Quentin Tarantino
LOS ODIOSOS OCHO
Por Diego Cuevas
Sí, es fácil empezar por lo que más llama la atención: hay una escena en Los odiosos ocho (desde aquí un afectuoso saludo al que tiró de Google Translate para localizar el título original The Hateful Eight) donde la atención recae en una felación que polariza las simpatías del público por uno de los protagonistas. Es el momento exacto en el que la audiencia se ve obligada a decidir moralmente si el personaje que narra el acto en cuestión se merece un par de tiros a quemarropa o un aplauso por lo jocoso y asquerosamente vil del suceso. Y es fácil ver que el propio Quentin Tarantino se siente comodísimo con la idea de concebir esa escena en el universo del wéstern cinematográfico, de marcarse ese acto extremo de venganza en forma de chiste gamberro que en principio parece tan fuera de lugar. Porque lo que sorprende es que la propia escena, aun siendo tan de la cosecha del director, no acaba desafinando como una ocurrencia punk pese a parecer blasfema hacia el propio género del film, sino que encaja como algo que quizás podría ocurrir en ese universo cinematográfico de vaqueros, pero que hasta ahora no había ocurrido. Al fin y al cabo toda la representación popular de esa ficción romántica que es el wéstern cinematográfico siempre ha versado sobre animales salvajes que visten sombreros y empuñan pistolas, sobre seres odiosos intentando sobrevivir a un mundo hostil y haciéndose la puñeta. Que Tarantino aún se estará riendo con la salida que se ha marcado con esa mamada, pues también. En el fondo va muy a juego con su sentido del humor.
Odioso internet
Los odiosos ocho casi no llega a ocurrir en su versión cinematográfica. La culpa la tiene la persona que decidió filtrar el guion en internet en una etapa muy temprana del proyecto, logrando caldear hasta la ebullición las pelotas del papá de Pulp Fiction. Durante la preproducción el texto solamente había sido entregado a los actores de confianza del realizador, con lo que las sospechas recayeron sobre personas cercanas, y todo el asunto acabó propiciando que el realizador tanteara la posibilidad de enterrar el libreto o publicarlo únicamente como novela. En 2014 el director dirigiría en el Ace Hotel Los Angeles una lectura, con gran parte del reparto interpretando sus futuros roles, del guion filtrado. En aquel momento todo el mundo creía que aquella sería la única manera de presenciar la obra en algo que no fuese un pdf chusco, y las entradas para asistir al evento se vendieron alegremente a unos hermosísimos doscientos dólares por butaca. Cuando el director cambió de ruta y se animó de nuevo a llevar el libreto a las pantallas de cine las páginas ya habían sufrido algunas reescrituras y contaban con un final diferente al que presentaba la versión filtrada y la recitada en Los Ángeles.
Los 70 mm tan canturreados y loados por el realizador en realidad son un formato extinto que solo puede ser disfrutado en salas dotadas de proyectores que hoy en día escasean. Clásicos como 2001: una odisea del espaciose rodaron tirando de celuloide acomodado en esas medidas. Y lo de Tarantino con el formato en la actualidad ni siquiera es un caso aislado: Christopher Nolan sufrió lo suyo para filmar de ese modo Interstellar, un esfuerzo cuyo verdadero resultado solo podría ser contemplado realmente en las escasas once salas de Estados Unidos donde la película se exhibía respetando el formato inicial: salas IMAX dotadas de proyectores de 70 mm con sesiones que suponían un suplicio para los encargados de la proyección por tener que volver a pelearse con esas bobinas que la industria ya había abandonado en un contenedor: este vídeo ofrece una pequeña idea de lo engorroso que resultaba Interstellar en su versión de celuloide en un mundo que hoy en día vive y piensa en modo digital. Paul Thomas Anderson también se apuntaría a la locura en 2012, su The master se estrenaría en dieciséis salas específicas de las Américas con capacidad para lidiar con los 70 mm.
En el caso de Tarantino la opción ha sido filmar en Ultra Panavision 70, al igual que se hizo en su momento conBen-Hur y El mundo está loco, loco, loco, un formato específico cuyo último antecedente fílmico se remonta unos cincuenta años atrás: la anterior película que llevaba la palabra Ultra Panavision entre sus créditos había sido Kartum en 1966. La locura de desempolvar trastos abandonados para que Los odiosos ocho tuviera lugar conllevó un esfuerzo extra por parte de la productora, ya que con el fin de favorecer la exhibición tal y como tenía planeado el director The Weinstein Company se ha tirado más de un año comprando proyectores y lentes, instalándolos y programando cursillos para dummies de introducción a la vetusta maquinaria a los proyeccionistas. En España parece que los únicos que se atreven a proyectar la cinta de ese modo son los responsables de Phenomena.
A diferencia de Interstellar o The master, el caso de Los odiosos ocho resulta más llamativo por la diferencia en cuanto a favores del estudio y ventaja numérica. Frente a las casi anecdóticas copias de las películas de Nolan y Anderson que llegaban a los cines empaquetadas en esos insignes 70 milímetros, el wéstern de Tarantino contó con noventa y seis salas adaptadas para recibir con los brazos abiertos los rollos de película. Pero lo realmente gracioso de todo esto es la naturaleza de la propia película en contraste con el recurso: esa Ultra Panavision 70 funcionaba estupendamente para retratar y captar la épica de escenarios inmensos y espectaculares. Y en el caso de Los odioso ocho estamos hablando de una película que, quitando las secuencias iniciales y un par de planos fugaces, transcurre casi en su totalidad en el interior de un mismo escenario cerrado. Contemplando dicha puesta en escena las razones de Tarantino para haber optado por la tan adorada Ultra Panavision quedan bastante claras: lo hace porque es un mitómano y porque le sale de los cojones. Tampoco está mal, al fin y al cabo es su película y se lo monta con ella como quiere.
La versión de 70 mm es además ligeramente más extensa que la normal, incluye una obertura musical, un par de escenas de escasa importancia y una pausa a mitad del film. La obertura funciona como alfombra de bienvenida a una de las colaboraciones destacadas, la del legendario Ennio Morricone, trabajando para Tarantino pese a que había jurado por cosas sagradas que aquello no volvería a ocurrir, con una banda sonora que le acaba de otorgar un Globo de oro y una nominación al Óscar. Por otro lado la pausa intermedia de doce minutos es la única razón para que en la película aparezca un narrador (el propio director) de la nada: sirve tanto para recordar por dónde iba la historia antes de que el descanso tuviese lugar como de herramienta para proponer un nuevo capítulo y justificar su título. Lo realmente extraño será tropezarse con esa voz en offrepentina, con ese narrador inesperado, en la versión carente de intermedio.
Odiosos ocho
Los odiosos ocho se sitúa en algún lugar de Wyoming un número indeterminado de años después de la guerra civil estadounidense. Y también está ubicada en el mismo universo alternativo que Django desencadenado,Malditos bastardos o Pulp Fiction porque tanto la presente como todas las anteriores tienen elementos comunes a modo de guiños y pistas típicos del director: el nombre de la marca de tabaco ficticia Red Apple sale de boca de más de uno de los odiosos, certificando que sí, que tanto Vincent Vega como todos los pistoleros de esta película pertenecen a una línea temporal donde Hitler en lugar de suicidarse fue convertido en puré por un grupo de judíos bastados.
Piruetas históricas aparte, el punto de partida del guion de Los ocho odiosos es una ocurrencia fantástica: observar la estructura de ciertos capítulos de las series de wéstern televisivas, concretamente aquellos que acordonaban a los personajes para revelar si militaban en el bando de los héroes o de los villanos a base de desempolvar su pasado, e imitarla pero retorciendo sus leyes establecidas. Porque la idea de Tarantino es básicamente una perversión de ese recurso de series como Bonanza: «¿Qué ocurriría si una película solamente tuviese a ese tipo de personajes. Sin héroes. Sin Michael Landons. Solamente una banda de indeseables en una habitación, todos contando historias que pueden ser o pueden no ser ciertas. Encierra a estos tipos en una sala con una tormenta en el exterior, dales armas y contempla lo que ocurre».
En The Hateful Eight una diligencia donde viaja un cazarrecompensas llamado John Ruth (Kurt Russell)encadenado a su botín —una prisionera de modales cuestionables llamada Daisy Domergue (extraordinariaJennifer Jason Leigh)— huye de una tormenta de nieve cuando se encuentra en el camino con otro cazarrecompensas, el mayor Marquis Warren (Samuel L. Jackson), que solicita un hueco en el vehículo para su persona y los tres cadáveres que lleva como equipaje. A partir de este momento una serie bastante llamativa y heterogénea de personajes (interpretados por Walton Goggins, Demián Bichir, Tim Roth, Bruce Dern yMichael Madsen que completan la formación anunciada en el título) comienza a sumarse a la historia para acabar enclaustrados, por culpa de la ventisca, en un mismo refugio en medio de la nada. Y pronto la película se descubre al mutar del cine del Oeste hacia el misterio de un whodunit en el que, en apariencia, aún nadie ha hecho nada pero todos tienen motivos para hacerlo. Lo hace para el resto de personajes en cuanto Ruth deja claro que está convencido de que alguien bajo aquel techo no es lo que parece, aunque las pistas al espectador se le han disparado mucho antes.
La historia está dividida en seis capítulos e implica el riesgo añadido de salir lechoso y fotofóbico del cine, puesto que Tarantino se marca sus buenas tres horas de metraje sin pedir permiso ni preguntar si alguien tiene prisa, aunque hay que reconocer al realizador que si algo ha sabido ser siempre es entretenido de cojones. Porque es realmente difícil que hoy en día alguien se casque casi ciento ochenta minutos de película apoyándose en exclusiva en el discurso de los personajes como medio para que el público se construya, o sospeche de, una posible interpretación de cada uno de ellos. Y es fácil observar en Los odiosos ocho ciertas señas que ya se esperan de alguien que escribe personajes cuyos codos suelen ofrecer monólogos interminables: ese discurso de Tim Roth sobre la justicia es una genialidad que hace preguntarse cuántos guionistas hoy en día saben mantener por completo la atención con tan solo un personaje exponiendo una idea de manera brillante.
Aunque de todos modos los odiosos no se pasan todo el metraje jugando a las tacitas y de cháchara con el meñique levantado: la segunda mitad de la función está centrada casi exclusivamente en las reacciones ante los desparrames sangrientos del reparto sospechoso, pero también es cuando la película aprovecha para marcarse giros inesperados y regatear a la audiencia. Y es donde tiene lugar la revelación de que lo más divertido es contemplar lo inesperado, la sensación de que cualquier cosa que vaya a ocurrir gusta de imaginarse a sí misma impredecible, de que podemos intentar jugar a ir un paso por delante a la hora de resolver el misterio pero aun así la película está constantemente tratando de ir dos por delante de nosotros, incluso cuando el propio misterio puede no resultar tan interesante como todo lo que conlleva hasta él. Y es muy divertido, y de agradecer hoy, sentarse ante una historia en la que es difícil olerse lo que va a ocurrir durante el minuto siguiente, en la que no tienes ni idea de qué rumbo van a tomar las cosas. Pero también hay que saber y aceptar de antemano en qué condiciones ocupamos ese asiento ante la pantalla: es una película de Tarantino, un hombre que últimamente se olvida siempre en casa el recurso de las elipsis y juega a regodearse en sí mismo, alguien que se marca tres horas con un reparto estupendo dentro de cuatro paredes más porque puede que porque debe, alguien que en el fondo se ha emperrado en rodar en un formato muerto algo que ni siquiera lo necesitaba por simple devoción personal. Y es una película que no va a ganarse a los detractores del realizador porque no salva los escollos que aquellos le achacan: excesos, ombliguismo y creerse demasiado listo.
Y si somos capaces de aceptar todo eso nos encontramos ante una cinta de lo más disfrutable, quizás menos interesante que Django desencadenado, aunque esté bastante claro que Los odiosos ocho juega en otra liga completamente diferente a la de aquellas aventuras del héroe en busca de Brunilda: lo del wéstern aquí es una excusa y no el auténtico género, y los roces raciales en este film son parte de la historia pero no la razón principal. En el fondo Los odiosos ocho tiene una naturaleza y un espíritu de obra teatral, de conflicto a pequeña escala entre una banda de cabrones que incidentalmente está situado en el Oeste salvaje. Aquí lo que hay que tener claro es que esto en el fondo es un juego guionizado por Tarantino, que vamos a ser testigos de una función donde lo importante no es tanto descubrir cuál de los personajes está mintiendo sino cuál de ellos es el único que no lo hace, donde incluso la película juega a mentirnos ya desde su propio título. Y que a pesar de sus innecesarias tres horas de duración la obra aún consigue apañárselas para ser entretenida de cojones.
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