An Encounter in the Bronx by Fleur Jaeggy
En un restaurante, no lejos de la casa de Oliver Sacks. Antes, una visita a su gélida casa. El calor lo hace sufrir. Odia el calor. O tal vez, por razones clínicas y mentales que no puedo conocer, el calor simplemente lo sofoca. En cierto modo me ha impresionado observar cuánto detesta el calor. Tal vez también porque yo, aun amando el frío, el clima nórdico, el cielo nórdico, el hielo, la nieve, el aire gélido, sufro el frío. Me tapo durante el día, me tapo cuando voy a dormir, escribía a máquina con guantes, los dedos al descubierto. Tengo siempre frío, el aire frío me sopla encima. Una vez Sacks vino aquí en invierno. Abrió las ventanas. Salió a la terraza. Me quedé en casa con el abrigo, la bufanda, los guantes. Tengo frío en las manos. En el cuello. En fin, tengo un frío que me atrevería a llamar interior, terrible palabra, pero glissons. Un frío interior. Un hielo por dentro. Oliver siempre tiene calor. Odia el calor. No creo que sea sólo un componente físico. Pesa más que yo. Hasta hace pocos meses yo pesaba menos de cincuenta quilos. Pero he conocido a delgados que odiaban el calor. Por tanto, no sólo es una cuestión de cómo está hecho un esqueleto. Ni siquiera una cuestión de sangre. Tampoco creo que sea una cuestión de sentimientos. Los míos pueden ser bastante fríos. Aun deseando ardientemente el calor. Pero no demasiado. Naturalmente, depende de qué tipo de calor. Un verano, en Salónica, Grecia, hubo titulares en los periódicos, la gente moría de calor. Percibía que pasaba algo raro, y yo también tenía calor. Pero sin exagerar. Era cuando caminábamos en busca de la tumba de Filipo. Estaba cerrada. Pero nos dejaron entrar.
Sigamos: en el restaurante con Oliver. Había peces en un acuario. Oliver y Roberto hablan. Oliver pide un enorme bistec. A nuestro lado una mesa larga. Un hombre en la cabecera. Alrededor, todo mujeres. Vestidas de encajes, joyas, uñas pintadas, las uñas francamente fantásticas. Trajes largos, corsés ceñidos bordados de rayón, seda, relucientes, rosa, malva, amarillo, blanco. Parecían todas recién casadas. Sutiles muñecas de las manos. Ojos resplandecientes. Él, el amo. Un negro. Elegante. Casi distante de sus mujeres. Yo le miraba. Y miraba el acuario. Observo un pez, no sé qué pez, pero ya es mi amigo. Bastante grande, ojos grandes, siempre el mismo trayecto, medio acuario. Parece responder a mi mirada. Tuve la impresión, muy precisa, de que me comprendía. Yo le hablaba. En silencio. Con afecto. Él sabe que debe morir. Él sabe que ya no obtendrá nada de la vida. Y observa a los clientes del restaurante. Por un instante pienso que su destino no es distinto del mío. Observamos los dos. Tendré una ventaja, todavía un futuro, algún tiempo ante mí. Antes de que me maten. El pez es tan inteligente. Sus ojos expresan amor, no exagero. Los clientes van hacia el acuario, con el dedo señalan qué pez quieren comer. Qué pescado será servido en la mesa. El pez se mueve. Siempre el mismo trayecto. Qué otra cosa ha de hacer. Van a mirarlo de cerca. Ahora que está fresco. Porque está vivo. Todos los clientes pueden estar seguros de que el pez está fresco. Cualquiera puede mirar. Y ellos, los peces, ojean. Desesperados, indiferentes, yo no lo sabía. Aun así sentí cierta fraternidad entre ellos y yo, en particular con uno. Lo recuerdo muy bien. Recuerdo su forma. Su mirada. No puedo salvarlo. Salgo del restaurante, no sin antes saludarlo. Pronuncio alguna palabra de afecto. Muevo los labios. Como también hace él. Y adiós.
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