Annie Ernaux |
Annie Ernaux, desde Rusia con amor
Pionera de la escritura autobiográfica que combina descarnamiento y sensibilidad, en 'Perderse' (Cabaret Voltaire) la autora francesa relata en forma de diario íntimo el romance que mantuvo en secreto durante años con un diplomático ruso y al que daría forma literaria en 'Pura pasión'
18 de octubre de 2021
Annie Ernaux
El muro de Berlín había caído unos días antes. Los regímenes instaurados en Europa por la Unión Soviética se tambaleaban unos tras otros. El hombre que acababa de retornar a Moscú era un fiel servidor de la URSS, un diplomático ruso destacado en París.
Le conocí un año antes durante un viaje de escritores a Moscú, Tiblisi y Leningrado, un viaje en el que hacía de acompañante. Habíamos pasado la última noche juntos, en Leningrado. De vuelta a Francia, seguimos nuestra relación. El ritual era inmutable. Me llamaba, preguntándome si podía venir por la tarde o por la noche, y, más rara vez, al día siguiente o dentro de dos días. Llegaba, solo se quedaba unas horas. Se iba y yo me quedaba esperando la próxima llamada.
Tenía treinta y cinco años. Su mujer le servía de secretaria en la embajada. Su recorrido, captado a retazos durante nuestras citas, era el clásico de un miembro del aparato: adhesión al Komsomol, luego al PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviéti- ca), estancia en Cuba. Hablaba francés de manera fluida, con mucho acento. Aunque era partidario declarado de Gorbachov y de la perestroika, echaba de menos, en cuanto bebía, la época de Brézhnev y no escondía su veneración por Stalin.
Nunca supe nada de sus actividades que, oficialmente, eran de orden cultural. Me sorprende hoy que no le hiciera más preguntas. Nunca sabré tampoco qué fui para él. Su deseo de mí es lo único de lo que estoy segura. Era, en todos los sentidos del término, la amante en la sombra.
Durante aquel periodo, no escribí nada, fuera de los textos que me pedían para las revistas. El diario íntimo que escribo de manera irregular, desde la adolescencia, fue mi único espacio auténtico de escritura. Era una manera de soportar la espera de la próxima cita, de redoblar el goce de los encuentros registrando las palabras y los gestos eróticos. Por encima de todo, de salvar la vida, salvar de la nada lo que, sin embargo, es lo que más se aproxima a ella.
Después de que se fuera de Francia, empecé un libro sobre esa pasión que me había marcado y que seguía viva en mí. Lo proseguí de forma discontinua, acabado en 1991 y publicado en 1992: Passion simple.
En la primavera de 1999, fui a Rusia. No había vuelto desde mi viaje de 1988. No volví a ver a S. y la verdad es que me resultaba indiferente. En Leningrado, que volvía a ser San Petersburgo, me acordé del nombre del hotel donde había pasado una noche con él. Durante aquella estancia, el único rastro de la realidad de esa pasión era el conocimiento que poseía de algunas palabras rusas. Muy a pesar mío, continuamente, de manera agotadora, buscaba descifrar los caracteres cirílicos en letreros y carteles publicitarios. Me asombraba ver que conocía esas palabras, ese alfabeto. El hombre por quien los había aprendido carecía ya de existencia en mí y me daba igual que estuviera vivo o muerto.
En enero o febrero del 2000, empecé a releer los cuadernos de mi diario correspondientes al año de mi pasión por S. que no había abierto desde hacía cinco años. (Por motivos que no es necesario evocar aquí, estaban guardados en un lugar que me los hacía inaccesibles.) Me di cuenta de que en aquellas páginas había una «verdad» distinta de la de Passion simple. Algo crudo y negro, sin salvación, algo que tenía que ver con la oblación. Pensé que también debía sacarlo a la luz.
No he modificado ni cortado nada del texto inicial al pasarlo al ordenador. Las palabras depositadas en el papel para aprehender el pensamiento, las sensaciones en un momento dado tienen para mí un carácter tan irreversible como el tiempo: son el tiempo mismo. Simplemente, recurrí a las iniciales puesto que emitía un juicio que podía herir a la persona en cuestión. Lo mismo para designar el objeto de mi pasión, S. No porque crea que así voy a preservar su anonimato —ilusión bastante vana—, sino porque esa forma de arrancarlo a la realidad mediante la inicial me parece corresponder a lo que ese hombre ha sido para mí: una figura de lo absoluto, de lo que suscita un terror sin nombre.
El mundo exterior está casi totalmente ausente de estas páginas. Aún hoy, me parece más importante haber anotado, día a día, los pensamientos, los gestos, todos los detalles (desde los calcetines que conservaba haciendo el amor a su deseo de morir en su coche) que constituyen esta novela de la vida que es una pasión, que la actualidad del mundo, cuya prueba siempre podré encontrar en los archivos.
Soy consciente de que publico este diario por una especie de prescripción interior, sin preocuparme por lo que él, S., pueda sentir. A buen derecho, podrá estimar que se trata de un abuso de poder literario, incluso de una traición. Concibo que se defienda mediante la risa o el desprecio, «no me veía con ella más que para echar un polvo». Preferiría que aceptara, aunque no lo entienda, haber sido durante meses, sin que él lo supiera, ese principio, maravilloso y terrorífico, de deseo, de muerte y de escritura.
Otoño 2000
1988
Septiembre martes 27
S… la belleza de todo esto: exactamente los mismos deseos, los mismos actos que en otro tiempo, en 1958, en 1963, y con P. Y la misma somnolencia, o el mismo torpor, podría decir. Tres escenas se desgajan. Por la noche (domingo) en su habitación, cuando nos habíamos sentado uno junto a otro, tocándonos, cuando no nos habíamos dicho nada y estábamos de acuerdo, deseosos de lo que iba a venir y aún dependía de mí. Su mano pasaba, rozándolas, cerca de mis piernas estiradas, cada vez que depositaba la ceniza de su cigarrillo en el recipiente posado en el suelo. Delante de todos. Y hablábamos como si no pasara nada. Luego los demás se van (Marie R., Irène, R.V.P.) pero F. se nos pega, me espera para irnos juntos. Sé que si me voy ahora de la habitación de S. no tendré fuerzas para volver. Aquí todo se lía.
F. está fuera, o casi, la puerta está abierta, y me parece que S. y yo nos lanzamos el uno sobre el otro, que la puerta se cierra (¿quién?), estamos en la entrada, yo con la espalda contra la pared apago y enciendo la luz. Dejo caer el impermeable, el bolso, la chaqueta del traje. Él apaga. La noche comienza, y la vivo con absoluta intensidad. (Y sin embargo el deseo de no volver a verle, como de costumbre).
Segundo momento, lunes por la tarde. Acabo de terminar de hacer la maleta cuando llama a la puerta de mi habitación. En la entrada nos acariciamos. Me desea tanto que me pongo de rodillas y le hago gozar con la boca durante mucho tiempo. Se calla, luego murmura mi nombre con su acento ruso, como una letanía. Sigo con la espalda contra la pared, en medio de la oscuridad (no quiere luz): la comunión.
Último momento, en el tren nocturno, hacia Moscú. Nos besamos en uno de los extremos del vagón, yo con la cabeza pegada a un extintor (que identifico solo después). Y todo esto ha sucedido en Leningrado.
Ninguna prudencia por mi parte, ningún pudor, ni, a fin de cuentas, ninguna duda. El bucle concluye, cometo los mismos errores que en otro tiempo y ya no son errores. Solo belleza, pasión, deseo.
Desde mi vuelta en avión, ayer, intento reconstruir, pero todo tiende a escaparse, es como si algo hubiera sucedido fuera de mi conciencia. La única certeza, en Zagorsk, el sábado, en ese momento, en la visita del Tesoro, con las zapatillas puestas, me toma por la cintura durante unos segundos y sé inmediatamente que aceptaría acostarme con él. Pero luego, ¿dónde está mi deseo? Comida con Chetverikov, el director de la VAAP [Agencia Soviética de Derechos de Autor], y S. está lejos de mí. Salimos para Leningrado, en un tren de literas. En ese momento, le deseo, pero nada es posible y eso no me preocupa: que suceda o no suceda no me hace sufrir. El domingo, visita de Leningrado, la casa de Dostoievski, por la mañana. Creo haberme equivocado al creer que le atraigo y dejo de pensar en ello (¿seguro?). Comida en el hotel Europa, a su lado, pero eso sucede tantas veces desde el principio del viaje. (Un día, en Georgia, se había puesto a mi lado, yo me limpié las manos mojadas en su vaquero, espontáneamente.) Visita del Ermitage, no estamos juntos a menudo. Vuelta por un puente sobre el río Neva, estamos juntos, acodados en el parapeto. Cena en el hotel Karalia, estoy separada de él. R.V.P. le empuja a que saque a bailar a Marie, es un baile lento. Sin embargo, sé que siente el mismo deseo que yo.
(Acabo de olvidar un episodio, el espectáculo de los ballets, antes de la cena. Estoy sentada junto a él, y solo pienso en mi deseo de él, sobre todo durante la segunda parte del espectáculo, tipo Broadway, «Los tres mosqueteros». La música sigue resonando hoy en mi cabeza. Me digo entonces que, si me acuerdo del nombre de la compañera de Céline, una bailarina, nos acostaremos juntos. Me acuerdo: es Lucette Almanzor.) En su habitación, donde nos ha invitado a beber vodka, se las arregla visiblemente para sentarse a mi lado (gran dificultar para apartar a F. que también quiere, que me va detrás). Y ahí, lo sé, lo siento, estoy segura. Es el encadenamiento perfecto de los momentos, la complicidad, la fuerza de un deseo que no ha necesitado de muchas palabras, todo de una gran belleza. Y esa «ausencia» de unos segundos, cuando se produce la fusión cerca de la puerta. Agarrarse uno a otro, besarse hasta morir, me arranca la boca, la lengua, me estrecha.
Siete años después de mi primera estancia en la URSS, una revelación sobre mi relación con el hombre (con un solo hombre, él, no con otro, como antes con Claude G., luego con Philippe). Y el inmenso cansancio. Tiene treinta y seis años, aparenta treinta, alto (junto a él, sin tacones, parezco bajita), delgado, ojos verdes, pelo castaño claro. La última vez que pensé en P. fue en la cama, después de hacer el amor, ligera tristeza. Ahora solo pienso en volver a ver a S., ir hasta el final de esta historia.
Y como en 1963 con Philippe, vuelve a París el 30 de septiembre.
Jueves 29
A veces capto su rostro, pero de manera muy fugitiva. Aquí, ahora, se me escapa. Conozco sus ojos, la forma de sus labios, de sus dientes, nada forma un todo. Solo su cuerpo me resulta identificable, sus manos todavía no. Me devora el deseo hasta hacerme llorar. Quiero la perfección del amor como al escribir Una mujer creí alcanzar la perfección de la escritura, que solo puede surgir del don, de la pérdida de toda prudencia. La cosa ha empezado bien.
Viernes 30
Aún no ha llamado. No sé a qué hora llega su vuelo. Representa a esa casta de hombres algo tímidos, altos y rubios que ha ido marcando mi juventud y que acababa mandando a paseo...
Traducción de Lydia Vázquez Jiménez
EL CULTURAL
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