lunes, 22 de agosto de 2022

Patrick Süskind / El señor Sommer bajo la lluvia




Patrick Süskind
EL SEÑOR SOMMER BAJO LA LLUVIA

Una sola vez le oí al señor Sommer una frase completa, una frase clara y bien articulada que aún me suena en los oídos. Fue un domingo de finales de julio, por la tarde, durante una fuerte tormenta. El día había amanecido hermoso, radiante, sin una sola nube en el cielo y al mediodía hacía aún tanto calor que no hubieras hecho más que beber té frío con limón. Mi padre, como tantos otros domingos, me había llevado a las carreras de caballos, porque él iba a las carreras todos los domingos. Desde luego, no a apostar —dicho sea de paso— sino por afición. Aunque él nunca había montado a caballo, era un apasionado de la hípica y un entendido. Por ejemplo, podía recitar de memoria, al derecho y al revés, todos los ganadores del Derby alemán desde 1869 y los del Derby inglés y del Prix de l’Arc de Triomphe francés, por lo menos, los más importantes, desde 1910. Sabía qué caballo prefería la tierra blanda y qué caballo la tierra seca, por qué los caballos viejos saltaban obstáculos y los jóvenes no corrían más de 1.600 metros, cuánto pesaba el jockey y por qué la esposa del propietario llevaba en el sombrero una cinta con los colores rojo, verde y oro. Su biblioteca sobre hípica constaba de más de quinientos tomos, y hacia el fin de su vida llegó incluso a tener un caballo —mejor dicho, medio— que, para indignación de mi madre, compró por seis mil marcos, para hacerlo correr en las carreras con sus colores, pero ésta es otra historia que contaré otro día.

Decía que habíamos estado en las carreras, y cuando a última hora de la tarde volvíamos a casa, aún hacía calor, incluso más calor y más bochorno que al mediodía, pero el cielo ya se había cubierto con una fina bruma y hacia el oeste se alzaban unas nubes gris plomo con bordes de color amarillo purulento.

Al cabo de media hora mi padre tuvo que encender los faros porque, de pronto, las nubes estaban muy cerca y cubrían el horizonte como un telón, proyectando grandes sombras sobre la tierra. De las montañas llegaron ráfagas de viento que abrieron anchas estrías en los trigales, como si los peinaran, y los arbustos y matorrales se estremecieron. Casi al mismo tiempo empezó la lluvia, no la lluvia verdadera, sino, al principio, sólo unas gotas gruesas como granos de uva que reventaban en el asfalto, en el capó y en el parabrisas. Y entonces estalló la tormenta. Después, los periódicos dijeron que fue el peor temporal que había habido en nuestra región desde hacía veintidós años. No sé si será verdad, porque entonces yo no tenía más que siete años, pero sé que en toda mi vida no he vuelto a ver una tormenta como aquélla, y menos desde un coche, en plena carretera. El agua ya no caía del cielo a gotas sino a raudales. En muy poco tiempo la carretera quedó inundada. El coche levantaba altos surtidores a cada lado, verdaderas paredes de agua, y el parabrisas parecía estar sumergido, a pesar del frenético vaivén de las escobillas.

Ilustración de Jean-Jacques Sempé




Pero aún empeoró la cosa, porque después de la lluvia vino el granizo que, más que verlo, lo oías, ya que el murmullo del agua se convirtió en rugido, con un frío glacial que te arañaba la piel. Y luego se hizo visible; al principio, las piedras eran como cabezas de alfiler, pero enseguida fueron como guisantes, como balas y, finalmente, enjambres de bolas lisas y blancas que rebotaban en el capó formando un confuso remolino que mareaba. Imposible seguir avanzando ni un metro. Mi padre paró el coche al borde de la carretera, pero qué digo borde de la carretera, si ya no se veía carretera, y borde, no digamos; ni campos, ni árboles, ni nada. No se veía ni a dos metros de distancia y, en estos dos metros, sólo millones de heladas bolas de billar que danzaban por el aire y chocaban contra el coche con un ruido escalofriante. Dentro, los golpes resonaban con tanta fuerza que ni hablar podíamos. Era como estar sentados dentro de un enorme tambor que tocara un gigante, y nos mirábamos mudos, tiritando y confiando en que nuestro caparazón no fuera destrozado.

Al cabo de dos minutos todo había terminado. Bruscamente, cesó la granizada y amainó el viento. Sólo caía una lluvia fina. El campo de trigo que habían peinado las ráfagas de viento estaba como si lo hubieran pisoteado. En un campo de maíz que había más allá no quedaban más que los tallos. La carretera estaba cubierta de lo que parecían astillas de vidrio. Todo era hielo, hojas, ramas y mazorcas. En la carretera, a lo lejos, a través del velo de la llovizna, distinguí a un hombre que caminaba. Se lo dije a mi padre, y los dos nos quedamos mirando aquella figura lejana. Nos parecía un milagro que pudiera haber alguien andando por allí: más aún, que después de semejante granizada quedara algo en pie, ya que alrededor todo estaba tronchado y machacado. Mi padre puso en marcha el coche. Las ruedas hacían crujir el hielo. Cuando nos acercamos a la figura, reconocí el pantalón corto, las piernas nudosas, ahora relucientes de lluvia, la capa impermeable negra con el bultito de la mochila y el paso vivo del señor Sommer.

Cuando lo alcanzamos, mi padre me ordenó bajar el cristal. El aire era helado. «¡Señor Sommer! —gritó mi padre—. ¡Suba! ¡Lo llevaremos!» Yo pasé al asiento trasero para cederle mi sitio. Pero el señor Sommer no contestó. Ni se paró. Apenas nos miró. Siguió andando sobre el granizo, con paso ligero, dándose impulso con el bastón. Mi padre lo seguía en el coche. «¡Señor Sommer! —gritaba por la ventanilla abierta—. ¡Suba usted! ¡Con este tiempo! ¡Lo llevaremos a su casa!»

Pero el señor Sommer no se dio por enterado. Siguió su marcha, imperturbable. Me pareció que movía un poco los labios y murmuraba una de sus incomprensibles respuestas. Pero no se oyó nada, quizá fuera que los labios le temblaban de frío. Entonces mi padre se inclinó hacia la derecha —manteniendo el coche al lado del señor Sommer—, abrió la portezuela del copiloto y gritó: «¡Suba ya, por Dios! ¡Está empapado! ¡Se está jugando la vida!»

Ahora bien, la expresión «Se está jugando la vida» era insólita en mi padre. Yo nunca le había oído decir: «¡Te estás jugando la vida!» «Es una frase hecha —solía decir cada vez que oía o leía estas palabras—. Y una frase hecha, que no se os olvide, es algo que ha salido tantas veces de los labios y la pluma de todo quisque que ya ha perdido su significado. Es tan tonto —proseguía, ya lanzado— como decir: “¡Toma una taza de té, cariño, que te sentará bien!” o: “¿Cómo está hoy nuestro enfermo, doctor? ¿Cree que saldrá de ésta?” Son frases que no salen de la vida sino de las novelas malas y de las películas americanas cursis, y por ello, que no se os olvide, no quiero oíroslas nunca.»

Así nos instruía mi padre respecto a frases del tipo de: «Te estás jugando la vida.» Y ahora, bajo la lluvia, en la carretera cubierta de granizo, conduciendo junto al señor Sommer, mi padre había gritado por la portezuela abierta del coche una frase hecha: «¡Se está jugando la vida!» Entonces el señor Sommer se detuvo. Creo que fue al oír lo de «jugarse la vida», y se paró con tanta brusquedad que mi padre tuvo que frenar en seco para no dejarlo atrás. Y entonces el señor Sommer se pasó el bastón de la mano derecha a la izquierda, se volvió hacia nosotros y, con voz clara y fuerte, golpeando el suelo con el bastón varias veces con furor y desesperación, nos gritó: «¡Bueno, pues déjenme en paz de una vez!» Más no dijo. Sólo esto. Luego, cerró la puerta que le habíamos abierto, volvió a cambiarse el bastón a la mano derecha y siguió andando sin mirar hacia el lado ni hacia atrás.

—Ese hombre está loco —dijo mi padre.

Cuando lo adelantamos, por el cristal trasero pude verle la cara. Tenía la mirada baja y sólo la levantaba cada dos o tres pasos, para comprobar, con ojos furiosos, que no se desviaba de su camino. El agua le resbalaba por las mejillas y le goteaba de la nariz y de la barbilla. Tenía la boca entreabierta. Y otra vez me pareció que movía los labios. Quizá hablaba solo mientras caminaba.

Patrick Süskind
La historia del señor Sommer
Seix Barral, Barcelona, 1991, pp. 31-41



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