Ilustración de Triunfo Arciniegas |
Triunfo Arciniegas
LA GATA
D
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esde
niña odio a los gatos porque sus aullidos me recuerdan la agonía de mi madre.
Vivíamos en una casa antigua, de paredes gruesas y largos corredores, en
Pamplona, y nunca cerrábamos las puertas. Mi madre, que siempre creyó en
fantasmas y hechicerías, estuvo enferma mucho tiempo. Vivíamos solas y
aisladas, víctimas de un pecado que nunca precisamos. Tuve un hermano pero mi
madre lo echó de casa cuando lo sorprendió haciéndome cosas.
Sé que lo extrañaba dormida porque
más de una vez desperté desnuda y toda mojada. Como relámpagos, de la nada o la
niebla, las imágenes de los sueños acudían a mi cabeza en el transcurso del día,
sumergiéndome en el mapa del delirio. Mi madre me envió a confesarme con el
padre Antonio María y me obligó a bañarme con agua de rosas blancas. En el
fondo de un baúl encontré el cuaderno de las cartas que mi hermano nunca se
atrevió a enviarme, unas páginas tan perturbadoras que las quemé de inmediato.
Dejé de soñarlo, dejó de abusar de mí, pero muy escondido, muy adentro, quedó
un vacío que nunca se llenó, una herida donde todavía picotean los pájaros.
Se quejó de uno y otro mal doña
Lucía, hasta que al fin descansó. No hubo manera de avisarle a mi hermano: se
lo tragó la tierra. Como a mi madre. Seguí oyéndola, despierta y dormida, hasta
que vendí la casa para descansar de su fantasma y viajé a Sacramento. Una noche
volví a oírla, me levanté, más fascinada que asustada, y vi los gatos copulando
en el patio. Los espanté con agua pero volvieron a la noche siguiente. Hice
instalar rejas para impedirles el paso.
Vivo
sola, en Valparaíso, en otra casa inmensa. Tuve inquilinos pero dejé que se
fueran uno tras otro. Alguna vez cuidé una pareja de canarios. Una noche un
animal entró a la casa y los devoró. Encontré sólo las plumas. Casi me vuelvo
loca. Desde entonces acepté la soledad sin paliativos. Desbaraté el jardín en
una sola tarde.
Tengo un marido que
viaja mucho. Nunca procreamos, no sirvo para eso. Viene y duerme conmigo de cuando en cuando,
pero nada más. Al principio lo hacíamos pero reconocimos que el asunto no nos
satisfacía y lo dejamos. Siempre fue un ejercicio doloroso. Nunca lo intenté
con otro hombre. Tal vez hubiese tenido suerte con otras dimensiones. Mi marido
dice que soy muy estrecha. Dejamos de hacerlo y desde entonces nos sentimos
mejor. Ya no tenemos ese asunto las pocas noches que compartimos. Viene al
atardecer, le lavo los pies con agua tibia y nos sentamos en el solar mientras
la noche nos envuelve. Contemplamos a Sacramento hasta que encienden todas las
luces.
Creo
que Juan, mi marido, tiene otra familia, quiero decir, hijos y mujer, otra
casa. Chismes han llegado muchos pero nunca les he puesto atención. A mi marido
ni siquiera se lo pregunto. Lo que no le doy no se lo quito.
Somos como hermanos. Vamos a
envejecer juntos. Siempre es mejor que alguien se vuelva viejo con una: menos
doloroso, supongo. Nos vamos llenando de nostalgias, que compartimos con el
café y el tabaco. Contemplamos el atardecer en el solar, que una vez fue jardín,
mientras hablamos. Dejamos de vernos la geografía del rostro a medida que
oscurece. Soltamos una frase para saber que el otro sigue ahí, entre el
concierto de los grillos y los sapos. Con las palabras sostenemos un mundo que
desaparece. Somos el último rastro. Luego vamos a la cama y dormimos. Cuando
despierto, ya se ha ido.
El
otro día, no sé a propósito de qué, en ese remolino sin fin de las
conversaciones de la gente que se frecuenta durante años, le pregunté a Juan
por qué habíamos dejado de hacer el amor y me dijo que por miedo. Añadió algo
que me pareció muy raro. Una frase en la que no me reconozco.
-Tú
aullabas como una gata –me dijo.
Pamplona, 1996
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