Obras reunidas. Volumen V. Novelas, de Juan García Ponce
30 de noviembre de 2008
“Un gran escritor es una manifestación completa del espíritu, y, como tal, debe ser tratado como una unificada totalidad.” Citadas por Juan García Ponce en un ensayo a propósito de Henry Miller, estas palabras de Nikolái Berdyaev sobre Dostoievski bien podrían aplicársele a él mismo. Como la de pocos autores mexicanos del siglo XX, la vasta obra de García Ponce –compuesta principalmente por novelas, cuentos y ensayos– es una unidad espiritual y constituye en sí misma una literatura. Frente a ella estamos en realidad ante un solo gran libro: un libro llamado Juan García Ponce (no en balde fue un obsesivo lector de Musil, el hombre libro por excelencia).
La totalidad de la obra de García Ponce (Mérida, 1932-ciudad de México, 2003) se desarrolla en el ámbito del erotismo y alrededor de unos cuantos temas. No se requiere mucha lucidez crítica para observar sus repeticiones; un poco más para valorar el significado que encierran. García Ponce se repetía porque –como todo verdadero autor, como todo aquel que realmente tiene algo que decir y no es un veleidoso escritor a la moda– estaba fatalmente atado a un número limitado de obsesiones. Entre ellas, ninguna quizá más importante que la mujer, que en cierta forma preside el resto. No la mujer en general, por supuesto, sino un tipo específico que sus lectores conocen bien: bella, sensual, más un objeto para la contemplación y el uso que una persona (“la máxima calidad a la que puede aspirar la mujer es convertirse en objeto”, sentenciaba el autor en un texto provocador titulado “Lo femenino y el feminismo”), ajena a sí misma y a los otros, ser misterioso en el que conviven la perversión con la inocencia, la sumisión con la libertad.
En Inmaculada o los placeres de la inocencia, primera novela recogida en este volumen, la protagonista encarna ese modelo femenino. Su nombre, desde luego, no es gratuito: sin importar lo que haga o, mejor dicho, lo que se deje hacer –pues, como en la heroína de la Historia de O, hay en ella una inequívoca voluntad de someterse y obedecer– no pierde nunca una inocencia original, primigenia, inmune a toda culpa. El lector, llevado de la mano de un narrador omnisciente, asiste al despertar y desarrollo eróticos de Inmaculada, en los que la vida erótica se confunde con la vida misma. Aquí, como en otras obras de García Ponce, la mujer representa a la vida como una pura fuerza que, más allá del bien y del mal, busca desplegarse. Para hacerlo completamente, esta fuerza requiere con frecuencia un guía, alguien que apunte la dirección y active lo que yace en potencia. El guía es en este caso el doctor Ballester, que conduce a Inmaculada a descubrirse y a ser plenamente ella misma. Ambos personajes son complementarios: Inmaculada, sin Ballester, sería una fuerza a la deriva, ciega, que nunca llegaría a ser del todo; Ballester, sin Inmaculada, una conciencia desierta, un contemplador sin objeto. La novela responde al último estilo de García Ponce, mucho más narrativo que el moroso descriptivorreflexivo de su madurez y gana en agilidad lo que pierde en densidad. Inmaculada, sin embargo, no es inmaculada y a ratos el abuso de ciertos clichés de la literatura erótica la hacen tropezar, pero el conjunto y, sobre todo, su protagonista hacen olvidar esas fallas. En ella el autor logró uno de sus mejores personajes femeninos y, de paso, uno de los más memorables de la literatura mexicana. Al cerrar el libro, el lector presiente que ya no olvidará la imagen pura, indeleble, de Inmaculada.
Pasado presente, la otra novela incluida en el volumen, es la obra en la que García Ponce se propuso contar su historia personal y la de su generación, la de la Casa del Lago. “Alguien, tal vez yo, en mis muchas mañanas, tardes y noches de ocio, tiene que hacer la crónica de esa época desaparecida no sólo en el tiempo, sino también, en gran medida, en el espacio”, afirma melancólicamente uno de los narradores, sospechosamente parecido a Salvador Elizondo. Es el típico roman à clef en el que, apenas disimulados, desfilan algunos de los principales personajes de aquella época –escritores, artistas, musas– y el curioso lector puede pasar un buen rato identificándolos y haciendo conjeturas. En él García Ponce fue a la busca de su propio tiempo perdido y de sí mismo, pues el artista, en efecto, es el huésped de su propia vida, como observó en un ensayo. El resultado es ambiguo. Novela y memorias, Pasado presente no consigue del todo la transfiguración de la vida en arte (suprema metamorfosis que el autor sí logró en varios de sus cuentos y novelas). A pesar de esto, hay momentos en que el genio novelesco de García Ponce brilla en toda su majestad. No es casual que estos se presenten cuando se cuenta la historia de la perversión de Geneviève, otra típica mujer garciaponciana, como en el diálogo que sostiene con su amante cuando este la contempla: “Tu creación”, dice ella; “No. Tú misma”, replica él. Epifanías como esta justifican la obra.
Concluyo, garciaponcianamente, con una imagen. Este año se cumplirá el quinto aniversario de su muerte, que sobrevino luego de una larga y penosa enfermedad que pasó a formar parte de su leyenda. En el infierno –único lugar a la altura de su arte y único, sospecho, en el que le hubiera gustado estar–, rodeado de mujeres como Inmaculada y Geneviève y al lado de los escritores y pintores que amaba, Juan García Ponce preside eternamente el festín de la voluptuosidad y la mirada. Él lo sabía mejor que nadie: “la condena es la salvación”.
LETRAS LIBRES
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