar a las llamadas de Hukka, no tenía que pensar si debía contestar o no, no sentía mala conciencia por no contestar. Poco a poco sus llamadas fueron convirtiéndose en órdenes que señalaban el comienzo de las comilonas, incluso cuando antes ni siquiera hubiese pensado en entregarme a una de mis orgías.

    En la sección del pan decidía qué más iba a necesitar. Si elegía pan francés, tendría que pedir dos barras; si elegía pan de centeno, bastaría con una, aunque luego me la comiera con cosas saladas y con mantequilla batida; pero sin duda dos barras de pan francés, una para lo salado y otra para lo dulce. El pan francés había que hornearlo con mantequilla para que oliese bien y se pusiera crujiente. Untarlo con mermelada de naranja o solo azúcar, con mayonesa y queso batido o con salchichón. Apasionada, expectante, continuaba hasta las estanterías de las galletas para ver qué me deparaba la suerte. Y, para empezar, helado, por supuesto.
    Hukka estaba enterado de todo. Hasta hablábamos de ello. Yo no negaba la realidad. ¿Y qué si alguna vez dejé de acudir a una cita porque todavía no había acabado de cebarme? No es que no quisiera ver a Hukka. Sí que quería verlo, me moría de ganas. Quería dormir a su lado, sentir su brazo bajo mi nuca y entrelazar mis piernas con las suyas. Por las mañanas quería comerme los bocadillos que él me preparaba, y besarlo —eran besos que sabían a mar y a amor—. Lo que no quería era escuchar las mismas preguntas de siempre, una y otra vez. A la larga esas preguntas arrasaron con todo lo hermoso y, por cada chorro que me lanzaba, para sentirme capaz de volver a Hukka, me hacían falta cantidades ingentes de pan tostado y mermelada de naranja, muchísimas patatas fritas con mayonesa, para que mi sofoco cediera y se licuara en nata fresca.
    Cada vez necesitaba más y con más frecuencia. Así que la evacuación tuvo que hacerse más rigurosa, porque ya no contaba con períodos de ayuno para adelgazar. No podía guardarme nada dentro. Cuando lo hacía menos a menudo, solo de tanto en tanto, en las fases de anorexia aguda, no necesitaba ser tan rigurosa. En casa de Hukka incluso había llegado a comer y mantener la comida en el estómago.
    Entonces empecé a llevar siempre conmigo una bolsita de regaliz. Así, al vomitar, sabría cuándo lo había expulsado todo por la raya negrísima que señalizaba el final. Había que tener cuidado con el orden de las comidas. Debía recordar los colores para ver por dónde iba. Para no confundir el orden de los vómitos.

***


UNA VEZ MÁS de vuelta del bar, de ese bar al lado de la parada de taxis donde nos conocimos. Yo me reía como una tonta, Hukka se reía también y, después de dar unos pasos, nos paramos a besarnos. Eran las cuatro y media de la madrugada y dejábamos atrás una noche alegre y una borrachera en compañía de un grupo de bielorrusos. Me fui al quiosco a comprar tabaco, Hukka al asador a comprar algo de comer. Él llegó primero a casa y cuando yo entré ya estaba sentado en el sofá, comiendo —en el quiosco había una cola tan larga y tanto jaleo que tardé un buen rato—, Hukka me abrió la puerta pero volvió al sofá sin siquiera quitarme el abrigo, como si nunca se hubiera movido de aquel sofá, y no me miraba, seguía comiendo. Me quedé en la puerta contemplando la escena, pero Hukka no movió la cabeza. Sentí en la garganta una sensación de ahogo, intenté tragar, moví el cuello creyendo que así podría, al final entré, fui hacia el sofá y me paré junto a la mesa. Hukka había comprado dos hamburguesas, estaba comiéndose una, la otra reposaba todavía en su cajita de cartón sobre la mesa.
    ¿Qué ocurre? Hukka me lanzó una mirada. No contesté. Oculté las lágrimas y me tragué la saliva que me provocaba aquel panecillo cubierto de sésamo.
    ¿Quieres que me vaya a casa?
    Hukka se extrañó al oír mi pregunta porque parecía querer decir que no me sentía bienvenida.
    ¿Cómo?
    Al principio, Hukka me abrazaba y me besaba en cuanto me veía entrar por la puerta. Ahora movió el labio inferior hacia delante como cuando estaba de morros.
    ¡Se me enfría la hamburguesa!
    ¿Así que esa hamburguesa es más importante que yo?
    Si tú comieras algo te sentirías mejor. No estarías tan de mal genio.
    Yo no quería sentirme mejor.
    Tienes que comer.
    No. No me atrevo.
    Aunque solo sea pan.
    Precisamente pan no, de ninguna manera.
    Bueno, pues algo dulce. Hará que te encuentres mejor, para que no te duela la cabeza.
    Pero si no me duele la cabeza. Yo no había dicho nada de dolor de cabeza. Hukka se había confundido. Por lo menos no en ese momento.
    Él quería que me dejara de juegos, que dijera directamente las cosas, que me pusiera furiosa porque no me ofrecía ni un mordisco de su hamburguesa.
    ¡Pero no!
    Hukka se reía. Inténtalo. Yo quería esa hamburguesa. Cógela. ¡No!
    Y me enfadé. Hukka tenía razón, pero yo no lo reconocería nunca. Me picaba la inquietud en las manos, anuncio de una bronca que desde hacía mucho tiempo sabía que iba a estallar. Qué derecho tenía él a comer y no darle la otra hamburguesa a su mujer. Musité un «avaro y mezquino».
    Por qué no tomas algo, anda. Más tarde o más temprano 
tendrás que comer algo. Solo un poquito, anda.

    No: Yo nunca tengo que comer.
    Pero ahora...
    ¡Que no!
    Intenté calmarme. No había comprado la otra hamburguesa para mí. Hukka se disponía a comérsela. Como si nada. Y qué, si él sabía que yo no iba a meterme semejante porquería en el cuerpo, aquello a mí ni me iba ni me venía. Jamás confesaría que me fastidiaba que Hukka no hubiera pensado que yo podría querer una hamburguesa.
    Pero ¿qué pasaría si...? Hukka puso expresión de astucia.
    De un viaje en barco un amigo de Hukka le había traído un Toblerone de esos grandes, de esos de tamaño
tax-free
de cuatrocientos gramos. A Hukka no le gustaba el chocolate blanco, decía que le provocaba caries, pero si nadie se lo comía terminaría estropeándose. Hukka echó una de esas miradas suyas despreocupadas. Si quieres, te saco el Toblerone de la despensa.
    Déjalo.
    Entonces tendré que tirarlo.
    ¡Que no!
    Así que quieres probar un poco.
    Si lo pruebo, me lo comeré entero.
    No te lo daré entero, solo un par de trozos.
    ¡Yo no quiero un par de trozos!
    Me fui hacia la ventana para fumar y me quedé quieta tratando de no tiritar.
    ¿De verdad quieres que lo tire? Pero si en la boca se... ¿Por qué no coges un pedazo? Anda, prueba...
    Le dije que sí demasiado pronto, tenía que haberme callado.
    Pues ¿sabes una cosa? ¡Ya no queda!
    Hukka se rio y eructó.
    Me eché a llorar.
    Aunque el llanto hincha la cara, corre el maquillaje y empequeñece los ojos, no podía dejar de llorar, quería salir, no me importaba que detrás de la puerta me esperara la calle y, en la calle, gente que me vería llorando, despeinada por el forcejeo con Hukka cuando intentara retenerme, un moco atravesado en el mentón; no me importaba nada, no importaba absolutamente
    En otras circunstancias, Hukka o quien fuera habría logrado impedir que me marchara después de haber empezado a llorar porque en realidad jamás habría salido a la calle llorando y tan desnuda a los ojos de los demás, pero en aquel momento no me importó. No me imaginé a mí misma llorando, así que no me preocupé por las lágrimas y los mocos que me llegaban al cuello de la camisa. No me importó tener los ojos enrojecidos, iba a salir corriendo tal cual. Yo no estaba a mi lado para decir: Anna, no puedes salir con esa pinta, se te ve en la cara lo que te ha pasado, Anna nunca hace esas cosas.
     

***

Me SUBÍ DIRECTAMENTE al tranvía, estaba vacío, aún era muy pronto. Me llevó hasta el puerto y allí cogí el catamarán que iba a Tallin. No llevaba equipaje. Solo el bolso con la agenda, el tabaco, el pasaporte y una polvera cuyo espejo se había desprendido y había desaparecido sin dejar rastro. Aunque también es cierto que a mis bolsos siempre los habían llamado maletas porque contenían alfileres y agujas, hilo, imperdibles, tiritas, pañuelos, bolígrafos, bolsitas de té, pastillas para la garganta, chicles, medicamentos para el dolor de cabeza, Diapames, Seroniles y Xanores, Hermesetas, una navaja, tiques de todo tipo y maquillaje para cualquier ocasión... Es importante poder salir corriendo en cualquier momento, poder marcharse a donde sea. Hay que estar preparada para cualquier cosa. Igual que durante años sostuve la tartera de Pipi Calzaslargas en mi regazo, en casa de la abuela, mientras esperaba a que mi madre volviera de recoger setas del bosque.
    En un viaje planificado, por supuesto, había que cargar con muchas otras cosas igualmente útiles, y todo tenía que estar en el equipaje de mano porque nunca se sabe dónde van a parar las maletas y las bolsas, pueden robarlas o perderse, pueden confundirlas con otras sin querer, puede pasar cualquier cosa. Todos los viajes que había hecho a la Unión Soviética me habían enseñado esa lección. Y como nunca se puede estar segura de que se va a poder volver al punto de partida, es mejor disponer de un equipaje suficiente como para no volver jamás.


    *** 

ESA FUE NUESTRA última discusión.
    El día anterior no había comido nada más que una sopa de queso suizo de sobre de doscientas diez calorías por siete decilitros. En el sobre ponía que contenía dos raciones, o sea, cinco decilitros, pero yo añadí algo más de agua. Tenía la cabeza a punto de estallar por la hipoglucemia, empezó a zumbarme. La combinación de ron con Pepsimax fue perfecta para ese estado porque la Pepsimax apenas tiene calorías y con el ron elimina el hambre fantásticamente: alcohol y ácido carbónico. Y me puse de buen humor.
    Hukka preparó las rayas sobre un espejito y enrolló un billete como si fuera una flauta... Iggy Pop cantaba:
Home, boy, home, boy, everybody needs a home
. Era viernes, llamó Göran, un conocido de Hukka, le preguntó por el
speed
, después se pasó por casa y se puso a fumar a mi lado en la ventana. Abajo, en la calle Aleksis Kivi, había unas cuantas chicas paseando y circulaban las mismas camionetas de todos los días.
    Göran sacó la cacerola que estaba en la mesa de la cocina y metió la mano en la papilla que había sobrado esa mañana, apuntó, la tiró a la calle, dio en el blanco, se rio, volvió a apuntar, otra vez volvió a acertar, sin dejar de reírse. Hukka se acercó y se puso a mirar cómo Göran lanzaba la comida a las mujeres que paseaban por la calle. Hukka también se reía al ver a las mujeres ponerse el abrigo a toda prisa y protegerse la cabeza con las manos. Se paró un coche al borde de la acera y salió una chica que parecía venir de hacer un trabajito, Hukka raspó los últimos restos de papilla y se los lanzó. Göran y Hukka se rieron muchísimo, yo fui a sentarme a la cocina y al momento Hukka apareció en busca de más cosas, yogur y nata fresca, leche caducada de la nevera, y se fue corriendo junto a Göran a acechar... A veces no acertaban, sacudidos por la risa, no daban en la diana, aunque a juzgar por las carcajadas los fallos les divertían tanto como los aciertos, las chicas debían de salir disparadas igualmente 
al ver caer algo líquido a su lado... Hukka me llamó para que fuera a verlo, pero yo me acurruqué en el sofá del salón y me comí todas las galletas saladas y, cuando se terminaron, cogí mi abrigo y mi bolso y salí al pasillo. Hukka y Göran se lo estaban pasando tan bien que ni siquiera se dieron cuenta de que me marchaba.

***

ME HABÍA COMPROMETIDO a cumplir un pequeño deseo de Hukka, aunque él no me había revelado de antemano de qué se trataba, por supuesto, pero así celebraríamos nuestro día de amor..., un año y medio juntos ya. Y, además, Hukka había cumplido su promesa de no discutir en todo el día, ni hablar de asuntos desagradables, ni hacerme preguntas que yo no supiera contestar.
    Cumplir el deseo de Hukka era mi regalo, pero además por la noche le preparé su plato preferido, me envalentoné: preparé pastel de atún. Durante un año había cocinado para él mis platos favoritos, diez recetas diferentes de chucrut, y
halva
, salsa de rábano picante y otras cosas cuyos sabores yo había disfrutado de niña en Estonia, pero que a Hukka no terminaban de gustarle y al final apenas los probaba. Hukka, a su vez, había intentado hacerme comer salchichas gordas, tipo Wiener, y mostaza de Turku, pero a mí me parecía que el puré de manzana que contenía la mostaza de Turku solo servía para rebajar el picante de la mostaza estonia. Durante meses, Hukka llenó su nevera solo con salchichas gordas creyendo que así acabaría acostumbrándome a su sabor, pero no quise ni probarlas. Así que el pastel de atún era un compromiso entre los gustos de los dos: para mí agradable de preparar y para Hukka buenísimo de comer.
    Solo un pequeño capricho. Un deseo. Algo que le rondaba la cabeza desde hacía mucho tiempo pero que hacía muy poco que había decidido, lo que en sí resultaba extraño porque el deseo era muy sencillo. Y nosotros ya habíamos jugado a otros juegos. Había ido de paseo con Hukka sin bragas, con falda larga, con falda corta, sin panties y con panties, abiertos en el medio..., y otras cosas similares cuando intentábamos averiguar qué podría apetecerme. Acepté decirle algo, no mucho, para agradar un poco a Hukka, pero no colaba siempre desde que Hukka había descubierto que yo fingía.
    El deseo para aquel día de amor era que yo me hiciera pasar por una prostituta. Él quería darme dinero de verdad y quería que yo lo aceptara de verdad, que me lo metiera en el sostén y le preguntara qué quería que le hiciera. Tendría que decirle mis tarifas y después haría lo que el cliente me hubiera exigido. Tenía que impostar un acento, intentar hablar con un ligero deje extranjero, a él eso le excitaría mucho, una forma de hablar barriobajera, de puta de la calle, seguro que yo sabía hacerlo. Él incluso podría recogerme en la calle, yo estaría por allí como esperando a un cliente, resultaría más verosímil si él aparecía en el coche, se paraba junto a mí, bajaba la ventanilla y cerrábamos el trato antes de subirme.
    Una extranjera prostituida.
    Le pregunté si quería que fuera tailandesa, sueca, rusa, estonia, negra o blanca.
    Hukka solo quería que pareciera verídico.
    Y para él eso era meterme el dinero en el sostén.
    Ay, Hukka, tú no sabes que para resultar verosímil tendrías que darme panties o filtros de café o desodorantes. Entonces sí sería verosímil.
    En casa de la abuela, en el campo, todavía hay algún que otro frasco de desodorante de los años setenta y ochenta que no han utilizado porque lo consideran demasiado bueno. Champú, frascos redondos de Elvital de los años setenta y unas cuantas compresas. En el fondo del armario. Dentro de la lechera. Donde solían meter los objetos de valor. Todo lo que mi madre y yo le llevábamos.
    ...
En Estonia las mujeres se venden por un par de panties...
En la Unión Soviética se vive bien, si se tiene un coche, una vivienda y un amante finlandés
...
    ¡Fuera de mi cabeza!
    Mi padrino, ese amigo de papá que según mi madre era el hombre más feo del mundo, Jussi, llevaba la cuenta de las mujeres con quienes había estado en Moscú. En dos años, doscientas veintiséis mujeres.
    Si la esposa de cualquier compañero iba a hacerles una visita desde Finlandia, todo el grupo organizaba la ruta, ocultaba las huellas y apartaba a las mujeres. Aunque con sus esposas solían hospedarse en otros hoteles, tenían que limpiar el hotel del grupo de las risas de las prostitutas antes de que llegara la esposa y hacer de aquel un plácido lugar de descanso que el marido pudiera mostrar rápidamente a su esposa. Los compañeros lo dejaban todo limpio, se estudiaban los itinerarios para encontrar un restaurante donde cenar con la esposa y que no se montara ningún follón, donde no fueran a encontrarse con viejas conocidas.
    ¡Ahuecando!
    Los estonios se burlaban de los obreros finlandeses llamándolos violetas —como a los gays, violetas, pillad—porque todos llevaban en sus bolsas panties y otras prendas femeninas para regalar, pero que teóricamente eran para uso propio como debía serlo todo el contenido de las bolsas de los obreros.
    Las esposas finlandesas eran unas sosas y llevaban medias y el pelo aplastado. Los hombres controlaban el alcohol que consumían.
    ¡Ahuecando!
    Cuando echaban a una rusa en ropa interior al pasillo del hotel, le abría la puerta otro finlandés.
    Por los pasillos del hotel de papuchi las rusas nos miraban a mi madre y a mí de arriba abajo y nos odiaban.
    Esa mujer lleva una falda de cuero como la que papuchi compró una vez en Seppälä. ¡No es exactamente igual, pero casi casi!
    A papuchi no le hizo ninguna gracia que fuéramos a su hotel. Caminaba varios metros por delante de nosotras y se notaba que estaba enfadado. Mi madre se había empeñado en visitarlo allí por pura malicia, porque sabía que papuchi no nos quería ver en su hotel, pero era un fantástico centro de operaciones para Moscú, ya que el hotel Nacional tenía una ubicación 
excelente, frente al Kremlin, a un lado de la Plaza Roja.

    La puerta de la habitación de papuchi estaba cerrada con llave y él nos dijo que en ese momento no la llevaba consigo. Mi madre le propuso que acudiera a la encargada de la planta, pero papuchi salió disparado escaleras abajo y se quedó esperándonos a cien metros del hotel.
    Yo creí que mi madre no las tendría todas consigo.
    Y no fue así. Mi madre sabía muy bien que muchas mujeres con hijos habían abandonado a sus esposos o habían cambiado las cerraduras para que sus maridos no pudieran entrar cuando volvieran a casa de vacaciones. Pero mi madre lo único que quería era pasear en coche cerca de las direcciones que había encontrado entre las cosas de papuchi. Él se ponía nervioso y se enfurecía, pero no podía mostrarlo. Mi madre se reía para sus adentros y le pedía a papuchi que nos llevara a la ópera e hiciera cola en el entreacto para traernos algo de comer de la mesa del bufé: suflé de setas y caviar.
     

1953
    Stalin ha muerto.


Sofi Oksanen

LAS VACAS DE STALIN



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