Él murió de repente.
Ella recordaría para siempre aquel instante, porque llegó acompañado de unas imágenes muy nítidas. Era septiembre, el sol ya bajo, la sombra del ciprés rozaba el muro del jardín, la tortuga avanzaba lentamente en dirección al hibisco en busca de la primera flor caída. Aquello era un pacto entre ella y la tortuga. Siempre a última hora de la tarde, que a su vez era la antesala de la noche. En Cerdeña oscurecía antes que en Holanda, pues estaba más cerca del ecuador. Fue él quien se lo explicó. El movimiento de la luz siempre le interesó. La luz tenía vida. Hablaba de ella como de un ser humano que uno aprecia y con el que mantiene una relación personal. Había días en los que él estaba inquieto. Esos días sucedía algo con la luz que ella naturalmente no era capaz de percibir. Siempre había sentido que él vivía rodeado de cosas invisibles, cosas que ella no era capaz de captar ni de describir. Habían estado juntos tres años. Sus mundos nunca tuvieron nada que ver, lo único que les unía era su voluntad de no vivir en Holanda y el hecho de trabajar en casa, en la vieja granja. Se habían conocido casualmente. Un hombre montado a caballo que miró hacia su jardín por encima del pequeño muro y la saludó con la mano.
Se quedó mirando la tortuga. Había un par de ellas en el jardín, pero a esta la reconocía enseguida. También en esto él siempre fue distinto a ella. En cierta ocasión trató de explicarle cómo reconocerla. La cogió con una sola mano y la depositó sobre la mesa. El animal retrajo su cabecita de viejo, con lo que sólo quedó visible el caparazón. Mientras le pasaba las manos por encima, le fue señalando: aquí y allá. Ella observó las manchas oscuras sobre el caparazón verde que él le indicaba e intentó descubrir el diseño que formaban, pero cuando al día siguiente volvió a ver una de las tortugas en el jardín, no supo si era esa misma u otra. La que tenía ahora delante sí la reconocía porque así se lo había propuesto. En cierta ocasión, cuando la tortuga se encontraba inmóvil al lado del hibisco, le hizo una fotografía en color que luego retocó de modo que el caparazón ocupaba toda la imagen. Amplió la foto y la colgó en su estudio. Un cuadro abstracto, dijeron sus amigos con admiración, ¿por qué no haces más cosas de esas? Ella sabía que él pensaba lo mismo, pero nunca se lo dijo.
La tortuga estaba cerca del hibisco. Por lo visto tenía predilección por el rojo intenso. El hibisco amarillo, que estaba algo más allá, se lo dejaba a las otras. Al principio le había parecido extraño que a las tortugas les gustasen las flores, como si una distancia insalvable se interpusiera entre aquellas hojas afiligranadas y etéreas de la flor y la vejez casi fosilizada del animal. El hibisco era su planta favorita. Aparte del plumbago y la buganvilia, que en realidad no necesitaban agua, esta era la única planta que requería cuidados en verano. Era también la única que le devolvía algo a cambio, que le hacía un gesto cada día, como se decía a sí misma.
Los veranos eran cada vez más secos, y durante ciertos periodos estaba prohibido regar, pero eso no afectaba demasiado a su jardín. Aloes, cactus, una yuca empeñada en crecer en todas las direcciones, palmeras, pinos y el ciprés solitario, todos permanecían idénticos a sí mismos y extraían la escasa agua que necesitaban de la profundidad de la tierra. Sólo el hibisco echaba a diario nuevas flores, cual mariposas rojas. A la hora que ella se levantaba, estas se abrían de par en par con una sorprendente fuerza y al final del día se morían y caían sobre la tierra parda y seca, como ahora.
Todo en las tortugas era extraño. La forma en que el animal avanzaba hacia la flor sobre sus arcaicas patas delanteras con los pies vueltos hacia afuera era similar al andar de los cangrejos. Por su parte, la flor, antes de caer, se enrollaba sobre sí misma como si se hubiera envuelto en un sudario a sabiendas de lo que le esperaba. La mujer que la observaba sintió un ligero escalofrío. Debería estar habituada a ese ritual diario, pero seguía experimentando una vaga forma de dolor cuando la tortuga tendía su cabeza acorazada hacia la flor. La flor ya no era roja, era más bien una mariposa enrollada del color de la sangre reseca. Vio los pequeños ojos relucientes e inexpresivos en aquella coraza como de cuerno, vio cómo se abría la extraña boca sin labios y cómo las mandíbulas empezaban a triturar la flor, y de nuevo, al igual que un cuarto de hora antes, cuando la sombra del ciprés había rozado el muro de piedra, ella lo supo con toda certeza: el hombre con el que había vivido en esa casa durante años, y que había fallecido hacía dos años, acababa de morir. Ha tardado mucho en desaparecer, pensó ella, e inmediatamente supo lo que él le habría respondido. Le habría dado la vuelta a su afirmación. Escuchó su voz, con esa ligera ironía un poco despectiva que después del primer gintonic siempre adquiría un matiz particular. «La que has tardado eres tú, cariño. ¿No fuiste capaz de despedirte de mí?».
La misma hora, la misma cita. Ella, la tortuga; la tortuga, el hibisco; él, el gintonic. «Para defenderme del atardecer».
Siempre le había parecido misteriosa esa actitud suya: un hombre que temía el atardecer por temor a la noche. Pero era verdad lo que él le había dicho: no había sido capaz de despedirse de él. Tomó otro trago de su gintonic.
«Y has adoptado mis malos hábitos».
¿Qué debía contestarle? ¿Que él ya se había alejado de ella cuando aún vivía, pero que eso no significaba que hubiera muerto? No había muerto hasta ahora, hasta ese misterioso instante en que la sombra del ciprés reptaba por el muro. ¿Cómo podía estar tan segura de ello? Se trataba de tres instantes, pensó ella. El instante de la despedida; el de su muerte; y ese largo instante que estaba viviendo ahora durante el cual había empezado a olvidarle y en el que él se había transformado en un espectro, el instante de su muerte real.
Espectro, le gustaba esa palabra. Un espectro que ahora desaparecía saltando sobre el muro, pasando por delante de la higuera, saltando sobre el siguiente muro y cruzando el campo donde estaba el asno del vecino que se había puesto a rebuznar como si lo saludara.
Él nunca había soportado la voz del asno. Esos hondos quejidos de pena infinita que culminaban en un extraño gruñido, como si el animal, ya harto, quisiera poner punto y final a su sufrimiento.
¡Qué simple era todo! Ella estaba ahí sentada, inmóvil. No sabía si la tortuga la estaba mirando, aunque había vuelto su cara hacia ella. Sus mandíbulas seguían triturando, un pedacito de flor roja asomaba obscenamente de su boca. Enseguida se daría la vuelta, movería cada una de sus ridículas patas por separado y avanzaría lentamente hacia donde ella no pudiera verla. Seguro que vivía en algún lugar bajo las piedras resecas del muro, pero nunca la había invitado a su casa. Ni siquiera la tortuga la necesitaba. La mujer se echó a reír y escuchó su propia risa en el silencio del jardín. Ninguna respuesta. El susurro de las hojas de la palmera, eso era todo. Las tortugas viven bajo tierra cuando son pequeñas, pensó, viven donde residen los muertos. Tal vez esa tortuga venía hacia ella porque fue ella quien la desenterró, aunque era difícil saberlo con certeza. Sucedió mientras rastrillaba el jardín. De repente salieron dos, tres tortugas minúsculas de debajo de la tierra. Ella no comprendió de dónde salían, pero él le explicó que las tortugas pasaban el primer periodo de su vida bajo tierra. A continuación las tomó en sus manos y las lanzó por encima del muro. Causa y efecto. ¿Era posible determinar el principio de algo? ¿Existía el instante en que empezaba la despedida? ¿Acaso empieza esta cuando te preguntas por primera vez por qué estás con alguien que arroja unas tortugas por encima del muro, que se deja intimidar por la luz y que teme la noche? Ella escribía libros para niños que también ilustraba. Aquel día empezó a escribir una historia sobre tres pequeñas tortugas a las que bautizó con los tres nombres de pila de él, pero nunca se la dejó leer.
Él no se percató de su venganza. Debería de haber ideado algo más drástico, se dijo ella, aunque el resultado final fue mejor de lo que había previsto. Encontrar a tu mujer en brazos de Beppo, el cartero, no es algo que suceda cada día. El cartero, ese beau garçon, que trae a diario el correo en su bicicleta deportiva y se toma una copa contigo. Con el que charlas sobre el cabrón de Berlusconi, que se sienta contigo delante del televisor a ver el funeral del Papa, que te cuenta los chismorreos del pueblo y que toma copas contigo en el Bar Italia. ¡Sí, con ese! Y, por si fuera poco, en un campo, en un lugar muy apropiado: debajo de la higuera y entre las malas hierbas punzantes, a poca distancia del camino por el que cabalgas con tu caballo. Algo se mueve detrás del muro, lo ves desde arriba: la espalda morena, el cabello negro, y debajo de este otro cabello, rubio, y el rostro que te devuelve la mirada con sus ojos azules, muy holandeses, sin rastro alguno de miedo o pudor, castigándote por las tres tortugas muertas y los tres años de ironía.
Había caído la noche, pero ella seguía ahí, inmóvil. Ahora ya nadie podía ver su sonrisa. Aquel día ella llegó a casa un par de horas más tarde de lo habitual. Él estaba en su estudio delante del ordenador, conectado como siempre a las bolsas del mundo entero. Ella se colocó detrás de él y durante un rato se quedó mirando cómo los números abstractos bailaban por la pantalla. Aquello fue la despedida. Al día siguiente él recogió como siempre el correo junto a la verja y se tomó una copa de vino con Beppo. Luego se marchó sin que cruzaran palabra alguna. Poco después murió, como si lo hubieran acordado así entre los dos, y hoy, esta tarde, él había desaparecido detrás del muro como si jamás hubiera existido.
La mujer se puso en pie y entró en la casa. En su estudio se acercó a la fotografía de la tortuga y le pasó la mano por encima. Oyó sus propios pasos dirigiéndose hacia la cocina, se detuvo un instante y escuchó el profundo silencio que reinaba a su alrededor.
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