Sebastian Barry: Un wéstern anómalo
Sebastian Barry construye en 'Días sin final' una historia de amor homosexual con una gran carga empática
20 de febrero de 2018
EL PERIÓDICO
Este no es un wéstern cualquiera. No solo porque se sustenta en una historia de amor homosexual descrita con tal naturalidad que nunca llama la atención sobre su diferencia en un género eminentemente reaccionario en lo que a identidades sexuales se refiere, sino porque la voz que lo vertebra es tan hiperrealista como poética. Lo primero que puede preguntarse el lector es si resulta creíble que un chico de diecisiete años, que ha huido de la Gran Hambruna irlandesa hasta las penurias sangrientas de una América que está cimentando su futuro sobre el genocidio y la guerra civil, concluya que “el orgullo es el desayuno de los necios” o que ha visto “hombres tan enfermos que morían de muerte”. Lo más sorprendente es que la respuesta no puede ser más afirmativa, y ese es uno de los milagros de la literatura: que una voz se despegue de lo verosímil y encuentre su propia lógica, en este caso en una suerte de lucidez romántica, en una comprensión del mundo no por descarnada y pragmática menos sensible.
Los que no estén familiarizados con la obra de Sebastian Barry han de saber que 'Días sin final' es la cuarta de sus novelas protagonizada por un McNulty. Hay algo de épico en este gesto de dibujar un árbol genealógico a través del tiempo. Esa monumentalidad nunca se siente como tal, aunque uno de los temas de la novela sea el modo en que el devenir de la Historia se ensaña con el hombre en minúsculas. Si Thomas McNulty explica batallas y desastres sin ahorrarnos detalles escabrosos, con un apego obsesivo a la violencia que ha atravesado su vida desde muy temprana edad, también es cierto que su voz siempre reclama, para sí mismo y para el amor de su vida, John Cole, un espacio de intimidad donde las heridas se curan. Si 'Días sin final' es parte de una saga familiar, lo es también desde la construcción de una particular idea de familia, que muchos considerarían disfuncional pero que Barry describe como algo orgánico, perfectamente plausible. Así las cosas, que Thomas y John Cole adopten a una niña sioux a mediados del siglo XIX y en el salvaje Oeste, nos sirve para entender que su cosmovisión se resiste a adaptarse a las convenciones de su época, como si ambos hubieran aprendido que vivir es un acto de resistencia.
Las escenas bélicas son un prodigio. En ellas hay vísceras y cadáveres, matanzas a bocajarro y esqueletos partidos. Ahí se concentra la historia de América, como si toda esa sangre fuera la tinta de su Constitución. Si esos momentos son tan intensos, es porque Thomas los describe desde la pureza de quien sabe que está participando en ellos, y no puede evitarlos. No es que la escritura de Barry sea efectista, sino que busca que el lector se sienta tan inmerso como Thomas y John Cole en ese caos, que sea tan cómplice como ellos en el despliegue de esa locura colectiva de la que siempre sobrevivirán, más sucios y más sabios. No se trata, pues, de denunciar la carne derramada en favor de la patria sino de aceptar la violencia como parte de la naturaleza humana. Thomas también mata, pero Barry nunca lo juzga. La suya es una novela empática, incluso en relación a los actos más innombrables. Y que se devora con los ojos como si de un western clásico se tratara, aunque sea lo opuesto.
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