jueves, 1 de agosto de 2024

Edna O’Brien / Las chicas del campo / Capítulo 17

 




Edna O’Brien

LAS CHICAS DEL CAMPO

17


Me puse de pie y dije, histérica:
    —Quiero irme a casa.
    —Eres una golfa frígida. Una golfa frígida —dijo él, y dio un trago largo de whisky.
    —¡Y tú eres mezquino y asqueroso! —exclamé yo. Había perdido la compostura.


    —¿Y para qué narices has venido entonces? —preguntó mientras yo me acercaba a la puerta y llamaba a Baba. Ella bajó poniéndose la cadenita de la cintura.
    —¡Quiero irme a casa! —dije, frenética—. ¿Dónde está Reginald?
    —Se ha quedado dormido —explicó.
    Agarró sus zapatos de la mesa del recibidor y entró en la salita para coger nuestros abrigos.
    Le preguntó a Harry si podía acompañarnos a casa, y él se puso la chaqueta y salió, furibundo, meneando un racimo de llaves.
    Fue agradable respirar aire puro y comprobar que el jardín parecía blanco bajo la luz de la luna. Tanto el césped como aquella luz poseían dignidad. Para que la vida fuese bella tan sólo había que conocer a las personas adecuadas. La vida era bella y venía cargada de promesas, las promesas que se intuían al admirar una alfombra de flores azuladas envueltas en una bruma estival, a los pies de una fuente increíblemente hermosa. Y en el aire flotaba el rocío de agua brumosa y plateada que descendía para empapar las sedientas flores azules.
    Me senté detrás. Harry conducía a toda velocidad, y pensé que pretendía matarnos.
    A la entrada de nuestro bulevar Baba dijo que nos bajaríamos allí, porque no conseguiría dar la vuelta en una calle tan estrecha, siendo el coche tan grande.
    —Buenas noches, Barbara. Eres una chica encantadora, y si algún día necesitas cualquier cosa, no dudes en llamarme —le dijo; a mí sólo me dio las buenas noches.
    Recorrimos la calle a buen paso. Hacía frío y los jardines parecían cubiertos de escarcha. La luna, las estrellas y las farolas iluminaban la calle, y todas las ventanas tenían las cortinas echadas. Detrás de una de ellas se adivinaba una luz, y de la misma dirección nos llegó el llanto de un bebé.
    —Bueno, por lo menos les hemos sisado esto —dijo, sacándose del vestido una toalla para invitados, dos tomates y un tarro de paté de pollo y jamón.
    —¿De dónde rayos has sacado estas cosas?
    —Cuando me fui con Reg él cayó como un tronco, así que me puse a hurgar por toda la casa. La comida estaba en un mueble de la cocina.
    Me tendió un tomate. Yo lo froté contra la manga del abrigo y le di un mordisco. Era dulce y muy jugoso y me sentó muy bien, porque estaba sedienta de tanto alcohol.
    —¿Y a ti qué te ha pasado? —preguntó.
    —¿Que qué me ha pasado? A ese tipejo tendrían que matarlo.
    —Se ha comportado como un imbécil; ¿por qué no le has soltado un par de tortas?
    —¿Tú le has soltado tortas a tu Reginald?
    —No, yo no. Vamos en serio. Me gusta.
    —¿Está casado? —pregunté.
    —¿Tú crees que iríamos en serio si estuviese casado? —respondió, brusca.
    —Pues lo parece —dije yo.
    En realidad, me daba igual. Me sentía feliz. Todo había terminado e íbamos caminando bajo los árboles a la una de la madrugada. Al día siguiente era domingo, así que podría quedarme en la cama hasta tarde. Hasta di unos pasos de baile, contenta porque el tomate estaba muy rico y mi vida acababa de comenzar.
    Un poco más lejos había un coche negro, pequeño. Parecía estar aparcado junto a nuestra puerta o la contigua. A medida que nos acercábamos me fijé en que alguien bajaba la ventanilla, y cuando llegamos a la altura del vehículo vi que era él. Me sonrió, se inclinó hacia el asiento que daba a la acera y abrió la portezuela. Me acerqué para saludarlo.

    —¡Señor Gentleman, hola! —exclamó Baba, muy sorprendida.
    —Hola —dije yo.
    Parecía muy cansado, pero contento de vernos. Sus ojos transmitían alegría, excitación.
    —Vaya unas horas intempestivas de volver a casa —observó, mirándome a mí.
    —Intempestivas, sí —respondió Baba, que ya se dirigía a la cancela.
    No se molestó en cerrarla, así que dio un golpetazo.
    —Deja la llave puesta —le grité.
    Subí al coche y nos quedamos uno al lado del otro. Como la caja de cambios era un estorbo, nos apeamos y montamos en la parte de atrás. Tenía la cara muy fría cuando me besó.
    —Has bebido —dijo.
    —Sí, he bebido. Me sentía muy sola —respondí.
    —Yo también. Quiero decir que me sentía solo, no que haya bebido —y volvió a besarme.
    Sus labios estaban fríos, maravillosamente fríos, como el hielo de un combinado.
    —Cuéntamelo todo —me pidió.
    Pero antes de que yo pudiese hablar, o de que él pudiese escucharme, tuvimos que abrazarnos largo rato. En uno de los besos abrí los ojos para vislumbrar su rostro. La luz de la farola caía directamente en el interior del coche. Tenía los ojos muy cerrados y le temblaban las pestañas contra las mejillas; y su rostro cincelado y marmóreo era el de un hombre muy, muy mayor. Cerré los ojos de nuevo y me concentré en sus labios, sus manos heladas y el corazón ardiente que latía bajo el chaleco y la camisa blanca almidonada. Fue entonces cuando recordé quitarme el abrigo para mostrarle la blusa. Me levantó las amplias mangas y me cubrió los brazos de besos leves y sucesivos desde las muñecas hasta los codos.
    —¿Vamos a alguna parte? —propuso.
    —¿Adónde?
    —Vayamos a ver el mar.
    Volvimos a los asientos delanteros y nos alejamos de allí.
    —¿Has estado mucho rato esperando? —quise saber.
    —Desde medianoche. Le pregunté a vuestra casera cuándo volveríais.
    —No me mandaste ninguna postal desde España —protesté.
    —No —convino, impasible—; pero pensé en ti casi todo el tiempo.
    Me agarró la mano. Sus apretones eran delicados y brutales por igual. Después, cuando me besó, mi cuerpo se transformó en una lluvia. Suave. Vibrante. Dócil.
    Y aunque era muy agradable estar allí sentada contemplando el mar, no pude evitar imaginarnos en otro lugar. En el bosque, muy juntos, a la vera de un riachuelo. En un lugar secreto. En un sitio muy verde sembrado de helechos.
    —¿Y te expulsaron? —dijo.
    —Sí, escribimos una cosa muy fea —confesé.
    Me ruboricé: ¿le habría contado Martha todos los detalles?
    —Eres una niñita muy traviesa —dijo, esbozando una sonrisa.
    Al principio me indignó que me llamase niñita traviesa, pero al poco aquellas palabras me resultaron muy dulces. Después, todo estuvo revestido de dulzura y encanto.
    Así fue como vi llegar el alba desde la bahía de Dublín. Fue un amanecer frío, y el mar bajo nuestros pies era de un gris desolador. Habíamos pasado horas sentados en el coche charlando, fumando y besándonos. Habíamos admirado las luces glaucas al otro lado del puerto; nos habíamos mirado fijamente en la semioscuridad, y nos habíamos dicho cosas muy hermosas. Pero entonces surgió la aurora y se apagaron las luces verdosas de improviso, al tiempo que una gaviota alzaba el vuelo.
    —¿Te gustaría que hubiese luna todo el tiempo? —pregunté.
    —No. Me gustan las mañanas y la luz del día.
    Su voz sonó desganada, somnolienta y remota. Había vuelto a alejarse de mí.
    Retrocedió hasta las dunas, donde en algunos sitios crecía la hierba, y dio la vuelta con pericia y rapidez. Circulamos por encima de la lisa extensión de arena. Estaba subiendo la marea, y supe que borraría las huellas de las ruedas y que ya nunca podría volver atrás para buscarlas. Permanecíamos en silencio, como extraños. Con el señor Gentleman siempre pasaba lo mismo: se desvanecía justo cuando todo era perfecto, como si fuese incapaz de tolerar la perfección.
    Me dejó en la puerta de casa. Me habría gustado invitarlo a desayunar, pero tenía miedo de Joanna.
    —¿Somos amigos? —pregunté, angustiada.
    —Claro que sí —me tranquilizó, con una sonrisa.
    Quedamos en vernos el miércoles.
    —¿Ahora vuelves a tu casa? —quise saber.
    —Sí. —Aparentaba tristeza y apatía; me habría gustado decírselo—. Piensa en mí —me dijo al marcharse.
    Joanna estaba friendo unas salchichas cuando entré en casa, y al verme se persignó. Desayuné y me fui directa a la cama. Aquél fue el primer domingo que falté a misa.


Edna O’Brien
LAS CHICAS DEL CAMPO


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