jueves, 31 de agosto de 2023

Virginia Woolf / La señora Dalloway en Bond Street

 



Virginia Woolf
La señora Dalloway en Bond Street

    La señora Dalloway dijo que ella misma compraría los guantes. Al salir escuchó las campanadas del Big Ben. Eran las once de la mañana y la nueva hora estaba tan pura, como si se la hubieran ofrecido a un grupo de niños en la playa. Había algo solemne en el balanceo de las campanas, en los golpes repetidos; algo incitante en el murmullo del tráfico y el arrastrar de los pies.


    Sin duda no todos habían salido a hacer diligencias felices. Hay mucho más para decir sobre nosotros que caminamos por las calles de Westminster. El Big Ben tampoco es mucho más que unas varas de hierro que se habrían consumido por el óxido de no ser por el cuidado de la Oficina de Trabajo de H. M’s . Tan sólo para la Señora Dalloway el momento estaba pleno; para la señora Dalloway junio estaba puro. Una niñez feliz —y no sólo para sus hijas Justin Parry había resultado un sujeto agradable (débil, desde luego, en los Tribunales); flores al atardecer; el humo elevándose; el graznido de las grajas cayendo desde lo alto, y cae, y cae por el aire de octubre; nada puede ocupar el lugar de la niñez. Una hoja de menta lo trae de vuelta: o una taza con el borde azul.
    Pobres criaturas, suspiró y siguió caminando. ¡Oh, justo en las narices del caballo, pequeño diablillo! Y allí se quedaba, en el cordón de la acera, con el brazo extendido, mientras Jimmy Dawes sonreía de oreja a oreja desde el otro lado.
    Una mujer encantadora, desenvuelta, entusiasta, con el cabello demasiado blanco para esas mejillas rosadas; así la veía Scope Purvis, Caballero de la Orden del Baño, mientras se apresuraba a entrar en su despacho. Ella se enderezó apenas, a la espera de que pase la camioneta de Durtnall. El Big Ben dio el décimo, y el onceavo campanazo. Los círculos plomizos se disolvieron en el aire. El orgullo la hacía mantenerse siempre muy erguida; así lo había heredado, así lo había transmitido, así se había acostumbrado, con disciplina y sufrimiento. Y cómo sufría la gente, cómo sufría, pensó, recordando a la señora Foxcroft en la Embajada la noche anterior, con sus joyas, carcomiéndose de envidia porque ese pobre niño había muerto y la vieja Manor House (pasó la camioneta de Durtnall) pasaría a una prima.
    —¡Buen día! —dijo Hugh Whitbread junto a la tienda de porcelana, quitándose el sombrero de forma un tanto afectada, puesto que se conocían desde niños—. ¿A dónde va?
    —Me gusta caminar por Londres —dijo la señora Dalloway—. ¡De veras, me gusta más que caminar por el campo!
    —Nosotros acabamos de llegar —dijo Hugh Whitbread—. Desgraciadamente a ver médicos.
    —¿Milly? —dijo la señora Dalloway sintiendo inmediata compasión.
    —No se siente bien —dijo Hugh Whitbread—. ¿Qué tal Dick?
    —¡Muy bien! —dijo Clarissa.
    Desde luego, pensó siguiendo camino, Milly tiene más o menos mi edad, cincuenta, cincuenta y dos. Probablemente sea eso, el tono de Hugh lo había dejado claro, perfectamente claro. Querido Hugh, pensó la señora Dalloway, recordando con asombro, con gratitud, con emoción, lo tímido, como un hermano —preferimos morir a hablar con un hermano—, que había sido siempre Hugh. Cuando regresaba de Oxford, y quizá alguno de ellos (¡maldita sea!) no podía montar. ¿Cómo, entonces, las mujeres podían ocupar asientos en el Parlamento? ¿Cómo podían hacer cosas con los hombres? Porque tenemos ese profundo y extraordinario instinto, algo adentro nuestro, que no podemos controlar, inútil es intentarlo; y los hombres como Hugh respetan eso sin decirlo, que es lo que a nosotras nos gusta, pensó Clarissa, en el querido Hugh.
    Pasó bajo el Arco del Almirantazgo y vio al final de la calle, con los árboles delgados, la estatua blanca de la Reina Victoria, con ese aspecto.maternal, esa amplitud, esa sencillez, siempre algo ridícula, y aún tan sublime, pensó la señora Dalloway, recordando los jardines de Kensington, y a la señora de las gafas de marco de cuerno, y cómo la niñera le decía que se detuviera de inmediato y que se inclinara ante la Reina. La bandera flameaba sobre el Palacio. El Rey y la Reina habían regresado. Dick la había visto en el almuerzo días atrás —una mujer por demás agradable—. A los pobres les importa tanto, pensó Clarissa, y a los soldados. Un hombre de bronce se erigía heroico sobre un pedestal; llevaba un arma en la mano izquierda… La guerra de Sudáfrica. Les importa, pensó la señora Dalloway caminando en dirección al Palacio de Buckingham. Allí estaba, con sus cuatro esquinas, bajo la plena luz del sol, inflexible, sobrio. Pero era el carácter, pensó; algo innato de la raza, lo que los indios respetaban. La Reina visitó hospitales, abrió comercios —la Reina de Inglaterra, pensó Clarissa mirando el Palacio. Ya a esta hora un auto cruzaba las puertas; los soldados hacían la venia; las puertas se cerraban. Y Clarissa, siempre muy erguida, cruzó la calle y entró en el Parque.

    Junio había cubierto los árboles de hojas. Las madres de Westminster, con sus pechos veteados, alimentaban a sus hijos. Unas muchachas bastante respetables estaban recostadas en el césped. Un hombre de edad se detuvo en seco, levantó del suelo un periódico arrugado, lo abrió y volvió a arrojarlo. ¡Qué horrible! La noche anterior en la Embajada, Sir Dighton había dicho «Si necesito que alguien me tenga el caballo no tengo más que levantar la mano». Pero la pregunta moral es mucho más seria que la económica, había dicho; algo que le pareció muy interesante viniendo de un hombre como Sir Dighton. «Oh, el país nunca sabrá lo que ha perdido —dijo como para sí, hablando del querido Jack Stewart».
    Caminó cuesta arriba con agilidad. El viento soplaba con fuerza. Llegaban mensajes de la Flota al Almirantazgo. Piccadilly y Arlington Street y The Mall parecían rozar el mismo aire del Parque y agitar sus hojas con vehemencia, con intensidad, con esa vitalidad divina que a Clarissa tanto le gustaba. Montar, bailar, le agradaba todo eso. O caminar largo y tendido por el campo, conversando, sobre libros, sobre qué hacer de la vida, pues los jóvenes éramos tan mojigatos; ¡oh, las cosas que decíamos! Pero teníamos convicción. Lo peor es la adultez. Las personas como Jack nunca lo sabrán, pensó Clarissa; pues nunca jamás han pensado en la muerte. Nunca, así dicen, supo que estaba muriendo. Y ahora nunca llorará —¿cómo seguía?— a una cabeza gris… libre de la escoria del mundo… apuraron su copa una o dos rondas antes… ¡del contagio del estúpido mundo! [1] Se mantenía erguida.
    ¡Cómo habría gritado Jack! Citando a Shelley en Piccadilly. «Necesitas una horquilla», habría dicho. Detestaba a las mujeres desaliñadas. «¡Por Dios Clarissa, por Dios!», podía escucharlo en la fiesta en Devonshire House, hablando de la pobre Sylvia Hunt con su collar color ámbar y ese vestido de seda viejo e insulso. Clarissa se irguió, pues estaba hablando en voz alta y ya había llegado a Piccadilly; pasó la casa con las delgadas columnas verdes y los balcones; las ventanas de los clubes llenas de periódicos; la casa de la anciana Lady Burdett-Coutts, de donde solía colgar el loro de porcelana blanco; Devonshire House, sin los leopardos dorados; y Claridge’s , donde Dick le había encargado que dejara una tarjeta para la señora Jepson antes de que se marchara. Los estadounidenses ricos pueden ser encantadores. Allí estaba St Jame’s Palace; como una construcción de ladrillos para niños. Y ahora —había pasado Bond Street— había llegado a la librería Hatchard. El tráfico era incesante; incesante, incesante. Lords, Ascot, Hurlingham, ¿qué era eso? Qué encantadora muchacha, pensó mirando la tapa de un libro de memorias abierto en la vidriera, Sir Joshua tal vez, o Rommey; pícara, inteligente, recatada —como su Elizabeth— la única verdadera clase de mujer. Y ese ridículo libro, Soapy Sponge, que Jim solía citar en el jardín; y los sonetos de Shakespeare. Se los sabía de memoria. Phil y ella habían discutido todo el día sobre «La Dama Oscura», y Dick había dicho esa misma noche en la cena que no lo conocía. ¡De veras se había casado con él por eso! ¡Nunca había leído a Shakespeare! Tiene que haber algún libro barato para comprarle a Milly. ¡Oh sí, «Cranford»! ¿Podía haber algo más encantador que esas vacas con enagua? Si tan sólo las personas tuvieran ahora ese sentido del humor, esa clase de respeto por sí mismas, pensó Clarissa, pues se acordó de las grandes páginas, los finales de las oraciones, los personajes. Cómo uno habla de ellos como si fueran reales. Para los mejores momentos hay que recurrir al pasado, pensó. Del contagio del estúpido mundo… Ya no temas al calor del sol… [2] Y nunca llorará, nunca llorará, repitió, su mirada perdida en la vidriera; pues se le había grabado en la mente, la prueba de la buena poesía; los modernos nunca habían escrito algo que uno quisiera leer sobre la muerte, pensó y dobló en la esquina.
    Los autobuses se unían a los autos, los autos a las camionetas, las camionetas a los taxis —aquí había un auto con las puertas abiertas y una jovencita adentro, sola. Despierta hasta las cuatro de la mañana, los pies entumecidos, lo sé, pensó Clarissa, pues la joven se veía demacrada, medio dormida, en un rincón del auto después del baile de la noche anterior. Llegó otro auto, y otro. ¡No, no, no! Clarissa sonrió de buena gana. La señora gorda se había esmerado mucho, pero ¡perlas! ¡Orquídeas! ¡A esta hora de la mañana! ¡No, no, no! El policía, muy eficiente, levantaría la mano llegado el momento. Pasó otro auto. ¡Qué mal se ve! ¿Por qué pintarse los ojos de negro a su edad? Y un muchacho, con una jovencita, a esta hora, cuando el país… El buen policía levantó la mano y Clarissa, reconociendo el movimiento, tomándose su tiempo, cruzó hacia Bond Street. Vio la calle, torcida y angosta, los carteles amarillos; los gruesos cables del telégrafo extendiéndose en lo alto.
    Cien años atrás, su tatarabuelo, Seymour Perry, que tenía una relación con la hija de Conway, había caminado por Bond Street. Los Parrys habían caminado por Bond Street durante cien años, y tal vez se hayan topado con los Dalloways (Leighs por parte de madre). Su padre compraba la ropa en Hill’s . Había un rollo de tela en la ventana, y un jarrón sobre una mesa negra, demasiado caro; como el salmón en el bloque de hielo de la pescadería. Las joyas eras bellísimas —estrellas rosadas y anaranjadas, imitaciones, de España, pensó; cadenas de oro, hebillas en forma de estrella, pequeños prendedores que damas de altos tocados habían usado en sus vestidos de raso. ¡Pero no hace bien mirar! Hay que recortar gastos. Debía pasar la tienda de arte donde cuelga aquel extraño cuadro francés, ese que parece que le arrojaron confetti azul y rosa en broma. Habiendo vivido entre pinturas (y lo mismo sucede con los libros y la música), pensó Clarissa pasando Aeolian Hall, a una no pueden engañarla.
    Bond Street estaba atestada. Allí, como una reina en un torneo, altiva, majestuosa, estaba Lady Bexborough. Sentada muy erguida en el carruaje observaba detrás de las gafas. El guante blanco le quedaba flojo en la muñeca. Vestía de negro, la ropa algo gastada, pensó Clarissa; pero cómo se nota la educación, el respeto por uno mismo, nunca hablar de más ni dar lugar al chismorreo; una amiga extraordinaria; nadie podía encontrarle un defecto después de todos estos años. Y ahora, allí estaba, pensó, pasando al lado de la Condesa que aguardaba, tranquila, perfectamente maquillada, y Clarissa hubiera dado lo que sea por ser como ella, ser la señora de Clarefield, hablar de política, como un hombre. Pero ella nunca va a ningún lado, pensó; es prácticamente inútil invitarla, y el carruaje se fue y Lady Bexborough pasó como una reina en un torneo, aunque no tenía nada por qué vivir, y el esposo estaba mal de salud, y se comentaba que estaba harta de todo, pensó Clarissa, y los ojos se le llenaron de lágrimas al entrar en la tienda.
    —Buen día —saludó con su voz agradable—. Necesito guantes —dijo con simpatía y, apoyando la cartera sobre el mostrador, comenzó a desabotonarse el abrigo—. Guantes blancos, por encima del codo.
    Miró a la empleada a los ojos. ¿No era ella la joven que recordaba? Se veía avejentada.
    —Estos realmente no me quedan —dijo Clarissa.
    La empleada los miró.
    —¿La señora usa pulseras?
    Clarissa mostró las manos.
    —Tal vez sean los anillos.
    La joven tomó los guantes grises y los llevó al final del mostrador.
    Sí, pensó Clarissa, si es la joven que recuerdo, parece veinte años mayor… Había sólo una clienta más, sentada de costado junto al mostrador, el codo suspendido, la mano desnuda le colgaba, vacía, como una figura en un abanico japonés, pensó Clarissa; demasiado vacía quizás, pero algunos hombres la adorarían. La mujer sacudió la cabeza apesadumbrada. Estos también le iban grandes. Giró el espejo.
    —Por encima de la muñeca —le reprochó a la mujer de pelo gris, que miró y asintió.
    Esperaron; un reloj dio la hora; Bond Street bullía de actividad; apagada; distante; la mujer se alejó con los guantes.
    —Por encima de la muñeca —dijo la mujer en tono lastimero elevando la voz.
    Y ella todavía tenía que ordenar sillas, comprar hielo, flores y tickets de guardarropa, pensó Clarissa. Las personas que no quería que fueran irían, las que sí, no. Se quedaría junto a la puerta. Vendían medias, medias de seda. A una mujer se la conoce por los guantes y los zapatos, decía el tío William. Y miró a la mujer a través de las medias de seda con destellos plateados: el hombro inclinado, la mano colgando, la cartera deslizándose, la mirada perdida en el suelo. ¡Qué intolerable que a su fiesta fueran mujeres mal vestidas! ¿A alguien le habría agradado Keats si hubiera usado medias rojas? Oh, finalmente la mujer apareció en el mostrador y se le cruzó por la cabeza:
    —¿Recuerda que antes de la guerra vendían guantes con botones de perlas?
    —¿Guantes franceses, señora?
    —Sí, eran franceses —dijo Clarissa.
    La otra mujer se puso de pie con pesar, tomó su cartera y miró los guantes sobre el mostrador. Eran demasiado grandes, demasiado grandes en la muñeca.
    —Con botones de perlas —dijo la vendedora, que se veía tanto más avejentada.
    Dividió las hojas de papel de seda sobre el mostrador. Con botones de perlas, pensó Clarissa, simples, ¡tan franceses!
    —Las manos de la señora son tan delgadas —dijo la vendedora corriendo el guante con firmeza, con suavidad, sobre los anillos. Clarissa miró su brazo en el espejo. El guante llegaba casi hasta el codo. ¿Había otros apenas más largos? De todos modos no quería fastidiarla; tal vez estaba justo en los días del mes, pensó Clarissa, cuando estar de pie resulta una tortura.
    —Oh, no se moleste —dijo.
    Pero la vendedora le trajo otros.
    —¿No termina extremadamente cansada después de tanto tiempo parada? ¿Cuándo se toma vacaciones?
    —En septiembre, señora, cuando hay menos trabajo. 

Cuando nos vamos al campo, pensó Clarissa. O de caza. Pasa quince días en Brighton. En una pensión algo viciada. La dueña del lugar escatima el azúcar. Qué fácil sería enviarla a lo de la señora Lumley, en el campo (y estaba a punto de decírselo). Pero recordó cuando Dick le demostró en la luna de miel cuán insensato era dar de manera impulsiva. Era mucho más importante, dijo, hacer negocios con China. Desde luego tenía razón. Y pensó que no le caería que se lo ofreciera. Allí estaba en su lugar. Dick también. Vender guantes era su trabajo. Mantenía sus pesares bien separados, «y nunca llorará, nunca llorará», las palabras grabadas en su cabeza. «Del contagio del estúpido mundo», pensó Clarissa con el brazo tieso, pues hay momentos en que parece inútil (la vendedora le quitó el guante dejándole el brazo empolvado) —simplemente uno ya no cree en Dios, pensó Clarissa.

    De repente el ruido del tránsito era ensordecedor; las medias de seda brillaban. Entró una clienta.
    —Guantes blancos —dijo con un timbre en la voz que a Clarissa le resultó familiar.
    Solía ser tan fácil, pensó Clarissa. Desde lo alto, atravesando el aire, caía el graznido de las grajas. Cuando Sylvia murió, cientos de años atrás, los setos de tejo se veían tan bellos con las telarañas como diamantes en la neblina antes de la misa de la mañana. Pero si Dick muriera mañana… En cuanto a creer en Dios (no, dejaría que los hijos eligieran, pero en lo personal, como Lady Bexborough, que abrió la tienda de venta benéfica, así dicen, con el telegrama en la mano —Roden, su preferido, había muerto—, seguiría adelante). ¿Pero por qué, si uno no cree? Por los otros, pensó, con el guante en la mano. La vendedora sería mucho más infeliz si no creyera.
    —Treinta chelines —dijo la vendedora—. No, disculpe, son treinta y cinco chelines, señora. Los franceses son más caros.
    Porque uno no cree por sí mismo, pensó Clarissa.
    La otra clienta tomó un guante y al estirarlo la tela se desgarró.
    —¡Oh! —exclamó.
    —Una falla en la seda —dijo la mujer de pelo gris enseguida—. A veces puede caerse una gota de ácido en la tintura. Pruebe estos, señora.
    —¡Pero es una estafa que los cobren dos libras y diez chelines!
    Clarissa miró a la mujer; la mujer miró a Clarissa.
    —Los guantes ya no se fabrican con la misma calidad desde la guerra —dijo la vendedora disculpándose con Clarissa.
    ¿Pero a dónde había visto a esa mujer? Una mujer mayor, con un cuello de volados y un cordón negro sosteniendo las gafas doradas. Elegante, inteligente, como un dibujo de Sargent. Cómo por la voz se puede distinguir a las personas que tienen el hábito de mandar.
    —Son un tanto ajustados —dijo.
    La vendedora se alejó otra vez. Clarissa aguardó. Ya no temas al calor del sol. Ya no temas, repitió. Tenía pecas marrones en el brazo. La vendedora se arrastraba detrás del mostrador. Tu mundana tarea está concluida. Miles de jóvenes han muerto pero la vida continúa. ¡Al fin! Apenas por encima del codo; botones de perlas; cinco y cuarto. Mi querida y lenta vendedora, ¿crees que puedo quedarme aquí toda la mañana? ¡Ahora te tomarás veinticinco minutos para traerme el vuelto!
    Se escuchó una fuerte explosión en la calle. La vendedora se encogió detrás del mostrador. Pero Clarissa, muy compuesta, sonrió a la otra mujer.
    —¡Señorita Anstruther! —exclamó.


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