Edna O’Brien
LAS CHICAS DEL CAMPO
7
Estaba junto a la verja esperando a que pasara el autobús cuando apareció el coche del señor Gentleman. Avanzó hasta la gasolinera de la colina, donde se detuvo para repostar, y luego dio media vuelta y deshizo el camino.
—¿Vas a alguna parte, Caithleen? —preguntó al tiempo que bajaba la ventanilla.
Le dije que iba a Limerick, y me invitó a subir. Me acomodé en el asiento de piel negra a su lado y noté que el corazón se me salía del pecho. Cada vez que oía su voz, cada vez que lo miraba a los ojos, mi corazón se desbordaba. En su mirada anidaba algo: el hastío, la pesadumbre. Fumaba puritos, y lanzaba las colillas por la ventana.
—¿No saben fatal? —pregunté. Algo había que decir.
—Toma, pruébalo.
Se sacó el cigarro de la boca y me lo ofreció. Mientras daba una calada corta y timorata pensé en su boca, en la forma que dibujaba, en el sabor de su lengua. Me dio un golpe de tos nada más aspirar el humo. Exclamé que aquello sabía peor que fatal y él se echó a reír. Conducía a gran velocidad.
Aparcamos en una calle adyacente, le di las gracias y me apeé. Se entretuvo en echar el cierre. No quería separarme de él. Algo en el señor Gentleman me hacía anhelar su compañía. Me llamó.
—¿Y qué hay del almuerzo, Caithleen? —Yo pensaba tomar un té con bollitos, pero me lo callé—. ¿Te apetece que comamos juntos?
Accedí. Sus ojos aún estaban tristes, pero yo me alejé canturreando.
—No se te olvidará, ¿verdad?
—No, señor Gentleman, descuide —y me fui corriendo a las tiendas.
Entré en el comercio más grande de la calle mayor. Mamá siempre hacía sus compras allí. Pregunté en qué planta estaban los uniformes escolares a una señora que se afanaba, de rodillas, en cepillar el piso.
—En la cuarta, cielo. Coge el ascensor.
Me dedicó una sonrisa desdentada, y le di un chelín. Como me había ahorrado los tres chelines del autobús, podía permitirme el lujo de ser dadivosa.
Entré en el ascensor. Lo manejaba un chico bajito ataviado con una casaca abotonada.
—Quiero un uniforme escolar —declaré. El chico no contestó.
Me senté en la banqueta que había en una esquina, porque era la primera vez que montaba en ascensor y me sentía algo mareada. Subimos tres plantas, con un chasquido en cada piso; luego se produjo un nuevo chasquido, el aparato se detuvo y el chico me invitó a salir. El mostrador de los uniformes estaba justo enfrente.
Luego fui a pesarme al baño y descubrí que pesaba siete libras menos de lo debido. A un lado de la báscula, una tabla indicaba el peso adecuado para cada altura.
Bajé por las escaleras. Aunque la moqueta estaba muy gastada, la notaba mullida bajo mis pies. Ya en la planta baja compré regalos para todos: una bufanda para papá, una navaja para Hickey, un frasco de perfume con forma de barco para Baba y una crema de manos rosa para Martha. Luego salí a la calle y me quedé mirando el escaparate de una joyería. Vi muchos relojes que me gustaron. Entré en una iglesia enorme que había en una esquina para pedir tres deseos. Se decía que teníamos derecho a pedir tres deseos cada vez que entrásemos por primera vez en una iglesia. No había agua bendita en una pila, como en el pueblo, pero de una llave muy pequeña colgaba una gotita, y yo puse el dedo debajo y me persigné. Deseé que mamá estuviese en el cielo, que mi padre no volviera a beber, y que al señor Gentleman no se le olvidara que habíamos quedado a la una en punto.
Llegué al hotel media hora antes, para no arriesgarme a llegar tarde; pero me asustaba entrar al vestíbulo, no fuera a ser que algún botones me riñese por estar allí.
Se había cortado el pelo, y a medida que ascendía los peldaños me fijé en que se le había afilado el rostro, y ahora se le veían las puntas de las orejas. Antes quedaban ocultas bajo una fina capa de suave pelo cano. Me sonrió. Me palpitó de nuevo el corazón, y me costó articular palabra.
—Los hombres preferimos besar a jovencitas sin pintalabios, por si no lo sabías.
Se refería al leve toque de pintalabios rosa que me había puesto. Había comprado una barra en Woolworth’s, y fui corriendo a probármelo frente al espejo de aumento del mostrador, que ponía en evidencia todos mis poros.
—No estaba pensando en besar. Yo nunca beso a nadie —reconocí.
—¿Nunca? —Me tomaba el pelo. Lo sabía por su forma de sonreír.
—Nunca. A nadie. Sólo a Hickey.
—¿Y a nadie más?
Negué con la cabeza, y me agarró del brazo mientras nos dirigíamos al comedor. Yo me avergonzaba de mis brazos blancuzcos y escuálidos.
Era la primera vez que pisaba un hotel de ciudad. Pensé que lo mejor sería pedir lo más barato de la carta.
—Tomaré estofado irlandés —dije.
—No, ni hablar —replicó él.
Estaba enojado, pero era un enfado fingido, no de verdad. Pidió pichón para los dos. Otro camarero nos trajo una botella de vino verde oscura, alargada y fina. En medio de la mesa, entre él y yo, había un jarroncito con flores que no despedían ningún olor.
Se echó un poco de vino en la copa, dio un sorbo y sonrió. Y entonces me sirvió a mí. Yo debía respetar mis promesas de confirmación, pero me daba vergüenza explicárselo. No dejaba de sonreírme. Era una sonrisa melancólica, me gustaba.
—Cuéntame qué has estado haciendo.
—He ido a comprar el uniforme para el colegio y me he dado un paseo, ya está.
El vino sabía amargo. Habría preferido limonada. Luego tomé helado, mientras que el señor Gentleman pidió un queso blanco con unas vetas de moho que olía como los calcetines de Hickey. No los nuevos que le acababa de comprar, sino los usados que había debajo de su cama.
—Estaba todo delicioso —dije, empujando mi plato al borde de la mesa para que el camarero pudiese retirarlo.
—Cierto —convino él.
Ignoraba si el señor Gentleman era tímido, o si es que le daba pereza darme conversación. O si se aburría conmigo. No era dado a las conversaciones triviales.
—Tenemos que vernos otro día para comer —dijo.
—Me marcho la semana que viene —contesté.
—No sabía que te fueras a América. Qué lástima que nunca más vayamos a vernos…
Quizá se creía muy gracioso. Bebió un poco más de vino y los ojos se le agrandaron y se inundaron de añoranza. Nos miramos hasta que retiré la mirada.
—¿De modo que nunca has besado a nadie? —dijo.
Me hacía sentir desarmada. Ahora no me quitaba ojo. A veces se concentraba directamente en mis pupilas, y otras veces su mirada vagaba por todo mi rostro y se recreaba un instante en el cuello. Mi cuello. Mi cuello era blanco como la nieve, y aquel día llevaba un vestido de seda con el cuello redondo. Era de color azul claro, con estampado de flores. Algunos días pensaba que el estampado representaba florecillas de manzano, pero a ratos me parecían copos de nieve; fuera lo que fuese, era un vestido muy bonito, y la falda la componían millones de piececitas que oscilaban al caminar.
—La próxima vez que almorcemos juntos, no te pongas pintalabios —dijo—. Me gustas más al natural.
El café me supo amargo, así que le puse cuatro terrones de azúcar. Salimos del hotel y nos metimos en el cine. Me compró una caja de bombones con un lazo.
Lloré en mitad de la película, en una parte muy triste en la que un chico debe dejar a una chica para irse a la guerra. El señor Gentleman se rió al verme llorar y me susurró que saliéramos. Atravesamos el pasillo agarrados de la mano, y en el vestíbulo me enjugó las lágrimas y me pidió que sonriera.
Volvimos a casa antes de que anocheciera. Las remotas colinas se antojaban azuladas, y los árboles de los apriscos parecían lilos polvorientos. Los granjeros amontonaban heno en los campos que había junto a la carretera, y unos niños comían manzanas en lo alto de los almiares y tiraban los corazones a la cuneta. Por las ventanillas se coló el aroma del heno, especiado y penetrante.
Una mujer con botas de goma conducía a las vacas a casa para ordeñarlas. Tuvimos que aminorar para que pudiesen cruzar, y lo sorprendí mirándome. Intercambiamos una sonrisa y su mano soltó el volante y se posó en el regazo de mi vestido azul claro. Era como si mi mano lo hubiese estado esperando. Entrelazamos los dedos e hicimos el resto del trayecto así, salvo en las curvas más cerradas. Tenía una mano pequeña, pálida, muy suave. Sin vello.
—Eres lo más dulce que me ha pasado en la vida —me dijo.
Fueron sus únicas palabras, apenas un susurro. Más adelante, tumbada en mi cama del convento, me planteaba a menudo si de veras llegó a pronunciar aquellas palabras o si habían sido una invención mía.
Me apretó la mano antes de que me apease del coche. Le di las gracias y me volví hacia el asiento trasero para coger mis paquetes. Suspiró, como si estuviera a punto de decir algo, pero Baba vino corriendo hacia el coche y él se separó de mí.
Había vida dentro de mi alma; embeleso; algo que experimentaba por vez primera. Aquél fue el día más feliz de toda mi vida.
—Adiós, señor Gentleman —le dije a través de la ventanilla.
La extraña mueca de su sonrisa parecía decir: «No te vayas». Pero se marchó, mi nuevo dios, con aquel rostro cincelado en mármol claro y aquellos ojos que me hacían compadecer a cada una de las mujeres que no lo conocían.
—¿En qué demonios andas pensando que estás en la luna? —preguntó Baba, y yo entré en casa riéndome.
—Te he comprado un regalo —le dije.
Y en mi cabeza no dejaba de resonar, como un cántico, «Eres lo más dulce que me ha pasado en la vida». Era como tener una piedra preciosa en el bolsillo, y bastaba con reproducir aquellas palabras para sentirla: melancólica, valiosa, cautivadora… Mi canción inmortal, inmortal.
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