Harold Bloom |
Muerto Bloom, se acabó el canon
La desaparición del crítico literario estadounidense, guardián de las esencias, reaviva el debate sobre la recuperación de creadores marginados en todas las artes durante siglos
Andrea Aguilar / Carlos Geli
Madrid / Barcelona, 24 de octubre de 2019
Viene de antiguo: Lisipo y su sistema de proporciones —que establecía la medida de ocho cabezas como ideal de belleza en la reproducción escultórica de un cuerpo en Grecia—, vino a corregir, o a prolongar si se quiere, a su antecesor Policleto. Este escribió un tratado, perdido, titulado Kanon, con el que dio nombre a un concepto que hoy está siendo rebatido desde todos los frentes.
Algunas artes se prestan mejor a quedar regladas que otras, pero lo cierto es que las normas e ideales que entraña un canon son inseparables del debate. ¿Quién establece las normas? ¿Qué queda en los márgenes de esas medidas artificialmente construidas? La revisión, implícita en estas preguntas, sacude hoy por ejemplo a museos, que empiezan a desempolvar y recolocar obras soslayadas, tratando así de remediar la exclusión e invisibilidad que han padecido las mujeres. Buen ejemplo de esto es la exposición inaugurada esta semana en el Museo del Prado, Historia de dos pintoras: Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Pero lo mismo podría decirse de catálogos editoriales, o de programación de orquestas que se suman al intento de entablar una conversación más diversa y completa con su público.
El pasado 14 de octubre, las novelistas Margaret Atwood y Bernardine Evaristo recibieron el Premio Booker, el galardón más importante de la literatura en lengua inglesa, que por primera vez se repartía entre dos ganadoras. Ese mismo día falleció el legendario catedrático de Yale y ensayista, Harold Bloom, y no faltaron las voces que señalaron cierta ironía en la coincidencia. Quizá más paradójico podría resultar el hecho de que este eminente defensor de la tradición tenga un innegable componente pop: si hubiera un crítico en la serie Los Simpson, ese sería Bloom. Sus listas de autores imprescindibles también marcaron el principio de la interminable cultura de las listas en la que vivimos.
Aquello arrancó en los noventa, cuando Bloom logró sacar de bibliotecas y aulas densas discusiones académicas y colocar estos asuntos entre los libros más vendidos con su monumental El canon occidental. Incluía a mujeres, sí, y también dejaba a los clásicos y añadía listas de contemporáneos. Nunca cejó el viejo profesor de Yale en su empeño por defender que la literatura no debe ser tratada como un documento social, ni valorada por su contenido político o histórico; su baremo, por el contrario, debe regirse, sostenía, por criterios estéticos. Más que herramienta para comprender el mundo, la literatura era entendida como un arma para el conocimiento del individuo.
“La literatura no es un depósito de buenas intenciones, sino que trata de la relación entre vida y muerte, violencia y pasividad. No hay buenas causas en la literatura, otra cosa es que los escritores las adopten”, señala al teléfono la crítica y profesora argentina Nora Catelli. “Pero la llegada de los cuestionamientos planteados desde la lectura de las minorías, de género, de la crítica de la subalternidad dejan claro que la lista de libros imprescindibles no da lugar a la inclusión de otras miradas”. ¿Ha perdido el canon su fuerza? ¿Tiene sentido la mera idea de un canon? “Yo no creo que haya una sola literatura, desde luego no en castellano; nuestras literaturas se dividen y no tienen por qué encontrarse. El canon es un espacio de debate, no es otra cosa. Y la poca inclusión de mujeres es algo que atraviesa todas las discusiones”, apunta Catelli. “Sobre esto tengo varias opiniones y todas contradictorias. La autoría de mujeres en la tradición occidental se remonta a la Edad Media, no solo en literatura, sino en páginas iluminadas aparece la firma de mujeres, así que la tradición occidental sería la menos patriarcal de todas”.
Cargó Bloom contra lo que calificó como “la escuela del resentimiento”, tratando de combatir lo que percibía como una banalización y erosión de los estudios de literatura, que, ya en los años setenta, pensaba que acabarían fagocitados por la etiqueta de estudios culturales u orillados como algo minoritario y hasta cierto punto irrelevante. “Quizá se equivocó y dejó cosas fuera, pero su libro es literariamente indiscutible”, apuntaba la semana pasada en la Feria de Fráncfort Jorge Herralde, editor del crítico en España. “Su labor fue sencillamente brutal y discutirlo es, como poco, curioso; su capacidad de indagación y síntesis es inusual”. Del polémico libro Anagrama ha vendido ya 43.000 ejemplares desde 1994, y ya está en marcha la undécima edición.
El catedrático de Literatura Comparada Jordi Llovet, autor de La literatura admirable —su canon particular— defiende la postura de Bloom: “Ha sido uno de esos intelectuales norteamericanos que no ha tenido reparos en subrayar lo que han afirmado todas poéticas y estéticas del hecho literario: con independencia del color de la piel o del sexo, de que uno sea ciego o vidente, borracho o abstemio, negacionista o activista contra el cambio climático, lo que debe primar en la consideración de una obra literaria es su calidad, no quién lo ha escrito”.
Marco Roth, crítico y fundador de la revista N+1, responde también sobre Bloom y su canon: “El interés crítico y académico de Bloom estaba enfocado en las cuestiones en torno a la originalidad. Siempre es necesario que haya un contexto o un terreno en el que surja algo nuevo. Por eso la idea del canon era clave en su pensamiento, pero para Bloom esto no iba de construir vallas o fronteras, como se entiende hoy, sino que daba nombre a un cuerpo o microcosmos del que escritores o críticos podían salirse como originales, o simplemente seguirlo”.
Harold Bloom, como atestigua su ensayo, La ansiedad de la influencia, aplicó principios freudianos al estudio de la literatura, en concreto de la poesía, tratando de desentrañar quién mataba a qué padre, qué lecturas e influencias estaban latentes. Quizá, como apunta el crítico literario de la revista The New Yorker, James Wood, Bloom, que ensalzó como genialidad absoluta los soliloquios de los personajes de Shakespeare, que van alterando sus acciones porque escuchan sus propias palabras, falló a la hora de hacer esto mismo. O quizá estos sean malos tiempos para los cánones, la autoridad está siendo discutida, la propia autoridad pierde peso. Esa es la reflexión del profesor de literatura hispánica y editor de Gallimard, Gustavo Guerrero: “Bloom fue como la lechuza de Minerva que sale a volar cuando cae la noche: el humanismo moderno habla con premisas modernas y estas, en 1994, estaban siendo cuestionadas. Bloom fue el último testigo de esa era: ese tiempo que refleja su libro ha terminado; hoy ya no podría levantarse un canon como ese”.
“NO SOY PARTIDARIO DE LA FICCIÓN ESQUIMAL LÉSBICA”
La importancia de determinar qué lecturas son esenciales y quién figura en el canon tiene una relevancia capital en las aulas. Al comienzo de su carrera, Harold Bloom reivindicó a los poetas románticos en los programas universitarios frente a la corriente modernista, muy en boga en ese momento. El resto de sus peleas y provocadoras declaraciones —“no soy partidario de la ficción esquimal lésbica”, escribió en el diario británico The Times—, también estaban en buena parte motivadas por su preocupación por lo que se enseñaba. “Hay que enseñar lo más difícil y transmitir esto puede ser canónico. Las exigencias pueden parecer autoritarias porque inevitablemente hay una necesidad de jerarquizar”, explica Nora Catelli, que ha impartido clase hasta el año pasado de Filología Hispánica en la Universidad de Barcelona. “Decir que no hay jerarquías es como decir que no eres político. Si no crees en la jerarquía, crees entonces en las leyes del mercado, y si dices no ser político probablemente eres de derechas”.
La traductora y crítica literaria argentina considera que ha habido un cambio en la universidad en establecer cánones, en parte porque se incluyen “las últimas novedades” en los programas. “La universidad no debe renunciar a ser el espacio donde discutir de lo más difícil a lo más fácil, eso que ya puedes leer por tu cuenta; hay que aprender a aburrirse porque del tedio surge el conocimiento”. Los alumnos de Bloom cuentan que el viejo profesor, gesticulante, prodigiosamente culto y dramático dejaba poco espacio para el tedio. Sobre él pesaron acusaciones de acercamientos improcedentes. “Vi cómo apreciaba a las estudiantes más guapas de la clase”, anota el editor Marco Roth. ¿Fue un depredador? Roth no lo sabe.
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