Aprendiendo a distraerse con Alejandro Rossi
Pablo de Sol
26 de enero de 2022
Me llamó la atención el título, que siempre me ha parecido afortunado (recuerda el de la clásica Guía de perplejos del filósofo judío Maimónides). No creo ser especialmente distraído en el sentido tradicional de la palabra, pero ¿no vivimos todos un poco distraídos, sin enterarnos realmente de lo que pasa a nuestro alrededor?, ¿no necesitamos todos un manual?
Mi libro es la quinta edición, publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1987, otra vez en la colección Tierra Firme. Lo compré en la Ciudad de México en la librería Gandhi, en mayo de 1993, según la anotación que hice en la primera página, y me costó la módica suma de veintitrés pesos. Me gustaba mucho la elegante sobriedad de la portada, con el título en cursiva en azul y el nombre del autor y la colección en color vino, con un cuadro de Vicente Rojo en el centro, México bajo la lluvia B 20. La solapa muestra una foto en la que Rossi parece advertir la presencia del fotógrafo en el momento justo en que se dispone a encender un cigarro y lo mira inquisitivamente. No en balde florentino, algo hay en su rostro que recuerda la expresión facial de Maquiavelo en diversos retratos y estatuas.
El Manual del distraído fue originalmente una columna que Rossi publicó en la revista Plural de Octavio Paz en los años setenta, y luego en Vuelta. Era una columna variopinta hecha de ensayos breves, relatos, memorias, reseñas, etc. El denominador común era estilístico: una prosa impecable, depurada, diamantina, que denotaba el trabajo del verdadero escultor del lenguaje. No importa si está contando las peripecias burocráticas para renovar un visado, especulando sobre la posteridad de Borges, rememorando un episodio de infancia o ensayando sobre el acto de enseñar: todo está sometido a una escrupulosa exigencia verbal. Mediante la forma, Rossi era capaz de convertir cualquier anécdota o reflexión en literatura. Eso fue lo primero que admiré en el Manual; luego, una sensibilidad –muy sveviana, por cierto– por la épica cotidiana, por los pequeños grandes acontecimientos de la vida diaria y sus modestas epifanías.
¿Qué es el Manual del distraído? No es un libro de ensayos, aunque tenga ensayos; no es un libro de cuentos, aunque incluye cuentos; no es un libro de memorias, aunque contenga memorias; no es un libro de crítica literaria, aunque haga crítica… Es uno de esos libros sin género definido, inclasificable, que se justifica, ante todo, por un tono. Siempre me han gustado esos libros misceláneos, híbridos, en los que cabe todo, generalmente en forma breve o fragmentaria (por eso me gustan tanto los cuadernos de notas, los diarios, los dietarios, etc.). De ahí mi afición al Manual, que fue uno de los primeros libros de este tipo que leí. Innumerables noches lo tomé para releer textos que ya sabía casi de memoria. Mis favoritos: “Calles y casas”, magistral ensayo sobre la vida en la ciudad; “Crónica americana”, hilarante historia de los dilemas consulares de Rossi; “Enseñar”, acerca de los problemas del profesor de filosofía; “La lectura bárbara”, sobre las múltiples formas de leer mal un texto; episodios de memorias como “Relatos” o “Robos”, que suelen volverse reflexiones sobre el arte de narrar, y las primeras apariciones de Gorrondona, el crítico insufrible, uno de los personajes del universo narrativo de Rossi que gira en torno a la vida literaria, en cuentos como “Sin misterio” o “Ante el público”. Debo mencionar también aquellos textos que están divididos en fragmentos que tratan de diversos temas y cuya forma Rossi quizá pudo haber explorado más: “Minucias”, “Resaca”, “Residuos”.
Filósofo de profesión, profesor universitario, Rossi fue un escritor tardío y solo en sus últimos años pudo dedicarse plenamente a la literatura. Aunque su prosa aparece ya completamente madura en el Manual, como narrador sí experimentó una evolución. Primero están esas tentativas de cuentos que figuran en el Manual, luego vinieron los relatos de Un café con Gorrondona, en donde estalla su vena paródica alrededor de la tertulia literaria (algo debe este mundo al H. Bustos Domecq de Borges y Bioy) y, finalmente, la obra maestra que es La fábula de las regiones, esos cuentos tropicales de prosa inmaculada, auténticas joyas verbales, en los que Rossi –ajeno a todo realismo mágico, pero con un mismo paisaje de selvas, ríos desbordados, calor húmedo, lluvias torrenciales y hamacas– pinta la tragicómica historia de los países latinoamericanos.
Las Obras reunidas de Rossi, publicadas por el Fondo de Cultura Económica en el 2005, fueron uno de los primeros libros que reseñé (en La Jornada Semanal). En realidad, había escrito muchas reseñas antes, pero todas de obras académicas, de filología y literatura de los Siglos de Oro, que publicaba compulsivamente en la Nueva Revista de Filología Hispánica mientras estudiaba en El Colegio de México y que sospecho que nadie leía, salvo quizá los autores y dos o tres especialistas. Debo decir, sin embargo, que esa oscura y voluntaria tarea me sirvió para ir aprendiendo ese modesto oficio, el de reseñista, primer deber del crítico, que sigo ejerciendo hasta la fecha.
Un año después, mientras vivía en Cambridge, Massachussetts, recibí un correo de parte de un editor del Fondo con el encabezado “Alejandro Rossi desea contactarlo”. Resulta que había leído la reseña en su momento y desde entonces había intentado localizarme. Me apresuré a contestar y al día siguiente recibí un correo suyo agradeciéndome la reseña y preguntando si podía enviarme su nuevo libro. Apenas lo podía creer: el autor del Manual del distraído, uno de mis modelos de prosa, se tomaba la molestia de escribirme. Al día siguiente recibí la que, a la postre, habría de ser su última obra, Edén. Vida imaginada, un recuento novelado de su infancia.
A Rossi debo también haber empezado a escribir reseñas en Letras Libres, a cuyo responsable de la sección de Libros de ese entonces, Álvaro Enrigue, me recomendó y en la que he colaborado desde entonces. Nunca tuve la oportunidad de conocerlo personalmente (Rossi murió en 2009), pero siempre lo consideré una especie de ángel guardián remoto y benéfico.
Sospecho que para el autor del Manual la distracción era un arte de vivir, o sea, una ética. El distraído se distrae porque algo llama su atención y la fija en ello. Muchas veces se trata de un detalle, un gesto, un aspecto aparentemente mínimo de la existencia en el que la mayoría no repara, pero que puede esconder un significado profundo o una pequeña epifanía. Se desentiende de su alrededor y parece ido o ensimismado, pero en realidad descubre una veta no explorada del mundo. Distraerse es, tal vez, empezar a pensar.
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