Guillermo Cabrera Inante y Miriam Gómez Fotografía de Néstor Almendros |
Cabrera Infante
El País, 14 de diciembre de 1997
El humor, el juego verbal, el cine y una nostalgia pertinaz por una ciudad que tal vez nunca existió, son los ingredientes principales de la obra de Guillermo Cabrera Infante. La Habana que aparece en sus cuentos, novelas y crónicas, y que deja un recuerdo tan vívido en la memoria del lector, debe seguramente -como el Dublín de Joyce, el Trieste de Svevo o el Buenos Aires de Cortázar- mucho más a la fantasía del escritor que a sus recuerdos. Pero ella está ahora allí, contrabandeada en la realidad, más verdadera que la que le sirvió de modelo, viviendo casi exclusivamente de noche, en unos convulsos años pre-revolucionarios, sacudida de ritmos tropicales, humosa, sensual, violenta, periodística, bohemia, risueña y gansteril, en su sabrosa eternidad de palabras. Ningún escritor moderno de nuestra lengua, con la excepción tal vez del inventor de Macondo, ha sido capaz de crear una mitología citadina de tanta fuerza y color como el cubano.Desde que leí Tres tristes tigres, en manuscrito (el libro se llamaba entonces Vista del amanecer desde el trópico), en 1964, supe que Guillermo Cabrera Infante era un grandísimo escritor y peleé como un león para que ganara el Premio Biblioteca Breve, del que yo era jurado. Dos días después, en mi escritorio de la Radio-Televisión Francesa, donde me ganaba la vida, sonó el teléfono. "Soy Onelio Jorge Cardoso -dijo la tronante voz- ¿Te acuerdas? Nos conocimos en Cuba, el mes pasado. Oye, ¿por qué le dieron el premio ése, en Barcelona, al antipático de Cabrera Infante?". "Su novela era la mejor -le respondí, tratando de recordar a mi interlocutor-. Pero tienes razón. Lo conocí la noche del premio, y, en efecto, me pareció antipatiquísimo". No mucho después, recibí un ejemplar de Así en la paz como en la guerra con una dedicatoria incomodísima: "Para Mario, de un tal Onelio Jorge Cardoso". Más tarde, cuando el azar hizo que, desterrado de Cuba y expulsado de España, que le negó el asilo político, Guillermo fuera a refugiarse en Londres, en un sótano situado en Earl's Court, a media cuadra de mi casa, me confesó que, por mi culpa, no había vuelto a jugarles a sus amigos la broma de la falsa identidad.
Naturalmente, era falso. Por un chiste, una parodia, un juego de palabras, una acrobacia de ingenio, una carambola verbal, Cabrera Infante ha estado siempre dispuesto a ganarse todos los enemigos de la tierra, a perder a sus amigos, y acaso hasta la vida, porque, para él, el humor no es, como para el común de los mortales, un recreo del espíritu, una diversión que distiende el ánimo, sino una compulsiva manera de retar al mundo tal como es y de desbaratar sus certidumbres y la racionalidad en que se sostiene, sacando a luz las infinitas posibilidades de desvarío, sorpresa y disparate que esconde, y que, en manos de un diestro malabarista del lenguaje como él, pueden trocarse en un deslumbrante fuego de artificio intelectual y en delicada poesía. El humor es su manera de escribir, es decir, algo muy serio, que compromete profundamente su existencia. Es su manera de defenderse de la vida, el método sutil de que se vale para desactivar las agresiones y frustraciones que acechan a diario, deshaciéndolas en espejismos retóricos, en juegos y burlas. Pocos sospechan que buena parte de sus más hilarantes ensayos y crónicas, como los aparecidos a fines de los sesenta en Mundo Nuevo, los escribió cuando, convertido poco menos que en paria y confinado en Londres, sin pasaporte, sin saber si su solicitud de asilo sería aceptada por el gobierno británico, sobreviviendo a duras penas con sus dos hijas pequeñas gracias al amor y la reciedumbre de la extraordinaria Miriam Gómez, y atacado sin tregua por valientes gacetilleros que, encarnizándose con él, ganaban sus credenciales de 'progresistas', el mundo parecía venírsele encima. Y, sin embargo, de la máquina de escribir de ese escribidor acosado, con los nervios a punto de estallar, en vez de lamentos o injurias, salían carcajadas, retruécanos, disparates geniales y fantásticos pases de ilusionismo retórico.
Por eso, su prosa es una de las creaciones más personales e insólitas de nuestra lengua, una prosa exhibicionista, lujosa, musical e intrusa, que no puede contar nada sin contarse a la vez a sí misma, interponiendo sus disfuerzos y cabriolas, sus desconcertantes ocurrencias, a cada paso, entre lo contado y el lector, de modo que éste, a menudo, mareado, escindido, absorbido por el frenesí del espectáculo verbal, olvida el resto, como si la riqueza de la pura forma volviera pretexto, accidente prescindible el contenido. Discípulo aprovechado de esos grandes malabaristas anglosajones del lenguaje, como Lewis Carroll, Laurence Sterne y James Joyce (de quien ha traducido, de modo impecable, Dublineses), su estilo es, sin embargo, inconfundiblemente suyo, de una sensorialidad y euritmia, que él, a veces, en uno de esos arrebatos de nostalgia de la tierra que le arrebataron y sin la cual no puede vivir ni, sobre todo, escribir, se empeña en llamar "cubanas". ¡Como si los estilos literarios tuvieran nacionalidad! No la tienen. En realidad, es un estilo sólo suyo, creado a su imagen y semejanza, por sus fobias y sus filias -su oído finísimo para la música y para el lenguaje oral, su memoria elefantiásica para retener los diálogos de las películas que le gustaron y las conversaciones con los amigos que quiso y los enemigos que detestó, su pasión por el gran arte latinoamericano y español del cotilleo y la broma delirante, y la oceánica información literaria, política, cinematográfica y personal que se arregla para que llegue cada día a su cubil empastelado de libros, revistas y vídeos de Gloucester Road-, y que está a años luz de distancia de los de otros escritores tan cubanos como él: Lezama Lima, Virgilio Piñera o Alejo Carpentier.
Como el cine le gusta tanto, ve tantas películas, ha escrito guiones y reunido varios volúmenes de ensayos y críticas cinematográficas, muchos tienen la impresión de que Guillermo Cabrera Infante está, en realidad, más cerca del llamado séptimo arte que de la vieja literatura. Es un error explicable, pero garrafal. En verdad, y aunque él mismo no lo quiera así, y acaso ni lo sepa, se trata de uno de los escritores más literarios que existen, es decir, más esclavizado al culto de la palabra, de la frase, de la expresión lingüística, a tal extremo que esta feliz servidumbre lo ha llevado a crear una literatura que está hecha esencialmente de un uso exclusivo y excluyente de las palabras antes que de cualquier otra cosa, una literatura que por embelesarse de tal modo con ellas, por potenciarlas, darles la vuelta, exprimirlas y lucirlas y jugar con ellas, consigue a menudo disociarlas de lo que las palabras representan también: las personas, las ideas, los objetos, las situaciones, los hechos, de la realidad vivida. Algo que, en nuestra literatura, no había vuelto a ocurrir desde los tiempos gloriosos del Siglo de Oro, con los paroxismos conceptistas de Quevedo o las laberínticas arquitecturas de imágenes de Góngora. Cabrera Infante se ha servido mucho más del cine que lo ha servido, como hacia Degas con el ballet, Cortázar con el jazz, Proust con las marquesas y Joanot Martorell con los rituales caballerescos. Leer sus crónicas y comentarios de películas -sobre todo, esa deslumbrante colección que es Un oficio del siglo XX (1963)- es leer un género nuevo, con la apariencia de la crítica, pero en verdad mucho más artístico y elaborado que la reseña o el análisis, un género que participa tanto del relato como de la poesía, sólo que su punto de partida, la materia que le da el ser, no es la experiencia vivida ni la soñada por su autor, sino la vivida por esos ensueños animados que son los héroes de las películas y los esforzados directores, guionistas, técnicos y actores que las realizan, una materia prima que a Cabrera, Infante lo estimula, dispara su imaginación y su verba y lo lleva a inventar esos preciosos objetos tan persuasivos que parecen recrear y explicar el cine (la vida), cuando, en verdad, son nada más que (nada menos que) ficciones, literatura.
Cabrera Infante no es un político y estoy seguro que suscribiría con puntos y comas la frase de Borges: "La política es una de las formas del tedio". Su oposición a la dictadura cubana tiene una razón más moral y cívica que ideológica -un amor a la libertad más que una adhesión a alguna doctrina partidista- y por eso, aunque en su larga vida de exiliado han sabido muchas veces de su pluma y su boca rotundos vituperios contra el castrismo y sus cómplices, siempre ha preservado su independencia, sin identificarse nunca con alguna de las tendencias de la oposición democrática cubana, del interior o del exilio. Pese a ello, durante un par de décadas por lo menos, fue un apestado para gran parte de la clase intelectual de América Latina y de España, sobornada o intimidada por la Revolución Cubana. Ello le significó infinitas penalidades y, casi casi, la desintegración. Pero, gracias a su vocación, a su terquedad y, por supuesto, a la maravillosa compañía de Miriam, resistió la cuarentena y el acoso de sus colegas como había resistido el otro exilio, hasta que, a pocos, lo sucedido en el campo político en los últimos años y el cambio de los vientos y las realidades ideológicas, han ido por fin haciendo posible que su talento sea reconocido en amplios sectores y devolviéndole el derecho de ciudad. El Premio Cervantes que se le acaba de conceder no sólo es un acto de justicia para con un gran escritor. Es, también, un desagravio a un creador singular que, por culpa de la intolerancia, el fanatismo y la cobardía, ha pasado más de la mitad de su vida viviendo como un fantasma y escribiendo para nadie, en la más irrestricta soledad.
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