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Sri Lanka |
Escenas de la revolución
La revolución también es eso, una gente en chingue saltando a la piscina del poder.
Juan Esteban Constaín
21 de julio 2022 , 12:00 a. m.
Las revoluciones, cuando lo son de verdad –y la mayoría no lo son así lo parezcan, como no es poesía la mala poesía–, tienen una dimensión trascendental y heroica, una especie de dramatismo que aflora en esa transformación radical y absoluta de la vida, eso es una revolución de verdad. Y hay como una intuición muy profunda en quienes saben bien, unos pocos, cuáles son los alcances de ese cambio de piel que el mundo oficia ante sus ojos.
De ahí los gestos solemnes, las palabras grandilocuentes, la fallida y premeditada eternidad de todos los protagonistas de una revolución, porque además ya se sabe: solo el tiempo decanta y define lo que se merece ese nombre; solo el paso de la historia, con su implacable cernidor, va dejando clara la diferencia entre una revolución y su remedo. Por eso decía antes que no hay sino revoluciones de verdad: las otras, dígase lo que se diga, no lo fueron nunca.
Pero hay también una historia menor de las revoluciones: una suerte de anecdotario caricaturesco y burlesco que las explica y las resume, las retrata en lo que ellas tienen de furioso e incontrolable, casi diabólico, como decía el conde Joseph de Maistre, una profanación de lo intocable y lo sagrado, un río desbocado sobre el que cabalga el pueblo sin saber muchas veces, o sin que le importe, que va hacia el paredón, la guillotina, el abismo.
No me interesa tanto teorizar como señalar, aquí en secreto, ese aspecto caótico y festivo de las revoluciones: esa mueca, ese delirio, ese rapto nervioso de los que participan en ellas y se pliegan a su cauce imprevisible e inexorable. Ya digo: no los discursos ni las ideologías de los grandes caudillos, no las intrigas y las conjuras de los líderes de todo, no: solo el gesto a la vez ingenuo y brutal de la gente que sale de su casa a mercar y acaba tomándose la Bastilla.
Esa es, de hecho, la escena recurrente que está en todas las memorias que se escribieron durante la Revolución francesa, quizás la época en la que más memorias se hayan escrito jamás, así de claro era para los observadores más diversos, desde Joubert hasta Olympe de Gouges, que eso que estaba ocurriendo allí sí era trascendental y apocalíptico, una revolución de verdad –el fin del mundo– y no solo un motín o una revuelta.
Pero la escena era siempre esa: gente alienada y dichosa y excitada por las calles de París sin saber muy bien qué hacer ni adónde ir. Con reliquias en la mano recién saqueadas de las iglesias, una de las cuales, Notre Dame, fue abolida como templo cristiano y consagrada a la ‘diosa razón’. Es famoso el acto de Philippe Rühl, un revolucionario, que astilló contra el piso la botella con el óleo milenario que se usaba para ungir a los reyes de Francia.
Algo así contaba Klim del 9 de abril de 1948 en Bogotá, que no fue una revolución pero como si lo fuera, pues el pueblo embravecido se lanzó a la calle a vengar el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán. Contaba Klim que se asomó a la ventana y vio a un borracho que daba tumbos de andén en andén, aunque lo que más lo intrigó fueron las cortinas de terciopelo que llevaba a cuestas; detrás de ese borracho venía otro arrastrando un inodoro como si fuera un perro.
Hace unos días vimos por televisión (así estoy de viejo que veo televisión) el cuadro dantesco de los asaltantes a la residencia oficial del presidente de Sri Lanka. La revolución también es eso, una gente en chingue saltando a la piscina del poder. Detalla uno sus caras y no hay en ellas ninguna intención filosófica más allá de vivir ese momento; no hay ‘consciencia histórica’ ni grandes consignas.
Quizás sí la certeza de que toda revolución acaba en una camarilla que se lucra de ella.
Muchos de los que chapotean en agua, luego lo harán en sangre.
EL TIEMPO
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