miércoles, 30 de agosto de 2023

Virginia Woolf / El cuarteto de cuerdas




Virginia Woolf
El cuarteto de cuerdas

    Bueno, aquí estamos, y si observan la habitación verán que los Metros, los tranvías, los ómnibus, los coches privados —que no son pocos, me atrevo a decir—, los landó tirados por zainos, han estado ocupados en ello, extendiendo hilos a lo largo y a lo ancho de Londres. Aunque empiezo a tener mis dudas…


    Si realmente es cierto, como dicen, que Regent Street está en obras, que se ha firmado el Tratado, que no hace demasiado frío para la época, que ni con ese dinero se puede encontrar una casa, y que lo peor de las gripes son los efectos secundarios; si recuerdo que olvidé escribir acerca de la gotera en la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los lazos de sangre me obligan a inclinarme y aceptar sin más la mano que se ofrece no sin dudas…
    —¡Hace siete años que no nos vemos!
    —La última vez fue en Venecia.
    —¿Y dónde vives ahora?
    —Bueno, al caer la tarde me viene mejor, aunque, si no fuera mucho pedir…
    —¡Pero te reconocí de inmediato!
    —Bueno, la Guerra fue un quiebre…
    Si la mente es atravesada por esas pequeñas flechas, y —en tanto la sociedad así lo dispone— tan pronto como se lanza una ya se prepara la próxima; si esto irradia calor, y además han encendido la luz eléctrica; si en tantos casos decir algo deja atrás la necesidad de mejorar y corregirse, agitando además lamentos, placeres, vanidades, deseos. Si son los hechos que he mencionado, y los sombreros, las boas de piel, los frac de los caballeros y los alfileres de corbata con perlas lo que sale a la superficie, ¿qué chances quedan?
    ¿De qué? Cada vez se hace más difícil decir por qué, a pesar de todo, estoy aquí sentada creyendo que ahora no puedo decir qué sucedió o siquiera recordar cuándo ocurrió por última vez.
    —¿Has visto el desfile?
    —El Rey se veía frío.
    —No, no, no. ¿Pero qué decías?
    —Se ha comprado una casa en Malmesbury.
    —¡Qué afortunada de haber encontrado una!
    Al contrario, estoy bastante segura de que, quienquiera que sea, está condenada, pues es todo una cuestión de apartamentos, y sombreros y gaviotas. O así parece ser para el centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, entre paredes forradas, repletas. No es que pueda yo vanagloriarme de algo: yo también estoy sentada tranquilamente en una silla de ribetes dorados, limitándome a remover la tierra para recuperar un recuerdo enterrado, como todos lo hacemos. Pues existen indicios, si no me equivoco, de que todos recordamos, andamos buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué fijarse tanto dónde colocar el abrigo, o los guantes, si desabotonarlos o no? Observa ese rostro anciano sobre el lienzo oscuro; hace un momento se veía tan cortés y sonrojado, ahora se ve triste y taciturno, como en las sombras. ¿Fue el segundo violín afinándose en la antesala? Aquí vienen; cuatro negras figuras, cargando los instrumentos. Se sientan frente a los cuadrados blancos bajo el foco de luz; apoyan la punta de los arcos en el atril; los levantan de un movimiento, y con la mirada en el músico de enfrente, el primer violín cuenta uno, dos, tres…
    ¡Florecer, primavera, explosión! El peral en la cima de la montaña. La fuente mana; las gotas caen. Pero las aguas del Ródano corren rápidas y profundas, pasan bajo los puentes, y barren las hojas que flotan, cubriendo bajo la sombra al pez plateado; el pez manchado se apura entre las aguas; ha sido arrastrado a un remolino donde —esto es difícil— miles de peces saltan, salpican y rozan sus finas aletas; y tan fuerte es la corriente que las piedritas amarillas se revuelven y revuelven y revuelven. Ahora se liberan, caen con fuerza, o ascienden en el aire en exquisitos espirales, enroscadas como las finas virutas que hay debajo de un plátano; arriba y arriba… ¡Cuánta bondad hay en aquellos que, a paso tranquilo, van por el mundo con una sonrisa enel rostro! También en las alegres pescaderas, sentadas bajo los puentes, oh, mira las ancianas, ¡cómo se ríen y se estremecen y juguetean, al andar de lado a lado, jo, ja!

    —Es un joven Mozart, desde luego.
    —Pero la melodía, como todas sus melodías, es desesperante… Quiero decir… esperanzador. ¿Qué quiero decir? ¡Es la peor de las músicas! Yo quiero bailar, reír, comer tartas rosadas, amarillas, beber vino suave, fuerte. O escuchar alguna historia obscena, ahora me gustan mucho. Cuánto más grande se pone uno más le gusta lo obsceno. ¡Ja, ja! Me estoy riendo. ¿De qué? No has abierto la boca, tampoco el caballero de enfrente… Pero supongamos… Supongamos… ¡Shhh!
    La melancolía del río nos arrastra. Cuando la luna aparece a través de las ramas del sauce veo tu rostro, escucho tu voz y al pájaro cantar mientras pasamos la hamaca de mimbre. ¿Qué suspiras? Tristeza, tristeza. Alegría, alegría; entrelazados, como los juncos bajo la luna. Entrelazados, inextricablemente enredados, unidos en el dolor y amarrados en la tristeza… ¡crash!
    El bote se hunde. Elevándose, las figuras ascienden, finas como una hoja, hasta transformarse en un oscuro espectro que con sus garras arranca esta doble pasión de mi corazón. Canta para mí, destapa mi tristeza, descongela mi compasión, inunda con amor un mundo en las sombras, y luego, no disminuye su ternura, sino que hábilmente, sutilmente, se va entretejiendo hasta que al llegar a esta forma, a esta consumación, los que están separados se unen, se elevan, sollozan, se funden en el descanso, la tristeza y la alegría.
    ¿Por qué lamentarse entonces? ¿Qué pedir? ¿Sigues insatisfecha? Dije que todo ha vuelto a su lugar; sí, reposando bajo una túnica de pétalos de rosas que caen, que caen. Oh, pero han cesado. Un pétalo cayendo de una gran altura, como un pequeño paracaídas arrojado desde un globo invisible, se revuelve, se sacude, revolotea. No nos alcanzará.
    —No, no he notado nada. Es la peor clase de música… Tontos pensamientos. ¿Dices que el segundo violín entró tarde?
    —Allí está la señora Munro, caminando a tientas; cada año que pasa está más ciega; y este suelo resbaladizo, pobre mujer.
    Ciega ancianidad, esfinge de cabello gris… Allí está, en la acera, haciendo señas al autobús rojo.
    —¡Qué belleza! ¡Qué bien tocan! ¡Qué, qué, qué!
    La lengua no es más que un badajo. La simpleza misma. Las plumas en ese sombrero a mi lado son tan bellas y resplandecientes como el sonajero de un niño. Por la abertura de la cortina se ven los destellos verdes de las hojas del plátano. Muy extraño, muy emocionante.
    —¡Qué, qué, qué! ¡Shhh!
    Los amantes recostados en el césped.
    —Señora, si toma mi mano…
    —Señor, le confiaría mi corazón. Más aún, hemos dejado nuestros cuerpos en la sala del banquete. Aquellos en el césped son las sombras de nuestras almas.
    —Entonces estos son los abrazos de nuestras almas.
    Los limones asintieron. El cisne nada desde la orilla y flota, soñando, hasta el medio de la corriente.
    —Pero, regresando… Me siguió por el pasillo y, al doblar la esquina, me pisó el encaje de la enagua. ¿Qué podía hacer yo sino exclamar «¡ah!» y señalar con el dedo? Ante lo cual desenfundó su espada, hizo unos movimientos como si estuviera atravesando a alguien hasta matarlo, y gritó: «¡Loco, loco, loco!». Entonces yo también grité. Y el Príncipe, que escribía en el gran cuaderno de vitela en la ventana del mirador, salió con su capa de terciopelo y sus pantuflas forradas, tomó un estoque de la pared —un regalo del Rey de España, ya sabes— con el que pude escapar, cubriéndome con su capa los harapos en los que había terminado mi pollera, para esconder… ¡Pero escucha! ¡Las trompetas!
    El caballero responde con tanta rapidez a la señorita, y ella sube las escaleras con tal ingenioso intercambio de cumplidos que culmina en un suspiro de pasión, que las palabras resultan incomprensibles aunque el sentido es claro. Amor, risa, vuelo, persecución, felicidad celestial —todas flotando en el más alegre murmullo de palabras cariñosas—, hasta que el sonido de las trompetas de plata, muy lejano al principio, poco a poco se fue volviendo más nítido, como si estuvieran saludando al amanecer o proclamando amenazadoramente la fuga de los amantes… El jardín verde, el estanque a la luz de la luna, el limonero, los amantes y los peces, todos reunidos por las trompetas y acompañados por los clarines; se elevan arcos blancos firmemente asentados en pilares de mármol… la marcha y las trompetas. Sonido metálico. Estruendo. Firme asentamiento. Fuertes cimientos. Una multitud desfilando. La confusión y el caos azotan la tierra. Pero esta ciudad a la que nos dirigimos no posee ni piedra ni mármol; cuelga; se erige. Ningún rostro saluda; ninguna bandera da la bienvenida. Deja entonces morir tu esperanza; abandona en el desierto mi alegría; caminemos desnudos. Desnudos los pilares; nada indican; no proyectan sombra; resplandecientes; severos. Allí me detengo, ya sin impulso, deseando simplemente irme, hallar la calle, guiarme por los edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decirle a la criada que abre la puerta: una noche estrellada.
    —Buenas noches, buenas noches. ¿Va para este lado?
    —Oh no, para el otro.



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