Ilustración de Jean-Jacques Sempé |
Patrick Süskind
Un año después aprendí a montar en bicicleta. Ya no era tan pequeño: medía un metro treinta y cinco, pesaba treinta y dos kilos y calzaba zapatos del treinta y dos y medio. Pero la bicicleta nunca me había interesado especialmente. En el fondo, esta forma de ir de un sitio a otro, en equilibrio sobre dos finas ruedas, me parecía insegura y hasta misteriosa, porque nadie había podido explicarme por qué una bicicleta, al parar, se caía enseguida si no la sostenías o la apoyabas en algún sitio y no había de caerse cuando una persona de treinta y dos kilos se sentaba encima de ella y, sin ningún soporte ni apoyo, la ponía en movimiento. En aquel entonces, yo ignoraba las leyes naturales que rigen este fantástico fenómeno, concretamente, las leyes de los giroscopios y el principio mecánico del mantenimiento del impulso inicial que aún hoy no acabo de comprender, y cuyo solo enunciado hace que, de pura confusión, empiece a sentir el hormigueo y los latigazos en el occipital.
Probablemente yo no hubiera aprendido a montar en bicicleta de no haber sido absolutamente necesario. Y fue absolutamente necesario porque yo tenía que estudiar piano. Y, para estudiar piano, tenía que ir a casa de una profesora que vivía en el extremo opuesto de Obernsee, a una hora de camino a pie, pero, en bicicleta —según cálculo de mi hermano—, podía llegar en trece minutos y medio.
Esta profesora de piano, con la que habían estudiado mi madre y mis hermanos y todo el que era capaz de pulsar una tecla en toda la región —desde el órgano de la iglesia hasta el acordeón de Rita Stanglmeier—, esta profesora, decía, se llamaba Marie-Louise Funkel, para ser exactos, señorita Marie-Louise Funkel. Ella daba mucha importancia a lo de «señorita», a pesar de que, en toda mi vida, yo no he visto mujer que tuviera menos aspecto de soltera que Marie-Louise Funkel. Era viejísima, encorvada y arrugada, con todo el pelo blanco, bigotito negro y pecho liso. Sé lo del pecho porque un día en que, por equivocación, llegué una hora antes, mientras ella aún dormía la siesta, la vi en camiseta.
Apareció en la puerta de su caserón en falda y camiseta, pero no una camiseta de señora, sedosa y con puntillas, sino de punto de algodón, como la que llevábamos los chicos para hacer gimnasia, y de aquella camiseta de gimnasia asomaban unos brazos arrugados y un cuello flaco y con pellejos. Y lo que había debajo de la camiseta era tan liso como una tabla. A pesar de todo —como ya he dicho— ella insistía en lo de «señorita» antes del Funkel porque —como solía explicar sin que nadie se lo preguntara—, de lo contrario, los hombres podían pensar que estaba casada, cuando en realidad era una muchacha soltera, en edad de merecer. Naturalmente, esta explicación era puro disparate, porque no podía haber en todo el mundo un hombre que pudiera casarse con la vieja, bigotuda y escuálida Marie-Louise Funkel.
En realidad, la señorita Funkel se llamaba «señorita Funkel» porque, aunque hubiera querido, no habría podido llamarse «señora Funkel», pues ya había una señora Funkel… o tal vez debería decir que todavía había una señora Funkel. Porque la señorita Funkel tenía madre. Y, si la señorita Funkel era vieja, no sabría decir lo que era la señora Funkel: decrépita, arcaica, fósil… Debía de tener, por lo menos, cien años. La señora Funkel era tan vieja que puede decirse que estaba en el mundo de un modo muy limitado, más bien como un mueble, como una mariposa disecada o como un jarrón de un cristal muy fino y frágil, más que como una persona de carne y hueso. No se movía, no hablaba y no sé lo que oiría o vería, porque nunca la vi más que sentada. Sentada en un sillón de orejas, al fondo de la sala del piano, junto a un reloj de pie —asomando su cabecita de tortuga, en verano, de un vestido de tul blanco y, en invierno, de una bata de terciopelo negro—, muda, quieta, olvidada. Sólo en los casos excepcionales en que un alumno había estudiado con especial aplicación y tocado los estudios de Czerny de modo impecable, al término de la clase la señorita Funkel iba hasta el centro de la habitación y gritaba en dirección al sillón de orejas: «¡Ma! —llamaba «Ma» a su madre—. ¡Da una galleta al chico, que ha tocado muy bien!» Y tenías que cruzar toda la sala hasta el rincón del sillón de orejas y extender la mano hacia la vieja momia. Y la señorita Funkel volvía a gritar «¡Dale una galleta, Ma!».
Entonces, con una lentitud indescriptible, de entre los pliegues de tul o del interior de la bata de terciopelo negro, salía una mano azulada, temblorosa y delicada como el cristal, sin que ni los ojos ni la cabeza de tortuga siguieran el movimiento, que iba hacia la derecha, por encima del brazo del sillón, en dirección a la mesita en la que había una fuente de galletas, cogía una galleta, casi siempre dos obleas rellenas de una crema blanca, transportaba la galleta lentamente por encima de la mesa, del brazo del sillón de orejas y del regazo, hacia la abierta mano infantil y la depositaba en ella como si fuera una moneda de oro. A veces, los dedos de la anciana te rozaban la mano un momento y se te ponía la carne de gallina, porque tú esperabas sentir un contacto frío, como el de un pez, y notabas un roce cálido e increíblemente delicado, fugaz y no obstante estremecedor, como de un pájaro que se te escapara, murmurabas tú «Muchas gracias, señora Funkel» y salías deprisa de aquella habitación y de aquella casa oscura, al aire y al sol.
No sé cuánto tiempo necesité para aprender el misterioso arte de la bicicleta. Lo único que sé es que aprendí solo, con una mezcla de aversión y obstinado empeño, en un pequeño desfiladero del bosque que hacía un poco de pendiente, donde nadie podía verme. Las paredes de cada lado eran escarpadas y estaban pobladas de vegetación, de manera que, en los momentos difíciles, encontraba asidero y, en las caídas, un mullido suelo de hojas y tierra blanda. Hasta que, por fin, después de muchos intentos fallidos, asombrosa y repentinamente, me sostuve. A pesar de mis reparos y escepticismo, empezaba a moverme sobre dos ruedas, ¡qué sensación de incredulidad y orgullo! En la terraza de nuestra casa y en el césped adyacente hice una demostración ante la familia reunida, entre los aplausos de mis padres y las risas de mis hermanos. Finalmente, mi hermano me instruyó en las reglas más importantes de la circulación urbana, especialmente la de ir siempre por la derecha, siendo la derecha el lado del manillar en el que se encontraba el freno de mano [2] y desde entonces, una vez por semana, el miércoles por la tarde, de tres a cuatro, iba a casa de la señorita Funkel para la lección de piano. Desde luego, para mí no contaban los trece minutos y medio que mi hermano fijara para el trayecto. Mi hermano tenía cinco años más que yo y una bicicleta con manillar de carreras y tres velocidades, mientras que yo tenía que pedalear de pie en la bicicleta de mi madre, que era demasiado grande para mí. Yo no llegaba con los pies a los pedales ni aun bajando el sillín hasta el tope y tenía que elegir entre pedalear o sentarme, lo cual hacía la locomoción ineficaz, fatigosa y ridícula. Bien lo sabía yo: tenía que arrancar pedaleando de pie, y cuando la bicicleta había tomado velocidad me sentaba en el inseguro sillín con las piernas abiertas o encogidas, hasta que se agotaba el impulso y entonces buscaba los pedales que todavía giraban y pedaleaba otra vez. Con esta técnica de pedaleo intermitente, salía de casa, bordeaba el lago, cruzaba Obernsee y llegaba a casa de la señorita Funkel en veinte minutos, ¡eso, si no ocurría ningún incidente! Y los incidentes abundaban. Porque yo podía avanzar, maniobrar, frenar, subir y bajar de la bicicleta, etcétera, pero no podía adelantar, ceder el paso ni cruzarme con alguien. En cuanto se oía el más leve zumbido del motor de un coche, en cualquier sentido, yo frenaba, me apeaba y esperaba hasta que el coche hubiera pasado. Si ante mí aparecía otro ciclista, yo paraba y esperaba hasta que hubiera pasado. Para adelantar a un peatón, antes de llegar a su lado, bajaba de la bicicleta, echaba a correr y, cuando lo había dejado atrás, volvía a montar. Tenía que tener el campo despejado delante y detrás de mí para poder circular, y si no me observaba nadie, mejor. Luego, a mitad del camino entre Unternsee y Obernsee, estaba el perro de la señora Hartlaub, un foxterrier antipático que se pasaba el día en la calle y que se lanzaba ladrando contra todo lo que tuviera ruedas. Sólo podías escapar de sus ataques acercando la bicicleta al bordillo, parando hábilmente junto a la cerca y, agarrado a ella con las piernas levantadas, esperando hasta que la señora Hartlaub llamaba a la bestia. No es, pues, de extrañar que en estas circunstancias, muchas veces no me bastaran veinte minutos para hacer el viaje hasta el otro extremo de Obernsee; y, para tener la seguridad de llegar puntualmente a casa de la señorita Funkel, me acostumbré a salir a las dos y media.
Si antes dije que, de vez en cuando, la señorita Funkel pedía a su madre que diera una galleta a un alumno, también puntualicé que ello ocurría excepcionalmente. No era lo habitual, porque la señorita Funkel era una profesora muy severa y exigente. Si estudiabas las lecciones a lo chapucero o te equivocabas en el solfeo, ella movía la cabeza de modo amenazador, se ponía muy colorada, te daba un codazo en el costado, agitaba furiosamente los dedos en el aire y te gritaba. Viví la peor de estas escenas aproximadamente un año después del comienzo de las clases, y me impresionó de tal modo que aún hoy la recuerdo con agitación. Una tarde llegué con diez minutos de retraso. El foxterrier de la señora Hartlaub me había tenido mucho rato agarrado a la cerca del jardín, me había cruzado con dos coches y había adelantado a cuatro peatones. Cuando llegué a casa de la señorita Funkel, ella paseaba por la sala con la cara colorada, moviendo la cabeza y agitando los dedos en el aire.
—¿Sabes qué hora es? —gruñó.
Yo no dije nada. No tenía reloj. No me regalaron mi primer reloj hasta que cumplí trece años.
—¡Mira! —dijo señalando la pared de la habitación en la que, junto a la inmóvil Ma Funkel, estaba el reloj—. ¡Casi las tres y cuarto! ¿Dónde estabas?
Yo, tartamudeando, empecé a hablar del perro de la señora Hartlaub, pero ella no me dejó terminar:
—¡Perro! —me atajó—. ¡Conque jugando con un perro! ¡Y comiendo un helado! ¡Si os conozco! ¡Estáis siempre en el quiosco de la señora Hirt sin pensar más que en comer helados!
¡Esto era una injusticia! ¡Decir que me había comprado un helado en el quiosco de la señora Hirt! ¡Si yo no tenía asignación! Eso lo hacían mi hermano y sus amigos. Ellos se dejaban todo el dinero en el quiosco de la señora Hirt. ¡Pero yo no! ¡Yo tenía que mendigar cada helado a mi madre o a mi hermana! ¡Y ahora, después de pedalear con sobresaltos y sudores, tener que oír la acusación de que había estado comiendo un helado en el quiosco de la señora Hirt! ¡Ante tanta injusticia, me quedé sin habla y me eché a llorar!
—¡Basta de lágrimas! —gritó la señorita Funkel—. ¡Saca tus cosas y vamos a ver lo que has aprendido! Probablemente, tampoco habrás estudiado.
En esto, desgraciadamente, no le faltaba razón. En efecto, durante la semana anterior, yo no había estudiado prácticamente nada. En primer lugar porque tenía cosas más importantes que hacer, y en segundo lugar porque las lecciones que me había puesto eran asquerosamente difíciles, de fugas y canon, mano derecha y mano izquierda, cada una por su lado, una aquí mismo, la otra, allá abajo, con un ritmo absurdo y unas pausas extrañas, y que, además, sonaban fatal. El compositor se llamaba Hässler, si no me equivoco. ¡Que lo lleve el diablo!
—¡Lo que me figuraba! —siseó ella detrás de mí, y yo sentí en la nuca su saliva nebulizada—. ¡Lo que me figuraba! Llegar tarde, comer helado, dar excusas, eso sí saben hacerlo los señoritos. Pero estudiar, no. ¡Espera, jovencito! ¡Yo te enseñaré!
Y, con estas palabras, se puso en pie de un salto, se incrustó en la banqueta a mi lado, me cogió la mano derecha con las dos suyas y fue poniendo cada dedo en la tecla dispuesta por el señor Hässler: «¡Éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y el pulgar, aquí! ¡Y el mayor, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí…!»
Cuando acabó con la mano derecha, le tocó el turno a la izquierda, con el mismo procedimiento: «¡Éste, aquí! ¡Y éste, aquí! ¡Y éste, aquí…!»
Me apretaba los dedos como si quisiera embutirme la lección en las manos, nota a nota. Fue bastante doloroso y duró una media hora. Luego, por fin, me soltó, cerró el libro y siseó: «¡El próximo día tienes que sabértelo, jovencito! ¡Y no con el libro delante, sino de memoria, y alegro, o te enterarás de quién soy yo!». A continuación, abrió una gruesa partitura a cuatro manos y la puso en el atril con brusquedad. «Ahora, diez minutos de Diabelli, a ver si aprendes de una vez a leer las notas. ¡Y pobre de ti como te equivoques!»
Yo asentí dócilmente y me enjugué las lágrimas con las mangas. Diabelli era un compositor amigo, no un verdugo como el temible Hässler. Era tan fácil que rayaba en lo simple, y, no obstante, sonaba estupendamente. A mí me gustaba Diabelli, por más que mi hermana dijera: «Aunque no sepas piano, puedes tocar a Diabelli.»
De manera que tocamos un estudio de Diabelli a cuatro manos, la señorita Funkel, a la izquierda, los graves; y yo, a la derecha, con las dos manos al unísono, los agudos. Durante un rato, todo fue como una seda. Yo me sentía cada vez más seguro y daba gracias a Dios por haber creado al compositor Antón Diabelli, pero, con la euforia, olvidé que la pequeña sonatina en sol mayor tenía notación y marcaba al principio un fa sostenido; esto significaba que, a la larga, no podías pasearte tranquilamente sólo por las blancas sino que, en determinados pasajes, sin más aviso, tenías que pulsar una negra, precisamente el fa sostenido que estaba justo debajo del sol. La primera vez que en mi parte apareció el fa sostenido, no lo reconocí, pulsé la tecla de al lado y di un fa, desafinando lamentablemente, como todo aficionado a la música puede imaginar.
—¡Típico! —resopló la señorita Funkel, interrumpiéndose—. ¡A la primera pequeña dificultad, el señor falla! ¿Es que no tienes ojos en la cara? ¡Fa sostenido! ¡Aquí está bien claro! ¿Lo ves? ¡Volvamos a empezar! Uno-dos-tres-cuatro…
Aún hoy no acabo de comprender cómo pude cometer la misma equivocación la segunda vez. Probablemente estaba tan atento a no fallar que imaginaba un fa sostenido detrás de cada nota. Si de mí hubiera dependido, no hubiera tocado más que fas sostenidos desde el principio, y tenía que hacer un esfuerzo para contenerme. Fa sostenido todavía no… todavía no… Hasta que, al llegar el momento, volví a tocar un fa en lugar de un fa sostenido.
Ella se puso colorada como un tomate y empezó a chillar: «¡Pero será posible! ¡Fa sostenido he dicho, por todos los diablos! ¡Fa sostenido! ¿Es que no sabes lo que es un fa sostenido, zoquete? ¡Escucha! —deng-deng. Y, con un índice que, tras décadas de enseñanza, tenía la yema tan aplastada como una moneda de diez pfennig, pulsaba la negra que estaba al lado del sol—. Esto es un fa sostenido…! deng-deng—. Esto
es… —Entonces tuvo ganas de estornudar. Estornudó, se pasó rápidamente el mencionado dedo índice por el bigote y pulsó la tecla otras dos o tres veces mientras chillaba—: ¡Esto es un fa sostenido, esto es un fa sostenido…!» Luego, se sacó el pañuelo de la manga y se sonó.
Yo me quedé mirando el fa sostenido y me puse blanco. En el borde de la tecla había quedado pegado un moco fresco, reluciente, entre verde y amarillo, de un dedo de largo, ancho como un lápiz y retorcido como un gusano que, con el estornudo, habría pasado de la nariz de la señorita Funkel al bigote, luego, al limpiarse, del bigote al dedo y del dedo al fa sostenido.
—¡Otra vez desde el principio! —gruñó la voz a mi lado—. Uno-dos-tres-cuatro… —y empezamos a tocar.
Los treinta segundos siguientes fueron los peores de mi vida. Yo notaba que la cara se me quedaba sin sangre y que la nuca me sudaba de angustia. Se me erizaba el pelo, las orejas me ardían, luego se congelaban y al fin se quedaban sordas, como si me las hubieran tapado, de tal modo que apenas oía ya la graciosa melodía de Antón Diabelli que yo tocaba mecánicamente, sin mirar la partitura. Era la tercera vez y los dedos se movían solos; pero yo, con ojos muy abiertos, miraba la fina tecla negra al lado del sol que tenía pegado el moco de Marie-Louise Funkel… todavía siete compases, seis… imposible pulsar la tecla sin apoyar el dedo en el moco… todavía cinco compases, cuatro… pero, si no la tocaba y, por tercera vez, tocaba un fa en lugar de un fa sostenido, entonces… tres compases… ¡oh, Dios mío, haz un milagro! ¡Di algo! ¡Haz algo! ¡Que se abra la tierra! ¡Destruye el piano! ¡Haz que el tiempo corra hacia atrás para que yo no tenga que tocar el fa sostenido!… dos compases, uno… y el Buen Dios callaba y no hacía nada, y el último y terrible compás había llegado, compuesto, todavía lo recuerdo, por seis corcheas que bajaban del la hasta el fa sostenido y una semicorchea que desembocaban en el sol…, y mis dedos bajaron por la escala de corcheas como en un infierno, re-do-si-la-sol… «¡Ahora fa sostenido!», gritó la voz a mi lado… y yo, sabiendo perfectamente lo que hacía, con absoluto desprecio de la muerte, toqué fa.
Casi no tuve tiempo de retirar los dedos de las teclas antes de que cayera violentamente la tapa del piano, al tiempo que la señorita Funkel se levantaba como movida por un resorte.
—¡Lo haces adrede! —chilló con tanta fuerza que hizo un gallo y, a pesar de mi sordera, me hirió los tímpanos—. ¡Lo haces adrede, crío asqueroso! ¡Mocoso estúpido! ¡Cochino sinvergüenza…!
Y empezó a dar vueltas a la mesa que estaba en el centro de la habitación y, a cada dos palabras, descargaba un puñetazo en el tablero.
—¡Pero a mí no me tomas el pelo, ya lo verás! ¡No creas que conmigo vas a poder! ¡Llamaré a tu madre! ¡Llamaré a tu padre! ¡Haré que te den una tanda de azotes que estés una semana sin poder sentarte! ¡Tres semanas castigado! ¡Y, cada día, tres horas de escalas de sol mayor, la mayor, fa sostenido, do sostenido y sol sostenido, hasta que lo sepas incluso dormido! ¡Te enterarás de quién soy yo, jovencito! Ya verás… ahora mismo… con mis propias manos…
Aquí se quedó sin voz, empezó a mover los brazos y se le puso la cara granate, como si fuera a estallar, y entonces cogió una manzana del frutero y la lanzó contra la pared con tanta furia que la manzana reventó y dejó una mancha marrón a la izquierda del reloj, muy cerca de la cabeza de tortuga de la madre.
Entonces, como si se hubiera accionado un resorte, la montaña de tul se movió un poco y, por entre los pliegues del vestido, apareció la mano espectral que, automáticamente, fue hacia la derecha, donde estaban las galletas…
Pero la señorita Funkel no lo vio, sólo lo vi yo. Ella había abierto la puerta y, señalando hacia fuera con el brazo extendido, jadeó: «¡Coge tus cosas y desaparece!» Y cuando yo salí tambaleándome, cerró la puerta violentamente.
Yo temblaba de pies a cabeza. Las rodillas se me doblaban, apenas podía andar, y no digamos montar en bicicleta. Con mano torpe sujeté los cuadernos al porta-paquetes y empecé a empujar la bicicleta. Y, mientras empujaba, en mi cabeza bullían los más sombríos pensamientos. Lo que me enfurecía, lo que me hacía temblar de rabia, no era la bronca de la señorita Funkel, ni las amenazas de paliza y castigo. No era miedo. Era el desolador descubrimiento de que el mundo era un asco, de que todo era maldad e injusticia. Y la culpa la tenían los demás. Todos los demás. Sin excepción. Empezando por mi madre que no me compraba una bicicleta decente y siguiendo por mi padre, que siempre estaba de acuerdo con ella; mis hermanos, que a espaldas mías se reían de que yo tuviera que pedalear de pie; el asqueroso chucho de la señora Hartlaub que la tenía tomada conmigo; los paseantes que taponaban la avenida del lago y me retrasaban; el compositor Hässler, que me atormentaba con sus fugas; la señorita Funkel, con sus falsas acusaciones y su moco en el fa sostenido… y terminando por el Buen Dios, sí, hasta el llamado Buen Dios que, para una vez que lo necesitabas y le pedías ayuda, no se le ocurría nada mejor que hacer que guardar un silencio cobarde y dar curso libre al injusto destino. ¿Para qué necesitaba yo a toda aquella chusma que se confabulaba contra mí? ¿Qué me importaba este mundo? No se me había perdido nada entre tanta ruindad. ¡Que los otros se asfixiaran en su vileza! ¡Que pegaran mocos donde quisieran! ¡Pero sin mí! ¡Yo me retiraba del juego! Diría adiós al mundo. Me suicidaría. Y enseguida.
Una vez tomada la decisión, me sentí aliviado. La sola idea de que no tenía más que «abandonar este mundo» —como delicadamente decían algunos— para librarme de una vez por todas de sus injusticias y marranadas resultaba extrañamente consoladora y liberadora. Cesó mi llanto y se calmaron mis temblores. En el mundo volvía a haber esperanza. Pero tenía que ser enseguida. Ya. Antes de que cambiara de idea.
Me encaramé a los pedales y me alejé. Al llegar al centro de Obernsee, no tomé el camino de mi casa sino que torcí a la derecha, crucé el bosque, subí la cuesta y, traqueteando por un sendero, salí al camino de la escuela en dirección a la caseta del transformador. Allí estaba el árbol más alto que yo conocía, un gigantesco abeto rojo. Treparía a aquel árbol y me tiraría desde lo alto. Nunca se me hubiera ocurrido otra muerte. Yo sabía que uno también puede ahogarse, clavarse un cuchillo, ahorcarse, asfixiarse o electrocutarse; esta última modalidad me la había explicado mi hermano una vez in extenso. «Pero para eso necesitas un neutro —me dijo—. Es esencial; sin neutro, imposible, o todos los pájaros que se paran en los cables de la electricidad caerían muertos, y no se mueren. ¿Y por qué no? Pues porque no tienen neutro. Tú, en teoría, hasta podrías colgarte de un cable de alta tensión de cien mil voltios sin que te pasara nada, si no tienes neutro.» Eso decía mi hermano. Pero a mí aquello de la electricidad me parecía muy complicado. Para empezar, no sabía lo que era un neutro. No; lo mío no podía ser más que tirarme desde lo alto de un árbol. Tenía experiencia en caídas. La caída no me asustaba. Para mí, era la mejor manera de «abandonar este mundo».
Dejé la bicicleta apoyada en la caseta del transformador y me abrí paso por entre los arbustos hasta el abeto rojo. Era ya tan viejo que no tenía ramas bajas y tuve que empezar por trepar a un abeto más bajo que estaba al lado y pasar de rama en rama. Luego, todo fue fácil. Con aquellas ramas tan resistentes que ofrecían tan buen asidero, subía casi con tanta facilidad como por una escala y no paré hasta que sobre mí empezó a brillar la luz a través de las ramas y el tronco se hizo más fino y flexible. Todavía no había llegado a la copa, pero cuando miré abajo por primera vez, no pude ver el suelo sino una especie de alfombra verde y marrón tejida de ramas, agujas y piñas que se extendía a mis pies. Imposible saltar desde aquí. Sería como saltar desde encima de las nubes sobre un lecho de falsa solidez, con posterior caída en lo desconocido. Pero yo no quería caer en lo desconocido. Yo quería ver dónde y cómo caía. La mía tenía que ser una caída libre según las leyes de Galileo Galilei. Por lo tanto, bajé hasta la zona oscura, abrazado al tronco y mirando abajo en busca de hueco para una caída libre. Un par de ramas más abajo lo encontré: un hueco ideal, profundo como un pozo, perpendicular hasta el suelo, donde las nudosas raíces del árbol garantizaban un golpe seco y mortal de inmediato. Pero tendría que separarme un poco del tronco, deslizándome por la rama hacia fuera antes de saltar, para poder caer sin obstáculos.
Lentamente, me puse de rodillas, me senté en la rama, me apoyé en el tronco y recapacité. Hasta aquel momento, no había tenido ocasión de reflexionar sobre lo que iba a hacer, preocupado como estaba por la ejecución del acto en sí. Pero ahora, antes del instante decisivo, volvían a arremolinarse los pensamientos y yo, tras maldecir una vez más el mundo cruel y a todos sus habitantes, me puse a pensar en el entrañable acto de mi entierro. ¡Oh, sería un entierro precioso! Repicarían las campanas, sonaría el órgano, el cementerio de Obernsee no podría acoger a tanta gente. Yo estaría en un lecho de flores, en un ataúd de cristal tirado por un caballo negro, y a mi alrededor todo sería llanto. Llorarían mis padres, llorarían mis hermanos, llorarían los niños de la clase, llorarían la señora Hartlaub y la señorita Funkel, parientes y amigos habrían venido de lejos para llorar y todos se darían golpes en el pecho y lanzarían gritos plañideros: «¡Ay, nosotros tenemos la culpa de que este ser querido e incomparable ya no esté con nosotros! ¡Ay! ¡Si le hubiéramos tratado mejor, si no hubiéramos sido tan malos e injustos con él, todavía viviría, este ser tan bueno y tan dulce, este ser único y querido!» Y, al borde de mi tumba, estaría Carolina Kückelmann, que me lanzaría un ramo de flores y una última mirada y diría llorando con su voz ronca y dolorida: «¡Ay, querido mío! ¡Ser incomparable! ¡Si aquel lunes hubiera ido contigo!»
¡Maravillosas fantasías! Yo me abandonaba a ellas, e introducía variaciones en el entierro, desde la capilla ardiente hasta el banquete fúnebre, en el que se me haría un fabuloso panegírico, y yo mismo me emocioné de tal modo que, aunque no llegué a llorar, se me humedecieron los ojos. Sería el entierro más hermoso que se hubiera visto en nuestra región y, al cabo de los años, todavía se hablaría de él con admiración… Lástima que yo no pudiera tomar parte en él, porque estaría muerto. Desgraciadamente, esto era seguro. En mi entierro
tenía que estar muerto. No podía conseguir las dos cosas: vengarme del mundo y seguir en el mundo. ¡Pues la venganza!
Me separé del tronco del abeto. Lentamente, centímetro a centímetro, me fui hacia fuera, apoyándome en el tronco y dándome impulso al mismo tiempo con la mano derecha y asiendo con la izquierda la rama en la que estaba sentado. Llegó el momento en el que ya no tocaba el tronco más que con la yema de los dedos… y, luego, ni eso… y entonces me quedé sentado sin apoyo lateral, agarrado a la rama con las dos manos, libre como un pájaro y con el vacío a mis pies. Miré abajo con precaución, calculé que la distancia hasta el suelo era como de tres veces la altura del tejado de nuestra casa, y el tejado de nuestra casa estaba a diez metros. Es decir, treinta metros. Según las leyes de Galileo Galilei, ello significaba que el tiempo de la caída sería exactamente de 2,4730986 segundos [3] , por lo que chocaría contra el suelo a una velocidad de 87,34 kilómetros por hora [4] .
Estuve mucho rato mirando hacia abajo. El vacío atraía. Era una tentación. Parecía decir «¡ven, ven!». Era como si tirara de unos hilos invisibles, «¡ven, ven!». Y era fácil. Facilísimo. Sólo con inclinar un poco el cuerpo hacia delante, perdería el equilibrio y ya estaría… «¡Ven, ven!»
¡Sí! ¡Allá voy! ¡Es que todavía no puedo decidir cuándo! ¡No sé el momento! No puedo decir: «¡Ahora! ¡Ahora salto!»
Decidí contar hasta tres, como cuando hacíamos carreras o nos zambullíamos en el agua y, al decir «tres», dejarme caer. Aspiré y conté:
—Uno… dos… —Entonces me interrumpí otra vez porque no sabía si saltar con los ojos abiertos o cerrados. Después de pensarlo un poco, decidí contar con los ojos cerrados, soltarme al decir «tres» y no abrirlos hasta que empezara la caída. Cerré los ojos y conté: «Uno… dos…»
Entonces oí unos golpes. Venían de la carretera. Eran unos golpes secos, acompasados, «tac-tac-tac-tac», que sonaban a un ritmo dos veces más rápido que mi cuenta: un «tac» con el «uno», otro «tac» entre el «uno» y el «dos», otro con el «dos», otro entre el «dos» y el inminente «tres» —lo mismo que el metrónomo de la señorita Funkel: «Tac-tac-tac-tac.» Era como si aquellos golpes se burlaran de mi cuenta. Abrí los ojos, y al instante cesaron los golpes. En su lugar sólo se oyó un roce, un crepitar de ramas, un jadeo fuerte, como de un animal; y, de pronto, debajo de mí apareció el señor Sommer, treinta metros más abajo, en la vertical, de manera que, al saltar, no me hubiera matado yo solo, sino también a él. Me así con fuerza a mi rama y me quedé quieto.
El señor Sommer estaba inmóvil, jadeando. Cuando su respiración se sosegó un poco, la contuvo bruscamente y movió la cabeza espasmódicamente hacia todos los lados, sin duda, para escuchar. Luego, se agachó y miró hacia la izquierda por debajo de los arbustos, hacia la derecha, por entre los troncos, se deslizó como un indio alrededor del árbol y volvió a quedarse en el mismo sitio, miró y escuchó una vez más en derredor (¡pero no hacia arriba!), y cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía y de que no había nadie cerca de allí, con tres rápidos movimientos soltó el bastón, se quitó el sombrero de paja y la mochila y se tendió entre las raíces, en el suelo del bosque, como en una cama. Pero en aquella cama no descansaba. Apenas se echó, lanzó un suspiro largo y estremecedor. No; no era un suspiro, porque en un suspiro se aprecia el alivio, era más bien un gemido, un sonido profundo, quejumbroso, en el que se mezclaban la desesperación y el ansia de consuelo. Otra vez, el mismo sonido escalofriante, aquel quejido suplicante, como el de un enfermo atormentado por el dolor, y tampoco ahora hubo alivio, ni sosiego, ni un segundo de paz, sino que ya volvía a levantarse, cogía la mochila, sacaba bruscamente el bocadillo y una cantimplora, empezaba a comer, a devorar, a engullir el pan, y a cada bocado miraba en derredor con desconfianza, como si en el bosque acecharan enemigos, como si tras él viniera un temible perseguidor al que sólo había sacado una ventaja efímera y que, en cualquier momento, podía aparecer allí, en aquel lugar. A los pocos instantes se había comido el bocadillo, bebió un trago y, siempre con aquella prisa frenética, como hostigado por el pánico, se dispuso a marcharse; guardó la cantimplora y, mientras se ponía en pie, se colgó la mochila a la espalda, y con el mismo movimiento cogió el bastón y el sombrero y, deprisa, jadeando, echó a andar por entre los arbustos con un murmullo de hojas, un crujido de ramas y, después, ya en la carretera, los golpes del bastón en el asfalto, acompasados, con cadencia de metrónomo: «tac-tac-tac-tac-tac…», que se alejaban rápidamente.
Yo me quedé sentado en la rama, apoyando fuertemente la espalda en el tronco del abeto —no sé cómo había vuelto hasta allí. Estaba temblando. Tenía frío. De pronto, se me había quitado el deseo de saltar. Me parecía ridículo. No comprendía cómo podía habérseme ocurrido una idea tan tonta: ¡suicidarme por un moco! Porque ahora acababa de ver a un hombre que estaba huyendo continuamente de la muerte.
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