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Triunfo Arciniegas
EL DERRUMBE
24 de octubre de 2023
¿Han leído Una soledad demasiado ruidosa? Hanta, el protagonista, que deambula por Praga pensando en sus filósofos y que trabaja en una trituradora de papel, irremediablemente terminará sus días aplastado por las tres toneladas de libros que acumula en casa. “Los libros me han enseñado el placer y la voluptuosidad de la devastación”, dice, y así precisa su ritual: “… al igual que las aguas sucias y turbias de un río en el desagüe de una fábrica, resplandece de vez en cuando un pez magnífico, en el río de papel viejo también brilla a veces el lomo de un libro precioso; deslumbrado, miro un rato hacia otra parte antes de cogerlo, lo seco con el delantal, lo abro y huelo el texto, y sólo después fijo los ojos en la primera frase y la leo como si fuera una predicción homérica; entonces guardo el libro entre otros bellos hallazgos en una caja tapizada de estampas que alguien volcó en mi sótano por equivocación junto con varios libros de oraciones”.
Casi me sucede lo mismo esta mañana. Estaba en la escalera que se ve al fondo, acomodando el estante superior, cuando todo se vino abajo. Los libros y las revistas, que antes llegaban hasta el techo, cubriendo una pared de tres metros de altura, se desparramaron sobre el piso y ahora permanecen enterrados bajo las tablas. La escalera se fue contra la pared, arrojándome en sentido opuesto, encima del caos.
No me sucedió nada, por suerte. Solo un raspón en el brazo, una pequeña herida en el meñique izquierdo y algunas astillas ensartadas en otros dedos.
Cosa rara. Había estado diciéndome, como un mantra, como un verso de un poema de niebla: See you on the other side. Algo se torció en el destino. Un poco antes del derrumbe, llamé a alguien para decirle que la extrañaba. Sólo eso. Le hubiera dejado ese último recuerdo. Y luego comenzó a llover. Ah, la literatura, tan inevitable, ordenando el caos de la vida.
Hace unos cinco años, en la azotea de esta misma casa, me cayó una pared encima y me fracturó una pierna. Pasé siete días y siete horas en una miserable camilla, como un soldado en tiempos de guerra, hasta que por fin me enviaron a Cúcuta y me operaron un día después. Necesité un año para recuperarme del todo.
Esteban Carlos Mejía mezcló este accidente con la novela de Bohumil Hrabal. Hace poco, en Villavicencio, le oí contar lo que los libros habían hecho con mi pierna. Me dolió hasta el hueso.
Un descuido y deja uno de contar el cuento. María Osorio Caminata, dueña y señora de Babel y quien prepara con sabiduría y belleza mi libro número setenta, El dragón viejo, me escribió para enseñarme unas pruebas y preguntar por el contrato. “Por poco quedo póstumo”, le dije. Se rio pensando en los años que llevamos planeando este libro. Luego le envié las fotos.
Casi resultan proféticas las palabras de Esteban Carlos. Todo se vino abajo lentamente. En ese último instante no se puede hacer nada. Quienes nos hemos caído de una moto lo sabemos muy bien. Por una milésima de segundo el mundo se detiene. Uno sabe que lo demás es la caída y alcanza a pensar que ojalá al menos no haya huesos rotos. Por suerte estaba en la parte superior de la escalera y no fui aplastado por ladrillos, tablas y libros. El ruido fue tremendo y luego me di cuenta que extravié los zapatos.
Ahora tengo que volver a empezar.
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