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un burro muy querido porque arrojaba por detrás suficientes monedas de oro para
mantener contento a su dueño, que vivía como un rey. Durante dos o tres años
nada ni nadie perturbó la paz de esta fábrica de cuatro patas. Al fondo de la
casa, en un cobertizo limpio y bien iluminado, sin moscas ni curiosos, se
apartaba cada mañana del montoncito de monedas y seguía devorando su desayuno
de hierba fresca.
Pero el día que dejó de arrojar
monedas se encontró en un aprieto. Pujó y pujó y nada consiguió. Soportó varias
palizas.
-Te doy tres días de plazo -dijo el
amo, y le enseñó el cuchillo recién afilado.
El burro trotó, meditó, ayunó, y las
monedas nunca aparecieron. Vencido el plazo, escapó porque sabía el final de la
gallina de los huevos de oro. Desde entonces fue un burro pobre y desdichado
que comía lo que encontraba y dormía en cualquier parte.
Se encontró con un perro que ya no
espantaba a los ladrones porque casi no oía ni veía, y con un gallo que ya no
cantaba por las mañanas porque se quedaba dormido. También habían huido para
salvar el pellejo. El burro les contó que pensaba estudiar para ser algo en la
vida y los otros casi se mueren de risa.
-Tú eres un burro, ¿no te has dado
cuenta? -le dijeron.
El burro, como era tan burro, no
supo responder.
Nunca le creyeron el cuento de las
monedas de oro. Sólo le pidieron que dejara caer al menos una para comprar un
hueso y una libra de maíz. El burro se esforzó y al final sólo hizo lo que
hacen todos los burros.
Cuando le propusieron integrar una
banda, reconoció que era un burro para la música. Entonces se armaron de palos
y piedras para otra clase de banda, pero se acobardó a última hora. Sólo le
quedaba un camino.
Se acercó a la escuela con pena
porque estaba grande. Se entrevistó con el director, un anciano de anteojos
verdes que le contó que el año anterior recibieron una vaca loca que repartía
leche para aprobar las materias y enseñó a fumar a todo el mundo. El burro
explicó que era un burro sano y de buena familia y el director le creyó. Le
regaló un cuaderno y un lápiz y lo matriculó para el primer grado.
Era el más grande de la clase y el
más burro. La maestra, que no le tuvo consideración, le tiraba las orejas cada
vez que se equivocaba. Orejón, le gritaban en los recreos. Ya casi arrastraba
las orejas. No sabía sumar ni restar, pues jamás aprendió a contar las monedas,
tenía mala letra y peor ortografía. Ni siquiera pudo memorizar los primeros
versos del poema de los marineros que besan una mujer en cada puerto y al final
se acuestan con la muerte en el fondo del mar. En la cancha de fútbol daba más
patadas que pelotazos y con el trompo era más peligroso que un cañón. Nadie lo
quería. Arrinconado y solitario, cada día más burro y más orejón, se le escurrían
las lágrimas. Aparte de los problemas escolares, se le encimaba el problema de
cargar las orejas.
Una mañana padeció un repentino
ataque de sabiduría: no volvió a la escuela y se dedicó al cuidado de las
orejas. Las cepillaba tres veces al día con cierta vanidad. Las movía como un
remolino, como las aspas de un ventilador, como un helicóptero, y así se
entretenía. Una señora lo contrató para que la refrescara durante la siesta. El
burro aprendió a graduar la intensidad del viento según el deseo del cliente.
Las señoras decían: "échame
un viento". El burro hizo algunos ahorros y cierta fama con el asunto de
los vientos. También lo contrataron para secar ropas y elevar cometas.
Practicaba como un burro. Una mañana
aceleró tanto el movimiento de las orejas que el burro se elevó. Se elevó y se
elevó, primero con susto y luego con regocijo, y desde entonces la vida se
volvió muy divertida. Trabajó un tiempo refrescando a unos trapecistas, pero no
quiso abandonar el país cuando el circo terminó la temporada. Compuso semáforos
y limpió ventanas de edificios. Dormía donde las águilas se atreven y comía con
las familias más ricas. Todo el mundo lo invitaba a la casa para que contara
sus hazañas: bajó un gato de un árbol, rescató una loca que se quería tirar de
un décimo piso, localizó un avión extraviado en las montañas.
Era un burro muy querido.
Se hizo amigo de Superman. Era el Superburro. El héroe de los niños, de las viejas, de todas las mujeres. Después, de todo el mundo. Los periódicos contaban cada día una nueva hazaña. Cuando pasaba, la gente se quedaba con la boca abierta. ‘‘Es un pájaro’’, gritaban. ‘‘No, es Superman’’, gritaban enloquecidos. ‘‘No, es Superburro’’, gritaban y se abrazaban de tanta dicha. De su vida se hablaba en las revistas de vanidades. Le inventaban romances, le atribuían frases ingeniosas y hasta milagros que el burro no sabía explicar. Apenas enseñaba el ejército de muelas y pedía que lo dejaran en paz.
Por los numerosos servicios a la comunidad y en presencia de los quince ministros y las cámaras de la televisión, el presidente de la república lo condecoró con la Cruz de Boyacá en el grado de Comendador, su más alta expresión. El Superburro voló con la cruz colgada del pescuezo, y el resplandor le pareció al presidente una metáfora de la prosperidad del país. La televisión siguió de cerca y con gran despliegue las proezas del Gran Comendador. Alguna vez tuvo que demorar un rescate porque los camarógrafos no habían llegado. La cruz relucía tanto que a veces echaba a perder la grabación y el Superburro se debía someter a la penosa tarea de repetir los hechos: la vieja volvía a las llamas, el suicida otra vez a la ventana y el tren a los rieles. La cosa no siempre resultaba al segundo intento: una vieja menos, un hombre menos, un tren menos. El día menos pensado la cruz se engarzó en un árbol y el Superburro estuvo a punto de ahorcarse. El país se divirtió con la imagen del burro morado. Sería difunto ahora si el mismo gato que había tratado de salvar no revienta la cuerda de la cruz con sus garras.
El Superburro voló al palacio y devolvió con cierto enojo la condecoración. El presidente le ofreció disculpas y reconoció que no era el único al que le había traído mala suerte. Un ministro recién condecorado había muerto con una espina atravesada en la garganta, una prestigiosa decoradora de interiores se quebró una pierna jugando tángara y un venerable pintor de gordas perdió cuarenta y tres pinturas en un incendio. El Superburro le recomendó al presidente que en el futuro fuese más cuidadoso. Se tomaron una copa, se dieron un abrazo y el burro salió por la ventana. Los periódicos madrugaron a publicar la foto de los ejemplares más famosos del país, abrazados, sonrientes de oreja a oreja. El burro era más popular que los futbolistas y los cantantes de moda.
Alguien lo convenció de que se lanzara como candidato a la presidencia. El burro, que seguía siendo burro, aceptó. Fue una victoria fácil, aplastante. La gente estaba enloquecida.
El 7 de agosto lo envolvieron en el pabellón nacional y lo declararon presidente de la república.
Ahí empieza otra historia que es preferible no contar.
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Tssss. qué blog tan chingón.
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