Edna O’Brien |
La mujer que cenaba con Marlon Brando
La decana de las letras irlandesas –de reconocimiento tardío– no ha interpretado otro papel que el de su propia vida. La de una niña nacida en una pequeña localidad rural del oeste de Irlanda que creció en la atmósfera del catolicismo irlandés de los años cuarenta, en un hogar empobrecido por la afición al alcohol de su padre y el integrismo religioso de su madre. Pero allí donde otros veían falta de libertad ella atisbó literatura. El noble arte que le permitiría llegar a los rincones irregulares del corazón humano.
Escapó de aquella prisión rural para estudiar Farmacia en Dublín, donde trabajó como boticaria hasta que conoció al que sería su marido, Ernest Gébler. Un hombre violento, celoso y bloqueado como escritor que nunca perdonó la fluidez literaria de su esposa ni soportó su fulminante éxito con una novela escrita en tres semanas. Sería «Chicas de campo» un libro que sacudió la Irlanda rural hace cincuenta años, hasta el punto de que el párroco de su aldea quemó tres ejemplares en la plaza pública. O’Brien se enfrentó a una persecución en toda regla, señalada por sus paisanos como enemiga de Irlanda y escritora escandalosa. Desde ese momento, su país se convirtió en el material del que están compuestos sus treinta novelas, sus celebrados relatos cortos y sus presentes memorias, las mismas que juró que nunca escribiría.
Irlanda en el mapa
Como en toda su obra, hace en ellas, por Irlanda, lo que su gran amigo («sin privilegios», insiste) Philip Roth hizo por Newark: lo escandalizó, y luego lo colocó en el mapa. Para aquellos que esperen nuevas y escandalosas revelaciones de la «Diosa del amor», su reticencia como autobiógrafa le decepcionará: O’Brien ha besado mucho, pero dice muy poco de sus besos. Si bien la pasión ha sido uno de los temas medulares de su literatura, la gente que le ha apasionado queda al margen de estas páginas y siquiera revela el nombre del político que le partió el corazón.
Después de 10 años en la cárcel de su matrimonio, se separó y perdió la custodia de sus dos hijos. Para cuando la recuperó, su vida era diametralmente opuesta a la de aquella niña que creció obsesionada con su madre. Sus libros se habían convertido en películas, tomaba LSD con el precursor de la antipsiquiatría RD Laing, y su casa era una fiesta continua. Bebía con Sean Connery, tuvo una aventura con Robert Mitchum y Paul McCartney cantaba a sus hijos. Pasaba las vacaciones con Gore Vidal, cenaba con Marlon Brando y se dejaba besar por Norman Mailer. En un episodio surrealista se hace amiga de Jackie Onassis, que llegaría a decirle que era una de las tres personas que más amaba en el planeta. Siendo profundamente interesantes, el libro decae a medida que la autora se hace mayor, quizá porque los tiempos de su madurez resultan menos vívidos e interesantes pese al desfile de estrellas que retrata. Estamos ante una de las pocas escritoras cuya prosa contiene la cadencia de los salmos, el ritmo de la liturgia. Algo que nos hace leerla con un sentimiento casi de duelo.
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