DON WINSLOW
heriberto ochoa, z-1
Tamaulipas, México
Noviembre de 2004
Heriberto Ochoa observa desde un banco en la tercera fila de la iglesia mientras Salvador Herrera sostiene a la pequeña sobre la pila bautismal y el sacerdote pronuncia unas palabras. Como dicta la tradición, tanto la niña como el padrino van de blanco, y, a Ochoa, la constitución achaparrada de Herrera le recuerda a una vieja nevera.
La iglesia está abarrotada, como corresponde al bautizo de la hija de un poderoso narco. Osiel Contreras se halla a un lado de la pila e irradia orgullo paterno.
Ochoa recuerda el momento en que conoció a Osiel Contreras hace más de un año. A la sazón, él era teniente del Grupo Aerotransportado de las Fuerzas Especiales de México y Contreras acababa de hacerse con el liderazgo del cártel del Golfo tras la detención y extradición de Garza.
Coincidieron en una barbacoa celebrada en un rancho situado al sur de la ciudad y Contreras mencionó que necesitaba protección.
—¿Qué tipo de hombres necesitas? —preguntó Ochoa.
Bebió un trago de cerveza. Estaba fría.
—A los mejores —respondió Contreras—. Solo a los mejores.
—Los mejores —dijo Ochoa— están en el ejército.
No estaba alardeando; era un hecho. Si quieres tener pandilleros, drogadictos, matones y malandros —haraganes inútiles— en nómina, puedes recogerlos en cualquier esquina. Si quieres hombres de la élite, tienes que acudir a una fuerza de élite. Ochoa era la élite; había recibido entrenamiento antiinsurgencia de las fuerzas especiales estadounidenses y los israelíes.
Lo mejor de lo mejor.
—¿Cuál es tu sueldo anual? —preguntó Contreras. Cuando Ochoa respondió, Contreras meneó la cabeza y dijo—: Yo me gasto más alimentando a mis pollos.
—¿Y los pollos te protegen?
Contreras se echó a reír.
Ochoa desertó y empezó a trabajar para el cártel del Golfo. Su primera tarea consistió en reclutar a otros como él.
De todos modos, el ejército mexicano estaba plagado de desertores. Armado con cañonazos de dólares, Ochoa no tardó en seducir a treinta compañeros para que renunciaran a sus largas jornadas, sus desvencijados barracones y su nefasta paga. En unas semanas había reclutado a otros cuatro tenientes, cinco sargentos, cinco cabos y veinte soldados rasos, que se llevaron consigo mercancía valiosa: rifles AR-15, lanzagranadas y equipos de vigilancia avanzados.
Las condiciones de Contreras eran generosas.
Además del salario, daba a cada recluta tres mil dólares estadounidenses extra para que los ingresara en el banco, los invirtiera en el norte o comprara droga.
Ochoa adquirió dieciocho kilos de cocaína.
Ahora iba camino de convertirse en un hombre rico.
El trabajo en sí era relativamente fácil: proteger a Contreras y cobrar el piso, el impuesto que debían pagar los traficantes por hacer negocios en el Golfo. La mayoría lo abonaban de buen grado y a los recalcitrantes los llevaban al hotel Nieto, en Matamoros, y los convencían, a menudo introduciéndoles en la boca el cañón de una pistola.
Cuando llevaba solo unos meses en su puesto, Contreras le ordenó que eliminara a un traficante rival. Ochoa se llevó a veinte hombres y asedió la vivienda. Los ocupantes de la casa fortificada, alrededor de una docena, dispararon y contuvieron a los hombres de Ochoa. Luego se dirigió a la parte posterior, encontró el depósito de propano e hizo saltar por los aires la casa y a sus inquilinos.
Misión cumplida.
Con la recompensa del agradecido Contreras compró más cocaína y la historia les reportó una ventajosa notoriedad.
Y ahora se han convertido en mucho más que simples guardaespaldas. Los treinta miembros originales superan ahora los cuatrocientos, y a Ochoa empieza a preocuparle un poco la dilución de la calidad. Para contrarrestarlo, ha creado tres bases de entrenamiento en ranchos propiedad del cártel, donde los nuevos reclutas afinan sus habilidades en materia de táctica, armamento y recabado de información y son adoctrinados en la cultura del grupo.
Esa cultura es la de una fuerza de élite.
En las misiones se oscurecen el rostro y llevan ropa y pasamontañas negros. El protocolo militar se cumple a rajatabla, con rangos, saludos y cadena de mando. También se respetan la lealtad y la camaradería, la ética de no dejar a ningún hombre atrás. Hay que sacar a un camarada del campo de batalla vivo o muerto. Si está herido, recibe el mejor tratamiento con los mejores médicos; si está muerto, se ocupan de su familia y vengan su muerte.
Sin excepción.
A medida que crecía el número de soldados, su papel se iba ampliando. Aunque la misión principal es y será siempre la protección de Osiel Contreras y sus compinches, el contingente de Ochoa se ha involucrado en lucrativos mercados paralelos. Con la aprobación del jefe —el cual, ¿por qué no?, recibe abultados sobres de dinero—, los hombres se dedican ahora a los secuestros y la extorsión.
Propietarios de comercios, bares y discotecas de Matamoros y otras ciudades pagan a los hombres de Ochoa por recibir «protección». De lo contrario, sus negocios podrían sufrir robos y arder hasta los cimientos, y sus clientes recibir palizas. Los locales de apuestas, los prostíbulos y las tienditas, los establecimientos que venden pequeñas cantidades de droga a los yonquis, pagan.
Temen no hacerlo.
Los hombres de Ochoa se han ganado una merecida reputación de brutalidad. La gente habla de la paleta, que, según dicen, es una de las técnicas predilectas de Ochoa: desnudan a la víctima y la matan a golpes con un tablón.
Pero, para ser verdaderamente famoso, un grupo necesita un nombre.
En el ejército, el identificador de radio de Ochoa era «Zeta Uno», así que se lo apropiaron y se bautizaron como los Zetas.
En su condición de Zeta original, Ochoa se dio a conocer como Z-1.
Los otros treinta miembros originales adoptaron como apodo el orden en que llegaron: Z-2, Z-3, etcétera. Se convirtió en un rango de veteranía.
Z-1 es alto y atractivo, con una tupida cabellera negra, rostro aguileño y constitución musculosa. Hoy lleva un traje caqui, camisa azul marino y su pistola FN cinco-siete del ejército en una funda debajo del brazo izquierdo. Está sentado en una iglesia abarrotada y trata de no dormirse mientras el sacerdote parlotea sin cesar.
Pero eso es lo que hacen los sacerdotes: parlotear sin cesar.
El oficio termina por fin y los participantes empiezan a abandonar el templo.
—Vamos a dar un paseo —dice Contreras.
Ochoa, un fanático de la información, conoce la historia de su jefe. Nacido en la más extrema pobreza y huérfano en un cochambroso rancho del Tamaulipas rural, Osiel Contreras fue criado por un tío suyo que detestaba la idea de tener que alimentar una boca más. El joven Osiel trabajó de friegaplatos y luego huyó a Arizona, donde empezó a traficar con marihuana y acabó en un centro penitenciario yanqui. Con la llegada del TLCAN, Contreras y docenas más fueron trasladados a una prisión mexicana. Cuenta la leyenda que tuvo un romance con la mujer del alcaide y, cuando este lo descubrió, propinó una paliza a su esposa, tras lo cual Contreras ordenó su asesinato.
Al salir de la cárcel, Herrera le consiguió empleo, presuntamente en un taller, pero en realidad traficaba para Garza. Ambos treparon hasta la cima. Se decía a menudo que estaban sentados a los pies de Dios: Herrera a la derecha y Contreras a la izquierda.
—Herrera viene con nosotros —dice Contreras ahora.
Últimamente, Contreras está cada vez más molesto con su viejo amigo. Ochoa lo entiende: Herrera siempre ha sido un déspota, sobre todo desde que asumió el liderazgo, y ha empezado a tratar a Contreras más como un subordinado que como un socio, lo interrumpe en las reuniones y desprecia sus opiniones.
Aun así, son amigos.
Fregaron platos juntos, estuvieron juntos en la cárcel y aprendieron con mucho esfuerzo a las órdenes de Garza, un hombre duro.
Los tres se montan en la nueva troca del año de Contreras, un Dodge Durango.
—Seguirá siendo un pueblerino toda su vida —farfulla Ochoa al embutir sus largas piernas en el estrecho compartimento posterior.
Contreras se sitúa al volante; le encanta conducir camionetas.
En las pocilgas rurales en las que se criaron, uno podía considerarse afortunado si tenía un par de zapatos. Incluso una bicicleta era un sueño. Cubiertos de polvo, observaban a los grandes pasar con sus camionetas nuevas y pensaban: «Algún día ese seré yo».
Así que Contreras tiene flotas de camionetas y todoterrenos, tiene chóferes e incluso un avión privado con piloto, pero, cuando le brindan la oportunidad de ponerse al volante de un pick-up, la aprovecha.
Al salir de la ciudad rumbo al rancho de Contreras, Herrera está hablador:
—¿Os habéis enterado de la noticia? Alguien intentó asesinar a Adán Barrera.
—No fui yo —dice Contreras—. Su gente paga el piso. Si Adán incrementa su volumen, es más dinero para nosotros.
—¿Y si quiere recuperar el trono? —pregunta Herrera.
—No quiere.
—¿Cómo lo sabes?
—Envió personalmente a Diego Tapia —responde Contreras.
—A mí no ha venido a verme —afirma Herrera—. Deberías habérmelo dicho.
—Te lo estoy diciendo ahora —replica Contreras—. ¿Crees que me gusta pasearte por ahí en coche?
Herrera hace un mohín y cambia de tema.
—La ceremonia ha estado bien, aunque prefiero las bodas. Puedes follarte a las damas de honor.
—O al menos intentarlo —dice Contreras.
—Con intentarlo no vale —responde Herrera entre risas—. Hay que hacerlo.
—Odio esa puta filosofía de motivación —dice Osiel.
Ochoa saca lentamente la pistola de la funda y la deposita a su lado.
—Lo que les gusta es mi pollón —dice Herrera—. Deberías…
Ochoa apunta a la nuca de Herrera y aprieta dos veces el gatillo.
Trozos de cerebro, sangre y cabello rocían el parabrisas y el salpicadero.
Contreras detiene la camioneta. Ochoa sale y arrastra el cuerpo de Herrera hasta unos arbustos. Cuando vuelve, el jefe está quejándose del estropicio.
—Ahora tendré que llevarla a limpiar otra vez.
—Me desharé de ella en algún sitio.
—Es una buena camioneta —dice Contreras—. Llévala a limpiar con vapor y que cambien el parabrisas.
A Ochoa le entra la risa. El chaca se pasó unos treinta y siete minutos trabajando en un taller y se considera un experto en reparación de vehículos.
Además es un tacaño.
Ochoa lo entiende. Él también se crio en la pobreza.
Nació el día de Navidad y era hijo de unos campesinos de Apan, donde la vida prometía escasas oportunidades, excepto hacer pulque o entrar en el mundo de los rodeos. Ochoa no veía futuro en ninguna de las dos cosas, ni tampoco como aparcero, así que, nada más cumplir diecisiete años, huyó y se alistó en el ejército, donde al menos tenía sábanas limpias y, aunque las comidas fueran malas, las servían tres veces diarias.
Era un soldado nato; le gustaban el ejército, la disciplina, el orden y la limpieza, tan distintos del polvo y la mugre que inundaban la humilde casita en la que se crio. Le gustaban los uniformes, la ropa pulcra y la camaradería. Y, si tenía que cumplir órdenes, venían de hombres a los que respetaba, hombres que se habían ganado su rango, no de grandes que habían heredado sus fincas y creían que eso los convertía en pequeños dioses.
En el ejército, un hombre podía ascender, dejar atrás su nacimiento y su acento y hacer algo con su vida, no como en Apan, donde uno estaba anquilosado en su clase social, generación tras generación. Vio cómo su padre se pasaba el día trabajando, cómo llegaba tambaleándose, con los ojos rojos, a causa del pulque, se quitaba el cinturón y se desahogaba con su mujer y sus hijos.
«Esto no es para mí», pensaba Ochoa.
—Solo hubo un hombre nacido en un establo por Navidad que consiguió ser alguien en la vida —le gustaba decir—, y mira qué le hicieron.
Así que el ejército era un refugio, una oportunidad.
Se le daba bien.
Su padre le había hecho insensible al dolor; podía soportar cualquier cosa que le impusieran los sargentos de instrucción. Le gustaban la brutal formación, el combate mano a mano, la dura experiencia de la supervivencia en el desierto. Sus superiores se fijaron en él y lo eligieron para las fuerzas especiales. Allí le dieron herramientas: contrainsurgencia, antiterrorismo, armas, espionaje e interrogatorios.
Se ganó su reputación cuando aplastó la rebelión armada de Chiapas. Fue una guerra sucia en la jungla. Como en cualquier conflicto de guerrillas, era difícil distinguir a los combatientes de los civiles, y entonces descubrió que no importaba: la respuesta al terror es el terror.
Ochoa hizo cosas en claros del bosque, en arroyos y en aldeas de las que uno no habla, que no se airean en los informativos nocturnos. Pero cuando sus superiores necesitaban información, les proporcionaba información; cuando necesitaban ver muerto a un líder guerrillero, lo mataba; cuando había que intimidar a una aldea, llegaba de noche, sigilosamente, y, al despertar por la mañana, encontraban la cabeza de su jefe colgada de un árbol.
Por todo eso lo nombraron oficial y, una vez sofocada la revolución, lo trasladaron a Tamaulipas.
A un grupo especial antinarcóticos.
Fue entonces cuando conoció a Contreras.
Ahora se acerca un Jeep Cherokee blanco por la carretera. Miguel Morales, alias Z-40, se baja, saluda fugazmente a Ochoa y se sienta al volante del Durango. Ochoa y Contreras se montan en el Cherokee.
—Haré que venga alguien a enterrarlo —informa Ochoa, señalando el cadáver de Herrera.
—Deja que los coyotes disfruten de su pollón —responde Contreras—. ¿Y los otros?
—Están ocupándose de ellos.
Dos secuaces de Herrera morirán antes de que caiga la noche. Cuando vuelva a salir el sol, Osiel Contreras será el único e incontestable jefe del cártel del Golfo.
Y tendrá un apodo: el Mataamigos.
Ochoa también tendrá el suyo.
El Verdugo.
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