Thomas Pynchon, visto por Sciammarella
Cazar a Pynchon
La revista de cotilleo 'National Enquirer' consigue, tras meses de rastreo, dar con el octagenario escritor, y lo exhibe, irrespetuosamente, como un trofeo de caza
Laura Fernández
18 de enero de 2019
Durante un tiempo, fantaseé con la idea de que Thomas Pynchon fuese una mujer. ¿Por qué no? ¿No había quien creía que su nombre no era más que un nombre tras el que se ocultaban quién sabía qué otros escritores? Me decía que, después de todo, su novela más famosa, El arcoíris de la gravedad, era una gran broma fálica, y que sus personajes femeninos eran siempre superiores a los masculinos, y que sus historias, aunque retorcidas y maravillosamente digresivas, eran también fascinantes sitcoms, con cierto componente weird de comedia de enredo familiar, siempre ácidas, divertidísimas. Razones que, obviamente, no tenían por qué apuntar en una única dirección porque todos sabemos que el género no existe cuando se escribe, que el escritor es hijo de sus lecturas, y lo mismo la escritora, pero me divertía pensar en lo que podía ocurrir tras su muerte si la cosa fuese así. ¿No estaría bien, me decía, que al morir, quién demonios fuese, y habiendo sido considerado el mejor escritor de todos los tiempos posmodernos, se descubriese que, en realidad, había sido una mujer?
“Sí, hubiera estado bien”, me dijo, tras exponerle mi teoría, el también posmoderno y genial Robert Coover – de quien estos días Pálido Fuego recupera su primera y brillante novela, El origen de los brunistas –, “pero puedo asegurarte que Pynchon no es una mujer”, añadió. ¿Existe, pues, un Thomas Pynchon? ¿Uno de carne y hueso, uno que no sea un contenedor de otros nombres?, quise saber a continuación. Asintió. ¿Y era el tipo de la fotografía? ¿El de los dientes de conejo y la gorra de marine? ¿El del tupé y el aspecto de nerd de instituto cuyos pasos habían seguido los hermanos Dubini en el curiosísimo documental A Journey Into the Mind of P.? Era, sí, me dijo. “No somos exactamente amigos pero le conozco, le he visto en más de una ocasión y sé que se reúne con amigos escritores y que a ellos no les cuesta nada verle, es un tipo de lo más accesible”, añadió. ¿De lo más accesible? El pasado octubre, el siempre aspirante al Nobel László Krasznahorkai estuvo en Madrid, y confirmó tal premisa. Porque además de visitar la Residencia de Estudiantes, y de hablar de su obra, entre bambalinas, el escritor húngaro se confesó un íntimo de “Tom”, como le llamaba él, y afirmó que, efectivamente, “Tom” hacía vida en Nueva York como un jubilado cualquiera.
Es decir, que iba al cine, a las librerías, que salía a cenar con su mujer, Melanie Jackson, y que quedaba con sus amigos. Recordé entonces que Martin Amis también había mencionado en una ocasión haber asistido a reuniones en cafeterías neoyorquinas con una pequeña colección de escritores que lo incluían. Entendí que era el propio Pynchon quien las organizaba, aburrido de su, pensé entonces, desaparición. Pero ¿acaso había Pynchon desaparecido? Cuando esta semana el National Enquirer, revista, antes meramente sensacionalista – con titulares que rezaban Una mujer hierve a su bebé y luego se lo come –, ahora ridículamente rosa, publicó la primera foto de Pynchon en 20 años, y una de las únicas cuatro que han circulado en más de medio siglo de carrera – publicó V. en 1963 – vanagloriándose del logro – “¡Fue alucinante! ¡Casi es el mismo plano de la anterior fotografía! ¡También iba con su hijo entonces!”, relata el fotógrafo en la mínima nota que acompaña a las imágenes –, me pareció ridículo.
En la fotografía, Thomas Pynchon lleva una chaqueta negra y un bastón. Pantalones con bolsillos a media pierna y unas zapatillas blancas que parecen la clase de zapatillas con las que un octogenario estaría por casa. También lleva unas gafas de montura redonda con aspecto de quevedos. Luce una abundante melena blanca y una cuidada barba blanca. Es un hombre mayor que ha salido de casa con su hijo, dicen los reporteros, para ir a votar. Es, pienso también, un trofeo de caza, un tanto que anotarse en quién sabe qué pizarra, porque, me digo, nunca fue difícil dar con Pynchon. No había más que hacer lo que los reporteros del National Enquirer hicieron. Hablar con libreros, con porteros, con vecinos. Seguir a su hijo Jackson. A su mujer Melanie. Dar con él, anotarse el tanto. ¿Y después qué? Después, nada. ¿Qué es una fotografía si no una pieza más del rompecabezas que el propio Pynchon ha hecho de su escurridiza figura? James Joyce dijo que había puesto tantos enigmas y acertijos en el Ulises que iba a mantener ocupados a los profesores “durante siglos”, discutiendo sobre lo que había querido decir. Esa era la única forma, decía, de asegurarse la inmortalidad. En ese sentido, se diría que Pynchon, en tanto que ser mitológico, obra en sí mismo, es su propio Ulises. Quizá el único escritor al que jamás eclipsará ninguna de sus obras. Por lo que, mal que les pese a los orgullosos reporteros del National Enquirer, su trofeo de caza es un trofeo de caza (irrespetuosamente) menor.
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