Ilustración de Triunfo Arciniegas |
EL RUIDO DEL RIO
La bombilla eléctrica colgaba de un corto cable desde el centro del techo de la habitación, y como no había luz suficiente para leer se tumbaron en la cama y charlaron. El viento nocturno empujaba las cortinas y entraba, suave y húmedo, por la abierta ventana.
—Pero, ¿de qué tienes miedo? ¿A qué te refieres cuando dices miedo?
—Me refiero —dijo ella— a ese mismo miedo que tienes cuando quieres tragar una cosa y no puedes.
—¿Constantemente?
—Casi constantemente.
—Dios mío, qué cosa. Eres idiota.
—Ya lo sé.
Pero no por esto, pensó ella, no por esto.
—No es más que un estado de ánimo —dijo ella—. Pasará.
—Eres muy contradictoria. Tú elegiste este sitio y fuiste tú la que quiso venir aquí. Yo creía que te parecía bien.
—Y me parece bien. Me parece bien el páramo y la soledad y todo el paisaje, pero sobre todo la soledad. Sólo me gustaría que, además, dejase de llover de vez en cuando.
—La soledad está muy bien —dijo él—, pero hace falta que la acompañe el buen tiempo.
Si pudiese decirlo con palabras quizás desaparecería, pensaba ella. A veces puedes decirlo con palabras —casi— y así librarte de ello —casi—. A veces puedes decirte admitiré que hoy tenía miedo. Tenía miedo de las caras pulcras y uniformes, de las caras de rata, de la forma que reían en el cine. Tengo miedo de las escaleras y de los ojos de las muñecas. Pero no hay palabras para decir este miedo. Aún no se han inventado las palabras para decirlo.
—Volverá a gustarme en cuanto deje de llover —dijo ella.
—¿Verdad que no te gustaba hace un momento? Cuando estábamos en el río.
—Bueno —dijo ella—. No mucho.
—Esta noche había un ambiente un poco fantasmal ahí abajo. ¿Qué podías esperar? Nunca consigues elegir un sitio donde haga buen tiempo. (Ni tampoco ninguna otra cosa, pensó él.) Hay demasiados abetos por todos lados. Te sientes encerrado.
–Sí.
Pero, pensó ella, no son los abetos, ni el cielo sin estrellas, ni la flaca luna perseguida, ni las bajas colinas sin cresta, ni las colinas abruptas, ni las grandes rocas. Es el río.
—El río es muy silencioso —dijo ella—. ¿Se debe a que va muy lleno?
—Supongo que acabas acostumbrándote al ruido. Entremos. Podemos encender la chimenea del dormitorio. Ojalá tuviésemos una copa. Daría muchísimo por una copa, ¿tú no?
—Podemos tomarnos un café.
Mientras volvían a entrar él había mantenido la cabeza vuelta hacia el agua.
—Con esta luz tiene un aspecto curiosamente metálico. No parece agua.
—Tan uniforme como si el río estuviese helado. Y mucho más ancho.
—Yo no diría helado. Muy vivo, aunque de forma misteriosa. Como una cabellera ondulada—dijo él como si hablara consigo mismo.
O sea que él también lo había notado. Ella se tendió y recordaba la forma cómo, a la luz de la luna, había cambiado, la superficie rota, la rápida corriente del río. Las cosas tienen más fuerza que las personas. Siempre lo he creído. (Si le tienes miedo a ese caballo es que no eres hija mía. Si tienes miedo de marearte en el barco es que no eres hija mía. Si tienes miedo de la forma de una montaña, o de la luna cuando se hace vieja, es que no eres hija mía. De hecho, no eres hija mía.)
—Ahora no está tan silencioso, ¿verdad? —dijo ella—. Me refiero al río.
—No, desde aquí arriba hace mucho ruido —bostezó—. Pondré otro tronco en el fuego. Ransom ha sido muy amable prestándonos el carbón y la leña. No nos prometió esta clase de lujos cuando vinimos a esta casa. ¿Verdad que no es mal tipo?
—Tiene buen corazón. Y, además, después de tanto tiempo debe haberse acostumbrado al clima.
—A mí me gusta —dijo él cuando volvía a meterse en la cama—, a pesar de la lluvia. Seamos felices aquí.
—Sí, seámoslo.
Esta es la segunda vez. Ya lo había dicho antes. Lo dijo el día en que llegaron. Tampoco entonces había contestado ella, «Sí, seámoslo» inmediatamente, porque el miedo que había estado esperándola se le había acercado, la había tocado, y habían pasado algunos segundos antes de que pudiese hablar.
—Lo que vimos esta tarde debía ser una nutria—dijo él—, porque era muy grande para ser simplemente una rata de agua. Se lo diré a Ransom. Le encantará saberlo.
—¿Por qué?
—No hay muchas nutrias por esta zona.
—Pobrecillas, si no hay muchas seguro que no les va muy bien por aquí. ¿Qué hará Ransom? ¿Organizará una cacería? Quizás no. Los dos pensamos que es un hombre de buen corazón. Esta región es un refugio de pájaros, ¿lo sabías? Es muchas cosas. Le diré a Ransom que vi ese pájaro del pecho amarillo. Quizás él sepa qué era.
Aquella misma mañana lo había visto aletear al otro lado del cristal de la ventana: un destello amarillo en medio de la lluvia.
«Qué pájaro tan bonito.» El miedo es amarillo. Tú eres amarillo. Este pájaro tiene una mancha amarilla. Tienen razón, el miedo es amarillo. «¿Verdad que es bonito? ¡Y qué persistente! Está decidido a entrar...»
—Voy a apagar esta luz —dijo él—. No sirve de nada. Es mejor el fuego.
Encendió una cerilla para fumar otro pitillo y cuando la cerilla prendió ella vio profundas bolsas bajo sus ojos, la piel tensa sobre sus pómulos, y el delgado puente de su nariz. El sonreía como si supiera lo que ella había estado pensando.
—¿Hay alguna cosa de la que no tengas miedo cuando te sientes así?
—Tú —dijo ella. La cerilla se apagó. Pase lo que pase, pensó ella. Hagas lo que hagas. Haga lo que haga. Tú nunca. ¿Me oyes?
—Bueno —dijo él—. Eso es un alivio.
—Mañana hará buen día. Ya lo verás. Tendremos suerte.
—No te fíes de nuestra suerte. A estas alturas, ya deberías haberlo aprendido—murmuró él—. Pero tú eres de las que nunca aprenden. Por desgracia, los dos somos de los que nunca aprenden.
—¿Estás cansado? Parece que lo estés.
—Sí—suspiró él, y se dio la vuelta—. Bastante.
Cuando ella dijo «Tengo que encender la luz, quiero una aspirina», él no contestó, y ella extendió el brazo por encima de él y tocó el interruptor de la débil bombilla eléctrica. Estaba durmiendo. El cigarrillo encendido se había caído en la sábana.
—Menos mal que lo he visto —dijo ella en voz alta. Apagó el cigarrillo y lo tiró por la ventana, buscó la aspirina, vació el cenicero, posponiendo el momento en que tendría que tenderse, estirada, escuchando, en que cerraría los ojos aunque sólo para que se volviesen a abrir de golpe.
«No te duermas —pensó mientras permanecía tumbada—. Quédate despierto y confórtame. Estoy asustada. Te aseguro que aquí hay algo que da miedo. ¿Por qué no puedes notarlo tú? Cuando dijiste, «Seamos felices» el primer día, había en alguna parte un grifo que goteaba en un fregadero lleno, y hacía una música alegre y horrible. ¿No lo oíste? Yo lo oí. No te des la vuelta ni suspires ni te duermas. Quédate despierto y confórtame.»
Nadie va a confortarte, se dijo, ya deberías haberlo aprendido. Reúne todas tus fuerzas, desperdiga todas tus fuerzas. Hubo una vez. Hubo una vez. Además me dormiré en seguida. Siempre queda el recurso de dormir, y mañana hará buen tiempo.
«Sabía que hoy haría buen tiempo—pensó ella cuando vio la luz del sol a través de las delgadas cortinas—. El primer día que lo hace.»
—¿Estás despierto?—dijo ella—. Hace buen tiempo. He tenido un sueño muy gracioso— dijo sin dejar de mirar la luz—. He soñado que caminaba por un bosque y los árboles gruñúan y después soñaba que el viento soplaba contra los cables del telégrafo, bueno, algo parecido, pero fortísimo. Todavía lo oigo: te juro de verdad que no me lo invento. Todavía lo tengo en la cabeza y no se parece a nada, sólo un poco al viento soplando contra los cables del telégrafo.
«Hace un día precioso —dijo ella tocándole la mano.
»Cariño, estás helado. Iré a buscar una botella de agua caliente y haré el té. Ya lo hago yo: esta mañana me siento llena de energías, y tú te quedas descansando, aunque sólo sea una vez.
«¿Por qué no contestas? —dijo ella sentándose y asomándose sobre él para mirarle—. Me estás asustando—dijo, con voz más fuerte—. Me estás asustando. Despierta —dijo, sacudiéndole.»
En cuanto le tocó, su corazón empezó a hinchársele hasta que le tocó la garganta. Se le hinchó y de él salían afiladas garras y las garras se le clavaban cada vez más profundamente.
«Dios mío», dijo ella y se levantó y descorrió las cortinas y vio la cara de él al sol. «Dios mío», dijo mirando su cara al sol y se arrodilló junto a la cama tomándole su mano entre las suyas sin hablar ni pensar ya.
—¿No oyó nada durante la noche? Dijo el médico.
—Creí que era un sueño.
—¡Oh! ¡Creyó que era un sueño! Ya entiendo. ¿A qué hora se despertó?
—No lo sé. Teníamos el reloj en la otra habitación porque es muy ruidoso. Supongo que serían las ocho y media o las nueve.
—Usted sabía naturalmente lo que había ocurrido.
—No estaba segura. Al principio no estaba segura.
—Pero, ¿qué estuvo haciendo? Eran más de las diez cuando me telefoneó. ¿Qué estuvo haciendo?
Ni una sola palabra de consuelo. Receloso. Tiene los ojos pequeños y las cejas pobladas y parece receloso.
—Me he puesto un abrigo —dijo ella— y me he ido a casa de Mr. Ransom, que tiene teléfono. He ido corriendo, pero parecía estar muy lejos.
—De todos modos, como máximo eso puede haberle llevado diez minutos.
—No, parecía muy lejos. Yo corría pero parecía que no avanzase. Cuando he llegado no había nadie en la casa y la habitación del teléfono estaba cerrada. La puerta principal está siempre abierta pero cuando sale suele cerrar esa habitación. Entonces he vuelto al camino pero no he visto a nadie. No había nadie en la casa ni en el camino y tampoco había nadie en la ladera de la montaña. De un alambre colgaban al viento unas sábanas y algunas camisas de hombre. Y estaba el sol, claro. Era el primer día de sol que teníamos. El primer día bueno.
Miró la cara del doctor, se interrumpió, y luego prosiguió en una voz distinta.
—Estuve primero andando arriba y abajo un rato. No sabía qué hacer. Luego se me ha ocurrido que quizás podría forzar la puerta. Lo he intentado y cedió. Se partió una tabla y entré. Pero parecía que pasaba muchísimo tiempo antes de que alguien contestara.
Sí, claro que lo sabía, pensó. Tardé mucho porque tenía que quedarme allí, escuchando. Entonces lo oí. Se fue haciendo más fuerte y sonaba más cerca, y estaba dentro de la habitación, conmigo. Oí el ruido del río.
Oí el ruido del río.
Jean Rhys
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