jueves, 31 de agosto de 2023

Virginia Woolf / El vestido nuevo

 



Virginia Woolf 
El vestido nuevo


    Mabel tuvo la primera sospecha seria de que algo no iba bien al quitarse la capa; y la señora Barnet, al alcanzarle el espejo y tomar los cepillos, llamó su atención —un tanto exageradamente tal vez— sobre la ropa en la mesa y todos los artefactos para arreglar el cabello, cuidar el cutis y la ropa, que yacían sobre el tocador, confirmando así la sospecha, de que algo no iba bien, nada bien; y la sospecha aumentaba mientras subía las escaleras y se arrebataba sobre Clarissa Dalloway; y después de saludarla, corrió hacia el fondo de la habitación, donde en un rincón oscuro colgaba un espejo, y se miró. ¡No! No estaba bien. Y de inmediato, la tristeza que siempre intentaba ocultar, esa profunda insatisfacción —la sensación de inferioridad que siempre, desde niña, había sentido frente a las otras personas— se fue apoderando de ella, implacable, sin piedad, con una intensidad de la que no podía librarse leyendo a Borrow o Scott como lo hacía en su casa al despertarse por las noches; porque estos hombres, estas mujeres, todos pensaban: «¿Qué se ha puesto Mabel? ¡Quémal se ve! ¡Qué espantoso vestido!», pestañeando de prisa y entrecerrando los ojos. La deprimía su total incompetencia, su cobardía; su sangre fría. Y de inmediato, toda la habitación, donde durante horas había planeado con el modisto cómo sería, se veía sórdida, repulsiva. Y su sala de estar tan fea; y ella misma, que salió de su casa orgullosa, y antes de hacerlo tomó las cartas sobre la mesa del hall y dijo: «¡qué aburrido!» para presumir. Todo eso le parecía ahora tan estúpido, tan mediocre. Todo eso se destruyó, voló por los aires en el momento en que entró en la sala de estar de la señora Dalloway.

    Lo que había pensado aquella tarde, sentada frente a las tazas de té, al llegar la invitación de la señora Dalloway, fue que, desde luego, no podía vestir a la moda. Era absurdo siquiera intentarlo. Moda era sinónimo de buen corte, de estilo, de treinta guineas de gasto al menos. ¿Pero por qué no ser original? ¿Por qué no ser ella misma después de todo? Se levantó y buscó el viejo figurín de su madre, un figurín del París del Imperio; y pensó cuánto más bonitas, más dignas, más femeninas eran las mujeres en ese tiempo. Entonces decidió —oh, qué idea más absurda— que intentaría parecerse a una de ellas, que presumiría de hecho, de ser modesta y anticuada; y se entregó sin dudarlo a una orgía de narcisismo, que merecía ser castigada, y salió así vestida.
    Pero no se animó a mirarse al espejo. No pudo enfrentar todo el horror: el vestido de seda amarillo claro, ridículamente pasado de moda, con la falda larga y esas mangas aparatosas, y esa cintura, y todo aquello que se veía tan bien en el libro pero no en ella, no entre todas esas personas comunes y corrientes. Se sintió el tonto maniquí de un modisto, puesto allí para que los jóvenes le pincharan alfileres.
    —¡Pero querida, te ves encantadora! —dijo Rose Shaw mirándola de arriba abajo, frunciendo los labios con ironía tal como ella esperaba. Rose vestía completamente a la moda, al igual que todo el resto, siempre.
    Somos como moscas arrastrándose hasta el borde del plato, pensó Mabel y repitió la frase como si estuviera exorcizándose, como si quisiera encontrar una fórmula para detener el dolor, para hacer tolerable la agonía. Cuando sentía dolor, citas de Shakespeare o pasajes de libros que había leído hacía años se le venían a la mente de repente, y las repetía una y otra vez. «Moscas arrastrándose», repitió. Si pudiera decirlo tantas veces como para llegar a ver efectivamente las moscas, se quedaría adormecida, quieta, muda. Ahora podía verlas salir lentamente de una jarra de leche, con las alas pegadas; y se esforzó más y más (de pie frente al espejo, escuchando a Rose Shaw) para ver a Rose Shaw y al resto de los invitados como moscas, intentando salir de algún lugar o meterse en otro, insignificantes, torpes moscas trabajando penosamente. Pero no podía verlos así, no a los otros. Podía verse a sí misma así; ella era una mosca, pero ellos eran libélulas, mariposas, insectos bellos, danzando, revoloteando, sobrevolando, mientras que sólo ella se arrastraba hasta el borde de la jarra. (La envidia y el resentimiento, los sentimientos más detestables, eran sus principales defectos).
    —Me siento una horrible y deprimente mosca, vieja y sin gracia —dijo, haciendo que Robert Haydon se detuviera justo para oírla decirlo, justo para reafirmarse articulando una frase de lo más pobre y así demostrar cuánto desencajaba, y qué bueno era que no se sintiera en absoluto fuera de lugar. Y desde luego, Robert Haydon respondió algo bastante correcto, bastante falso, que ella interpretó al instante, y se dijo a sí misma (otra frase sacada de un libro): «¡Mentiras, mentiras, mentiras!».
    Pues una fiesta puede hacer todo mucho más real, o todo mucho menos real, pensó. De repente vio en lo profundo el corazón de Robert Haydon, lo vio todo. Vio la verdad. Esto era verdad, esta sala, este ser y no el otro. El pequeño taller de la señorita Milan era realmente caluroso, viciado, sórdido. Olía a ropa y a repollo cocinándose; y aún, cuando la señorita Milan puso el espejo en su mano y ella se miró con el vestido terminado, una dicha extraordinaria le atravesó el pecho. Bañada en luz, sintió que volvía a nacer. Libre de cuidados y arrugas, lo que había soñado de sí misma estaba allí: una mujer bella. Por un segundo (no se atrevió a mirar más tiempo, la señorita Milan quería saber el largo de la falda) la miró, dentro del marco de caoba, con ese estrafalario atuendo, una joven encantadora, de tez blanca y sonrisa misteriosa; su esencia, su alma. Y no era simple vanidad o narcisismo lo que la hacía pensar que era un alma buena, cariñosa y sincera. La señorita Milan dijo que la falda no podía ser más larga. En todo caso, dijo frunciendo el ceño, muy concentrada en su trabajo, debía ser más corta. Y de repente se sintió, honestamente, llena de amor por ella; sintió que la quería más que a nadie en el mundo, y podría haber llorado de tristeza al verla en el suelo, con la boca llena de alfileres, el rostro rojo y esos ojos saltones. Que un ser humano hiciera algo así por otro; y los vio a todos como simples seres humanos, y a ella yendo a la fiesta, y a la señorita Milan tapando la jaula del canario o dejándolo agarrar una semilla de cáñamo de entre sus labios. Y pensar en eso, pensar en ese costado de la naturaleza humana, en su paciencia y su tolerancia, y que esté satisfecha con placeres tan sencillos, tan escasos, tan pequeños, le llenó los ojos de lágrimas. Y ahora todo había desaparecido. El vestido, la habitación, el amor, la tristeza, el espejo, la jaula del canario… Todo había desaparecido, y allí estaba, en el rincón de la sala de estar de la señora Dalloway, padeciendo ese martirio, despertando a la realidad.
    A su edad y con dos hijos, era un síntoma de tanta mezquindad, de tantadebilidad y falta de inteligencia, seguir dependiendo tanto de las opiniones de los otros; no tener principios ni convicciones. No ser capaz de decir como otras personas: «¡Eso es Shakespeare! ¡Eso es la muerte! No somos más que una gota de agua en el océano», o lo que fuera que dijesen.

    Se miró fijo en el espejo; se dio una palmada en el hombro izquierdo y entró en la sala, como si desde todos los ángulos le arrojaran lanzas a su vestido. Pero en lugar de mostrarse enfadada o lastimada, como lo habría hecho Rose Shaw (Rose se habría mostrado como Boudica), [3] se mostró algo tonta y tímida; y sonriendo como una colegiala, caminó con los hombros caídos por la habitación, sigilosamente, como un perro con la cola entre las patas. Miró un cuadro, un grabado. ¡Como si alguien fuera a una fiesta a mirar un cuadro! Todos sabían por qué lo hacía, por vergüenza, por humillación.
    «Ahora la mosca está en la jarra», se dijo a sí misma, «justo en el medio, y no puede salir, y la leche», pensó rígida, mirando el cuadro, «está pegando sus alas».
    —Es tan anticuado —le dijo a Charles Burt interrumpiéndolo (algo que de por sí él detestaba) a su paso de ir a hablar con otra persona.
    Quiso que pareciera, o intentó que pareciera, que se refería al cuadro y no al vestido cuando dijo «anticuado». Y una palabra de elogio o afecto por parte de Charles habría hecho toda la diferencia en ese momento. Si tan sólo hubiera dicho «Mabel, luces encantadora esta noche», habría cambiado su vida. Pero entonces tendría que haber sido franca y directa. Charles, desde luego, no dijo nada por el estilo. Era la maldad en persona. Siempre escrutando a los otros, especialmente si se sentían particularmente mal, inseguros, o tontos.
    —¡Mabel tiene un vestido nuevo! —exclamó, y empujó a la pobre mosca al medio de la jarra.
    En verdad le gustaría que se ahogara, creía ella. No tenía corazón, ningún tipo de verdadera bondad, tan sólo una falsa simpatía. La señorita Milan era mucho más real, mucho más generosa. Si tan sólo uno pudiera ver eso y apegarse a esas personas. «Por qué», se preguntó, le respondió a Charles de modo tan impertinente, demostrándole así que estaba de mal humor o «alterada», como dijo él («¿Algo alterada?», dijo y se fue a reír de ella con una mujer que estaba por allí). «¿Por qué no puedo sentir algo de una vez y para siempre, segura de que la señorita Milan está en lo cierto y Charles no, y apegarme a eso; segura del canario, de la tristeza y el amor y no sentirme inmediatamente castigada al entrar en una sala llena de personas?». Otra vez su detestable, débil, indecisa personalidad, siempre llamando la atención en los momentos críticos y nunca interesada de verdad en el estudio de los moluscos, la etimología, la botánica, la arqueología, el cultivo de patatas y verlas crecer, como Mary Dennis, como Violet Searle.
    La señora Holman, viéndola allí sola, se acercó caminando con desgano. Desde luego, algo como un vestido estaba lejos de escandalizarla, con unos hijos siempre rodando por la escalera o cogiendo la escarlatina. ¿Podía Mabel decirle si Elmthorpe se alquilaba en agosto o septiembre? ¡Oh, qué conversación más aburrida! Detestaba que la trataran como una vendedora de casas o un mensajero, que la usaran; que no la valoraran, eso era pensó, intentando asirse de algo sólido, algo real, mientras articulaba una respuesta coherente acerca del baño y el sur, y el agua caliente hasta el piso de arriba de la casa. Y todo el tiempo podía ver fragmentos de su vestido amarillo en el espejo redondo, que los reflejaba del tamaño de un botón o de un renacuajo. Y era sorprendente pensar cuánta humillación y agonía; cuanto desprecio por uno mismo, y esfuerzo y bruscos cambios de estados de ánimo había en algo del tamaño de una moneda. Y lo que era más extraño aún, esta cosa, esta Mabel Waring, estaba separada, desconectada; y aunque la señora Holman (el botón negro) estaba inclinada hacia adelante contándole cómo su hijo mayor había esforzado su corazón corriendo, podía verla también, separada, en el espejo. Y era imposible que el punto negro, inclinado hacia adelante, gesticulando, lograra que el amarillo, sentado solo, centrado en sí mismo, sintiera lo mismo que el negro, pero los dos fingían.
    «¡Es imposible tenerlos quietos!», era el tipo de cosas que se decían. Y la señora Holman, para quien la atención que se le brindaba nunca era suficiente y tomaba lo poco que hubiera con avaricia, como si fuera su derecho (pero merecía mucho más porque su hija se había despertado esa mañana con una rodilla inflamada), tomaba esa oferta miserable y la miraba con sospecha, de mala gana, como si fuera medio penique cuando debería haber sido una libra; lo guardaba en su cartera; debía aceptarlo, aunque fuera una miseria, pues eran tiempos duros, muy duros. Y herida, la señora Holman siguió hablando, cacareando sobre la niña con la rodilla inflamada. Qué trágica era, esa codicia, ese grito desesperado del ser humano, como una bandada de cormoranes, agitando las alas para llamar la atención de los otros. Qué trágico era, ¡si tan sólo uno no podía sentirlo de veras en lugar de fingirlo!
    Pero esa noche, con ese vestido amarillo, no podía escurrir una gota más; quería todo para ella, todo. Sabía (seguía mirándose al espejo, hundiéndose en la espantosa piscina de las apariencias) que la despreciaban, la condenaban, la dejaban como agua estancada por ser como era: débil, indecisa. Y le parecía que el vestido amarillo era la penitencia que merecía, y aunque hubiera ido vestida como Rose Shaw, con ese bello vestido verde ceñido con volados de plumas, habría merecido aquello. Y pensó que no había escapatoria para ella, ninguna.
    Pero no todo era su culpa después de todo. Pertenecía a una familia de diez personas, nunca hubo suficiente dinero, siempre se escatimaba entodo. Recordaba a su madre acarreando grandes cubos, el linóleo gastado en los bordes de la escalera, una pequeña tragedia familiar después de la otra; nada catastrófico: la granja de ovejas nunca funcionó del todo mal ni del todo bien. Su hermano mayor se casó con alguien de clase social inferior pero no demasiado inferior. No se demostraban afecto; nunca hubo nada extremo entre ellos. Pasaban las vacaciones dignamente en pueblos costeros; incluso hoy cualquier balneario tenía a alguna de sus tías alojada en una habitación sin vista al mar. Así era, tenían que escatimar siempre. Y ella había hecho lo mismo; era igual a sus tías. Sus sueños de vivir en La India, de casarse con un tal Sir Henry Lawrence, algún hombre de poder (ver a un nativo de turbante todavía la hacía fantasear) habían fracasado por competo.
    Se casó con Hubert, con su puesto inferior, pero seguro y permanente en Tribunales. Y se las arreglaban en una casa pequeña, sin criadas. Comía guiso cuando estaba sola o tan sólo pan y manteca. Pero de vez en cuando (la señora Holman se había ido, creyéndola la persona más seca y antipática que haya conocido, absurdamente vestida además, y le contaría a todos lo ridícula que se veía Mabel), pensó Mabel Waring, sola en el sofá azul, golpeando el almohadón para parecer entretenida, pues no se uniría a Charles Burt o a Rose Shaw, que hablaban como cotorras y tal vez se reían de ella junto a la chimenea. De vez en cuando recordaba bellos momentos; la otra noche leyendo en la cama, por ejemplo, o en la playa tumbada al sol en Pascuas —déjenla recordar— una gran mata de hierba, retorcida como un puñado de espárragos bajo el cielo azul como un huevo de porcelana, firme, sólido, y la melodía de las olas —«Shhh, shhh» decían, y los niños gritando y chapoteando. Sí, un momento bellísimo; y allí estaba ella, sentía, en manos de la diosa que era, el mundo; una diosa de corazón duro más bien, pero bellísima, un corderito en el altar (uno de veras piensa estas tonterías, pero a nadie le importa mientras no las diga). Y también solía pasar inesperados bellos momentos junto a Hubert, cortando la carne para el almuerzo del domingo, sin ninguna razón, abriendo una carta, entrando a una habitación. Bellos momentos, cuando se decía a sí misma (pues nunca lo compartía con nadie). «Es esto. Ha sucedido. Es esto». Y lo contrario era igual de sorprendente; esto es, cuando todo estaba dispuesto, la música, el tiempo, las vacaciones, todas las razones para estar feliz, y nada ocurría. No se sentía feliz. Era monótono, simplemente monótono, eso era todo.
    Era su horrible forma de ser otra vez, sin duda. Siempre había sido una madre quejosa, débil e insatisfecha; una esposa insegura, viviendo a desgano en una especie de letargo, sin nada demasiado claro o definido, o algo que la entusiasmara más que otra cosa, tal como sus hermanos. Excepto tal vez Herbert, siempre habían sido todos unos pobres diablos de sangre fría que no hacían nada. Y de repente, pasó de arrastrarse por esta vida a estar en la cresta de una ola. La horrible mosca (¿dónde había leído esa historia que se le venía a la cabeza una y otra vez sobre la mosca y la jarra?) logró salir. Sí, tenía esos momentos. Pero ahora que tenía cuarenta, tal vez los empiece a tener menos a menudo. De a poco dejaría de esforzarse por completo. ¡Pero eso era deplorable! ¡Era intolerable! ¡Le daba vergüenza de sí misma!
    Iría a la biblioteca de Londres al día siguiente. Encontraría un libro estupendo que la ayudaría; lo encontraría casi de casualidad, un libro escrito por un clérigo, un norteamericano del que nadie había escuchado antes. O caminaría por Strand y se toparía, por accidente, con una galería donde un minero estaría contando acerca de la vida en la mina, y de repente se convertiría en alguien nuevo. Se transformaría por completo. Usaría uniforme; la llamarían Hermana Algo. Nunca más pensaría en ropa; y para siempre tendría todo perfectamente claro acerca de Charles Burt y la señorita Milan, y esta habitación y aquélla. Día tras día, como si estuviera tumbada al sol o cortando la carne. ¡Sería el fin!
    Así que se levantó del sofá azul y también lo hizo el botón amarillo del espejo. Le dio la mano a Charles y a Rose para demostrarles que no dependía de ellos en absoluto, y el botón amarillo desapareció del espejo y todas las lanzas le apuntaron al pecho mientras caminaba hasta donde estaba la señora Dalloway y le decía:
    —Buenas noches.
    —Pero es temprano todavía —dijo la señora Dalloway siempre tan comedida.
    —Temo que debo irme —dijo Mabel Waring—. Pero —agregó con voz débil y temblorosa que sonaba tan ridícula cuando intentaba controlarla—. La he pasado muy bien.
    —La he pasado muy bien —le dijo al señor Dalloway, con quien se topó en la escalera.
    «¡Mentiras, mentiras, mentiras!» se dijo a sí misma mientras bajaba las escaleras, y «directo a la jarra», se dijo mientras le agradecía a la señorita Barnet por su ayuda y se envolvía, a lo largo y a lo ancho, con la capa china que había usado durante los últimos veinte años.

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