miércoles, 31 de agosto de 2022

John Cheever / Miscelánea de personajes que no figurarán





John Cheever
MISCELÁNEA DE PERSONAJES
QUE NO FIGURARÁN
Traducción de Aníbal Leal

1. La bonita joven del encuentro de rugby Princeton-Darmouth. Va y viene detrás de la gente distribuida sobre el límite del campo. Aparentemente no tiene amigo, un compañero especial, pero todos la conocen. Todos decían su nombre (Florrie), todos la veían con agrado, y cuando ella se detuvo a hablar con unos amigos, un hombre apoyó la palma de la mano en la cintura de la joven, y al sentir el contacto (a pesar del buen tiempo y el verdor del campo de juego) en el rostro del hombre se dibujó una expresión sombría y pensativa, como si experimentara anhelos inmortales. Florrie tenía los cabellos de un hermoso oro oscuro, le caía un rizo sobre los ojos y miraba a su través. Tenía la nariz quizá demasiado fina, pero el efecto era sensual y aristocrático, los brazos y las piernas eran redondos y bien torneados, pero de ningún modo femeninos, y sus ojos violetas bizqueaban. Era la primera mitad del encuentro, aún no se habían anotado puntos y el equipo del Darmouth envió fuera la pelota. Fue un tiro desviado que apuntó directamente a los brazos de la joven. Recibió con elegancia la pelota; parecía haber sido elegida para eso, y permaneció así un segundo, sonriente, inclinada, observada por todos, antes de devolverla con un movimiento torpe y encantador. Se oyeron algunos aplausos. Después, todos desviaron los ojos de Florrie al campo, y un segundo después ella cayó de rodillas y se cubrió el rostro con las manos, contraídas con violencia por la excitación. Parecía muy tímida. Alguien abrió una lata de cerveza y se la pasó, y ella se incorporó y volvió a recorrer el límite del campo, y salió de las páginas de mi novela porque nunca volví a verla.

2. Todos los papeles de Marlon Brando.

3. Todas las descripciones desdeñosas de los paisajes norteamericanos con bloques de pisos ruinosos, desguaces de automóviles, ríos contaminados, viviendas rurales improvisadas, abandonadas pistas de golf en miniatura, desiertos de escoria, feos tableros de anuncios, repulsivas torres de petróleo, olmos enfermos, campos erosionados, estaciones de servicio charras y chillonas, moteles sucios, salas de té iluminadas por velas y ríos sembrados de latas de cerveza, todo esto no representa, como podría creerse, las ruinas de nuestra civilización, sino avanzadas y campamentos temporarios de la civilización que nosotros -usted y yo- construiremos.

4. Todas las escenas de este tipo: “Clarissa entró en la habitación y entonces…”. Fuera esto y todas las restantes descripciones explícitas de la relación sexual, pues ¿cómo puede describirse la experiencia más exaltada de nuestra vida física como si -gato, llave inglesa, tapacubos y tuercas- estuviéramos describiendo el cambio de un neumático desinflado?

5. Todos los bebedores. Por ejemplo: El telón se alza y muestra la oficina de redacción de una agencia de publicidad de la avenida Madison, donde X, nuestro personaje principal, está preparando los planes de publicidad de una nueva marca de whisky de centeno. Sobre una mesa de dibujo, a la derecha de su escritorio de madera, hay una pila de sugerencias del departamento de arte. Se ha sugerido que el rótulo puede incluir cimeras y escudos monárquicos y condales. Con respecto a la publicidad, se ha sugerido una escena de la vida en la plantación, donde la aristocracia del algodón, desaparecida hace mucho tiempo, bebe whisky en un grandioso porche. X no se siente satisfecho con la idea y examina después una acuarela de la América de los pioneros. Qué lozano, fresco y musical es el río que corre atravesando el bosque. Las lenguas del arroyo hablan al silencio melancólico de una naturaleza perdida, y qué es eso que aparece en un rincón del cielo azul sino una bandada de palomas. Sentado en una roca, en primer plano, un joven nudoso con ásperas ropas de cuero y un sombrero de piel de mofeta bebe whisky de centeno de un jarro de piedra. La idea parece entristecer a X y pasa a la sugerencia siguiente, que consiste en una invitación con whisky de centeno, uno invita a su casa a una decaída celebridad literaria, a una actriz desocupada, a la sobrina nieta de un presidente norteamericano, a un tonto arruinado y a un malhumorado y perverso crítico literario. Se reúnen alrededor de una enorme botella de whisky de centeno. La imagen desagrada a X y pasa a la última idea, de acuerdo con la cual una apuesta pareja joven con trajes de noche está de pie, al atardecer, detrás de una almena medieval (¿no se ven a la distancia las luces y las torres de Siena?) brindando en honor de lo que sin duda es una seducción de fuerza y duración indescriptibles con el whisky de centeno que no exige demasiado a nuestro dólar.

X no se siente satisfecho. Se aparta de la mesa de dibujo y camina hacia su escritorio. Es un hombre delgado, la edad indefinible, aunque parece que el tiempo se ha ensañado en las cuencas de los ojos y la piel de la nuca. Ésta aparece surcada y marcada con el mismo desorden que se observa en un mapa geodésico irregular. Hay una grieta profunda como una cicatriz de sable que corre en diagonal desde la izquierda hasta la derecha del cuello, con ramas y afluentes tan profundos y numerosos que el efecto es desalentador. Pero los efectos del tiempo se perciben sobre todo en sus ojos. Aquí vemos, del mismo modo que en una saliente arenosa percibimos la influencia de dos corrientes, cómo las potencias de su exaltación y su sufrimiento, sus lascivias y sus aspiraciones, han impreso una maraña de arrugas sobre la piel oscura y abolsada. Quizá se fatigó los ojos mirando a Vega por un telescopio o leyendo a Keats con luz pobre, pero en todo caso su mirada parece ruin e impura. Esos detalles nos inducirían a creer que era un hombre de cierta edad, pero de pronto desciende con mucha elegancia el hombro izquierdo y se arregla el puño de la camisa de seda como si tuviera dieciocho años -a lo sumo diecinueve-. Echa una ojeada al reloj calendario italiano. Son las diez de la mañana. Su oficina está aislada de los ruidos y reina una quietud sobrenatural. La voz de la ciudad llega débilmente a su alta ventana. Mira fijamente su portafolios, oscurecido por las lluvias de Inglaterra, Francia, Italia y España. Está en el umbral de una dolorosa melancolía, gracias a la cual las paredes pintadas de su oficina (amarillo claro y celeste) parecen aplicaciones de papel dispuestas para disimular los volcanes y las inundaciones, que son las formas de su propio sufrimiento. Parece que se acerca el momento de su muerte, el momento de su concepción, un instante crítico en el tiempo. La cabeza, los hombros y las manos empiezan a temblarle. Abre su portafolios, extrae una botella de whisky de centeno, se arrodilla y sediento vacía la botella.

Por supuesto, va barranco abajo, y nos molestaremos en presentar a lo sumo otra escena. Después de que lo despidieran de la oficina en que lo vimos por última vez, le ofrecen un empleo en Cleveland, adonde según parece no llegaron los rumores de su debilidad. Ha viajado a Cleveland para arreglar las cosas y alquilar una casa para su familia. Ahora, en la estación ferroviaria esperan su retorno con buenas noticias. Su bonita esposa, los tres hijos y los dos perros se han reunido para dar la bienvenida a papá. Atardece en el suburbio en el que viven. A esta altura de las cosas, son una familia que ha recibido una cuota enorme de desilusiones; pero precisamente porque hace poco se les negaron las promesas y las recompensas usuales de su modo de vida -el automóvil nuevo y la bicicleta nueva- han descubierto una veta melancólica pero regular de afecto que nada tiene que ver con las adquisiciones. Han entrevisto en su turbado amor a papá la emoción de un destino. El tren local asoma en el horizonte. Una blanda lluvia de chispas doradas cae de la caja de frenos mientras el tren aminora la marcha y se detiene. En la intensidad de la expectativa todos se sienten casi incorpóreos. Siete hombres y dos mujeres descienden del tren, pero ¿dónde está papá? Se necesitan dos guardas para ayudarlo a bajar los peldaños. Perdió el sombrero, la corbata y el abrigo, y alguien le puso negro el ojo derecho. Todavía sostiene bajo un brazo el portafolios. Nadie habla, nadie gime mientras lo introducen en el automóvil y lo apartan de nuestra vista, de nuestra jurisdicción y nuestra inquietud. Allá van, hombre y mujer, con todas las exuberancias, iluminando con luz tan pobre el modo en que vivimos.

6. Y ya que estamos, fuera todos esos homosexuales que ocupan un lugar tan importante en la novelística reciente. ¿No es hora de que aceptemos la indiscreción y la inconstancia de la carne y sigamos nuestro camino? Esta vez la escena es la playa Hewitt la tarde del 4 de julio. La señora Ditmar, esposa del gobernador, y su hijo Randall han venido caminando por la playa, y con su almuerzo llegan a una caleta desierta, si bien más allá de las dunas pueden ver la bandera norteamericana que flamea sobre el club… El muchacho tiene dieciséis años. Posee un cuerpo bien formado y su piel exhibe el oro fino de la juventud, y para su madre solitaria es un ser tan bello que lo admira con cierto temor. Los últimos diez años de su marido, el gobernador, la ha descuidado a favor de su inteligente y bonita secretaria ejecutiva. Con esa extraordinaria capacidad de adaptación de la naturaleza humana, la señora Ditmar ha asimilado una alta dosis casi cotidiana de heridas. Naturalmente, ama a su hijo. Piensa que en la apariencia del muchacho no hay nada que pertenezca a su marido. Cree que él tiene las mejores cualidades de la familia materna, y la señora Ditmar tiene edad suficiente para suponer que rasgos como un pie esbelto y los cabellos finos son signos de linaje, como en efecto puede ser el caso. El muchacho tiene los hombros anchos. El cuerpo es compacto. Cuando arroja una piedra al mar atrae la atención de la señora Ditmar, no la fuerza con que arroja la piedra sino la refinada elegancia con que el brazo completa el movimiento circular cuando la piedra abandona la mano…, como si cada uno de sus gestos estuviese enlazado con el otro. Como todos los enamorados, se muestra inmoderada y no desea que acabe esta tarde en compañía de su hijo. No se atreve a desear una eternidad, pero desea que el día tenga más horas que las que son posibles. Con las manos gastadas acaricia sus propias perlas y admira sus reflejos marinos, y quisiera saber qué aspecto tendrán sobre la piel dorada del muchacho.

Él se está aburriendo un poco. Preferiría la compañía de hombres y muchachas de su propia edad, pero su madre siempre lo apoyó y lo defendió, de modo que se siente bastante seguro en su compañía. Puede intimidar, y lo ha hecho, al director y a la mayoría de los profesores de su colegio. En el mar se dibujan las velas de la flota que corre una regata, y durante un instante desea estar allí, pero rechazó una propuesta de engrosar una tripulación, y no tiene confianza suficiente en sí mismo para dirigir su propio barco, de manera que en cierto sentido eligió estar solo en la playa con su madre. Siente cierta timidez frente a los deportes de competencia, y ante toda la fisonomía de la sociedad organizada, como si escondiese una fuerza que podría destrozarlo; pero, ¿cuál es la razón? ¿Es cobarde, y puede afirmarse tal cosa de alguien? ¿Uno nace cobarde, como se nace rubio o moreno? ¿Quizá la vigilancia de su madre es excesiva; tal vez lo protegió demasiado, y él ha llegado a ser un individuo vulnerable y mórbido? Pero en vista de que él conoce muy íntimamente la profundidad de la infelicidad de su madre, ¿cómo puede descuidarla mientras ella no haya encontrado otros amigos?

Piensa con dolor en su padre. Trató de conocer y amar a su padre, pero todos sus planes se vieron frustrados. La excursión de pesca fue cancelada a causa de la imprevista llegada del gobernador de Massachussets. Un mensajero llevó al Ball Park una nota que decía que su padre no podía ir. Cuando se cayó del peral y se rompió el brazo seguramente el padre lo habría visitado en el hospital si no hubiese estado en Washington. Aprendió a tirar el hilo de pescar, porque creyó que, tiro por tiro, podría conquistar paulatinamente el afecto y la estima del padre, pero éste nunca tuvo tiempo para admirarlo. Percibe como una masa de energía, pero es una energía que no impulsa engranajes ni mueve piedras. Estos tristes pensamientos se reflejan en su postura. Tiene los hombros caídos. Se le ve aniñado y solitario, y su madre lo llama. Se sienta en la arena, a los pies de su madre, y ella hunde los dedos en los cabellos claros. Después, ella hace algo repugnante. Uno desea apartar los ojos, pero no antes de ver que se quita las perlas y las abrocha alrededor del cuello dorado del muchacho. –Mira como brillan- dice, y ajusta el cierre tan irrevocablemente como las anillas se sueldan al tobillo del prisionero.
Fuera; fuera de aquí; porque, lo mismo que Clarissa y la exuberancia, emiten muy poca luz.

7. Para terminar, es decir, para terminar esta tarde (tengo que ir al dentista, y después iré a que me corten el cabello), desearía considerar la carrera de mi lacónico y viejo amigo Royden Blake. Para mayor comodidad, podemos dividir su obra en cuatro períodos. En primer lugar, las amargas anécdotas morales -seguramente escribió un centenar-, que demostraban que la mayoría de nuestros actos son pecaminosos. Como todos recordarán, siguió casi una década de esnobismo, durante la cual nunca escribió acerca de personajes que ganaron menos de sesenta y cinco mil dólares anuales. Memorizó los nombres del claustro de Groton y los barman del “21”. Puntillosos criados atendían los menores deseos de sus personajes, pero cuando uno iba a cenar a su casa descubría que las sillas se sostenían con alambres, comía huevos fritos en un plato rajado, los picaportes se le quedaban en la mano y si deseaba usar el inodoro tenía que alzar la tapa de la cisterna, arremangarse y hundir el brazo en agua fría y herrumbrosa para manipular las válvulas. Cuando acabó con el esnobismo, cometió el error que mencioné en el punto 4, y después pasó al período romántico, y escribió “El collar de Malvio d’Alfi” (con esa memorable escena del alumbramiento en un paso de la montaña), “el naufragio del S. S. Loreley”, “El rey de los troyanos” y “La faja perdida de Venus”, por mencionar sólo algunas obras. Por entonces estaba muy enfermo, y su incompetencia aparentemente se acentuaba. Su trabajo exhibía todas las características que he mencionado. En sus páginas aparecían alcohólicos, acres descripciones del paisaje norteamericano y papeles hechos a medida para Marlon Brando. Podía afirmarse que había perdido el don de evocar los aromas vitales: el agua del mar, el humo de la leña de abeto y los pechos de las mujeres. Podía afirmarse que se le había dañado el oído interno, el que nos permite oír el fuerte ruido de la cola del dragón que se mueve sobre las hojas secas. Nunca me agradó, pero era un colega y un compañero de copas, y cuando en mi casa de Kitzbühel supe que se moría fui en automóvil a Innsbruck y tomé el expreso a Venecia, donde él vivía entonces. Estábamos a fines del otoño. Frío y luminoso. Los palacios condenados del Gran Canal –espectrales, acicalados y coronados- parecían los rostros demacrados de ese estilo de nobleza que se presenta en las bodas reales de Hesse. Vivía en una pensione de un canal lateral. Había marea alta, el vestíbulo estaba inundado y llegué a la escalera gracias a una sucesión de tablas. Le llevé una botella de ginebra turinesa y un paquete de cigarrillos austríacos, pero cuando me senté en una silla pintada (rota) junto a su cama comprendí que todo eso ya no le interesaba.
-Estoy trabajando –exclamó-. Estoy trabajando. Lo veo todo muy claro. ¡escúchame!
-Sí –dije.
-Comienza así –dijo, y cambió el tono de su voz, imagino que para acompasarlo con la gravedad de la narración. El Trasalpino se detiene a medianoche en Kirchbach –dijo, y en la dirección en que yo estaba para asegurarse de que este poético hecho me había impresionado debidamente.
-Sí –dije.
-Aquí continúan el viaje los pasajeros que se dirigen a Viena –dijo con voz sonora- y los que van a Padua tienen que esperar una hora. La estación se mantiene abierta y caldeada para comodidad de estos viajeros, y hay un bar donde se puede pedir café y vino. Una noche de marzo está nevando, y en este bar tres forasteros conversan. El primero era un hombre alto y calvo, protegido por un abrigo de marta que le llegaba a los tobillos. El segundo es una bella norteamericana que se dirigía a Isvia para asistir al servicio fúnebre de su único hijo, muerto en un accidente ocurrido mientras practicaba alpinismo. El tercero, una gruesa italiana de cabellos blancos con un chal negro, y que era tratada con mucho respeto por el camarero. Le hacía una profunda reverencia cuando le servía una copa de vino barato, y le decía “Su Majestad”. El mismo día, más temprano, se habían fijado anuncios acerca de posibles avalanchas… -Entonces, apoyó la cabeza en la almohada y murió. Sí, ésas fueron sus últimas palabras, y me pareció que las últimas palabras de generaciones de cuentistas, pues ¿cómo era posible que este paso nevado y falso, con su terceto de viajeros, pudiera celebrar un mundo que se extiende alrededor de nosotros como un sueño desconcertante y estupendo?

The New Yorker, 12 de noviembre de 1960

John Cheever / La geometría del amor / Buenos Aires, Emecé, 2002



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