Mi primer encuentro con Jean Genet, mentiroso sublime
Tahar Ben Jelloun recuerda en este texto la llamada que, siendo él un joven de 30 años, recibió de un autor consagrado de 64, volcado en la militancia política, cansado de la literatura y de su propia imagen de maldito. Aquel día nació una amistad a la que el autor marroquí ha dedicado un libro, ‘Jean Genet, mentiroso sublime’, que esta semana llega a las librerías de la mano de la editorial Huerga & Fierro
TAHAR BEN JELLOUN
11 ABR 2021 - 22:30 COT
Blanca escarlata, la voz de Jean Genet. El recuerdo de una voz tiene un color; la de Genet tenía algo de luminoso y al mismo tiempo de juguetona. Todavía la oigo. Voz trabajada por el tabaco, un poco ronca, casi femenina, pero una voz sonriente. Con el tiempo se volvió gruesa, calma y siempre presente, urgente. Escribirá en Un cautivo enamorado: “Como todas las voces, la mía está falsificada, y si no se adivinan las falsificaciones ningún lector es consciente de su naturaleza”.
Yo estaba lejos de advertir sus efectos especiales. Había cierta constancia en aquella voz, un tono que variaba poco. Nunca hablaba en voz alta y, hasta cuando estaba enojado, solo expresaba su exasperación con palabras escogidas. Era natural en él. Pero cuando escribía oía su voz interior, que debía ser diferente de la que utilizaba en público. A veces murmuraba o recalcaba ciertas palabras para hacer sentir mejor su importancia. Las acompañaba con gestos precisos como si dibujara caras y expresiones corporales. La voz de la falsedad. La voz de la verdad. La voz correcta. Pasaba de una a otra sin previo aviso. Procedía, ingenuamente, de un modo tan burdo que producía risa. Mentir es hacer piruetas. Él estaría de acuerdo con lo que decía Cavafis: “La verdad solo pertenece a los vencedores”, y añadía: “La verdad no es suficiente, pero el poeta da testimonio incluso de lo que no ha visto”. Genet no se reconocía “en el hilo de las evidencias” (René Char); lejos de ello, todo le parecía complejo y desconfiaba de todo y de todos salvo de los que amaba. Pasaba así de un exceso a otro y no le incomodaba. Era el hombre de la palabra dada, palabra que daba muy raramente. Del resto, firma, contrato, promesa, le daba por burlarse y reírse.
En ningún momento sentí que su voz era “falsa”, salvo cuando imitaba a la gente. Más de 40 años después, aún la conservo claramente en la memoria. La escucho, regreso al pasado y vuelvo a ver aquella mañana soleada de primavera, el 5 de mayo de 1974; yo tenía treinta años y él la edad que yo tengo hoy, cuando escribo estas líneas: 64 años. Mucho más que sus escritos, a los que vuelvo a menudo, es su voz la que más me acompaña. Para mí era la voz de un hombre verdadero, no la de un mentiroso, de un embustero, de un jugador o de un comediante. Sobre todo no la de un santo.
Me habló por teléfono, y me esforcé en representármelo. Había solo visto una foto suya con los Black Panthers en América. Me acordaba de su nariz de boxeador y de su cabeza calva. No estaba seguro de reconocerlo si me lo encontrara por la calle. Había oído hablar de él cuando se posicionó en favor de los prisioneros negros en América. Fue en julio de 1969, en el Festival Panamericano de Argel. Unos hombres venían de caminar por la luna, y nosotros, incrédulos, preferíamos la compañía de los militantes negros con Angela Davis a la cabeza. Fue allí cuando oí por primera vez el nombre de Genet en boca de Jean Sénac, poeta francés que se hizo argelino, asesinado en 1973 en Argel porque era homosexual, porque era rebelde, porque molestaba a un régimen militar duro y alérgico a la poesía, al pensamiento libre, a la imaginación creadora.
“Me llamo Jean Genet, usted no me conoce, pero yo sí, lo he leído y me gustaría quedar con usted... ¿Está libre para comer?”. Me dije: resulta gracioso, el mundo al revés. ¡Un mito de las letras francesas que me invita a mí! No me lo podía creer. Estaba vagamente al corriente de sus bromas, de sus polémicas, de sus escándalos y de sus obras prohibidas. Cuando estaba escribiendo mi primera novela, Harrouda, entre 1970 y 1972, descubrí el Diario del ladrón, que un amigo me había recomendado. “Léelo, habla de Tánger, un Tánger que ni tú ni yo conocimos”. Efectivamente, me quedé sorprendido y al mismo tiempo me intrigó lo que aquel hombre relataba de su viaje de Barcelona a Tánger. Aquella lectura me conmocionó, pero fue una conmoción saludable, formidable.
“Me llamo Jean Genet, usted no me conoce, pero yo sí, lo he leído y me gustaría quedar con usted... ¿Está libre para comer?”. Me dije: resulta gracioso, el mundo al revés. ¡Un mito de las letras francesas que me invita a mí!
¡Jean Genet quería conocerme! ¡Por supuesto que estaba libre! Lo habría anulado todo para aceptar su invitación. Fue la única vez en que me habló de usted. El tuteo era en él inmediato, salvo con las personas que quería tener a distancia.
Yo sabía que había leído Harrouda, aparecida en 1973, en Maurice Nadeau. Había hablado de ella en una emisión de France Culture. Su intervención se publicó en L’Humanité. Un amigo librero de la Rue de Rennes me lo comunicó algunos días después, pero demasiado tarde para encontrar el diario en los kioscos. Me dijo que Genet se metió con Sartre. “Harrouda de Tahar Ben Jelloun, Une vie d’Algérien de Ahmed, Le Cheval dans la ville de Pelégri, Le Champ des oliviers de Nabile Farès ―había declarado Genet el 2 de mayo de 1974― son los libros que uno tendría que leer para conocer la miseria de los emigrantes, su soledad y sus desdichas, que son también las nuestras. [...] Es necesario que hable, y volveré a hablar de estas voces más lúcidas que lastimeras, ya que nuestros intelectuales, a los que todavía se les llama estúpidamente pensadores, escurren el bulto; los que supuestamente son los mejores se callan; uno de los más generosos, Jean-Paul Sartre, parece haber cometido un error y complacerse en el mismo. No se atreve a pronunciar una palabra, una palabra que podría ayudar a esas voces de Tahar Ben Jelloun y Ahmed. Pero Sartre ya no es el pensador de nadie, salvo de una pintoresca banda ya desbandada”.
Estas palabras me habían en un principio sorprendido, pues eran inexactas: mi novela no trataba de la miseria de los inmigrantes, sino de la historia de un niño que descubre la sexualidad entre las ciudades de Fez y Tánger. Genet solo había retenido la figura de la madre del niño y la de aquella anciana prostituta convertida en mendiga que los niños apodaban “Harrouda”. A la espera de leer todo el artículo, me dije “he de darle las gracias” y envié una carta bastante banal a Gallimard con mi dirección en el dorso del sobre: “Maison de la Norvège, Cité Universitaire, boulevard Jourdan, Paris XIV”.
Estaba muy lejos de imaginar que me respondería y no podía adivinar que elegiría telefonearme. En la Ciudad universitaria no teníamos teléfono en las habitaciones, solo una campana para avisarnos. Había entonces que bajar a recepción para atender la llamada. Yo estaba en pijama y, mientras me vestía, solo me invadía un temor: que el comunicante no hubiera ya colgado.
Me llamaban raramente. Debían de ser, pensé, mis padres o mi hermano seguramente de paso por París. Cuando tomé el auricular, su primera frase salió de una vez. Ni una sola vacilación, ni el más mínimo silencio entre las palabras. Como aprendida de memoria, como recitada por un comediante sin derecho a equivocarse: “Me llamo Jean Genet...”.
Me pidió que nos encontráramos en el restaurante L’Européen, frente a la Gare de Lyon. Tomé el metro con la emoción de ir a conocer al escritor con el que nunca hubiera esperado encontrarme un día. Pero he aquí que, perturbado por la invitación, me equivoco de estación y me encuentro en la Gare du Nord. Bajé de nuevo al metro volviendo a pensar en las páginas del Diario del ladrón, un libro que me había dejado noqueado por su virulencia, su crueldad y su audacia. Me acordaba de los escupitajos, de los piojos y de las palabrotas: “Los piojos nos habitaban. Proporcionaban tal animación a nuestras ropas, tal presencia, que, al desaparecer, parecía que estaban muertas. Nos gustaba saber, y sentir, pulular las bestias translúcidas que, sin ser domesticadas, eran tan buenas con nosotros que el piojo de otro nos asqueaba. Las cazábamos, pero con la esperanza de que en el día hubieran nacido las liendres. Con nuestras uñas las aplastábamos sin asco y sin odio”.
Se me había quedado este pasaje en la memoria porque me regresaba con precisión a aquellas noches pasadas en el campo disciplinario del ejército cazando chinches (cuando uno los aplasta, desprenden un olor insoportable) y piojos que se ocultaban en las sábanas, ya que nuestras cabezas eran sistemáticamente rasuradas cada dos días.
Después de haber atravesado todo París en metro, llegué finalmente con mucho retraso. Era un día particularmente soleado, Genet estaba en la acera, con un libro en la mano. Me sorprendió el rosa fresco de sus mejillas, un rosa caramelo. Un bebé risueño, pequeño de talla, camisa de un blanco relumbrante, pantalón beige no muy limpio, gastado chaquetón de gamuza, restos de nicotina en los dedos. Fumaba cigarrillos Panter, el humo olía fatal. Al entrar en el restaurante, creí que hacía bien diciéndole que admiraba su obra. Sin enfadarse, me dijo: “No me vuelvas a hablar nunca más de mis libros; escribí para salir de prisión, no para salvar a la sociedad; he salvado mi piel aplicándome como un buen escolar, ya lo sabes, eso es todo”.
Me quedé sorprendido, un poco desconcertado, sin saber cómo reparar la metedura de pata. Me había hecho ciertas ilusiones y pensaba que un gran escritor no hablaría así de su obra. Era el lado ingenuo de mis inicios en la literatura. Pero confieso que esta reacción violenta, sorprendente, me ayudó enormemente en mi vida y en mi trabajo. Era la primera vez que me encontraba con un escritor que no soportaba que se mencionara delante de él su obra. Resultaba muy raro. Le pregunté por qué. Me miró y me dijo: “¿Qué es lo importante, un hombre o una obra?”. Puso ante mí la obra que tenía en la mano, un libro en árabe. Me dijo: “Son Las mil y una noches, estaría bien que las tradujeras”. Le respondí que ya había buenas traducciones de aquel libro. No insistió y comenzó a hablarme con más detenimiento: “Vengo de Palestina y, al final, de Jordania y de los campos palestinos. La policía jordana me arrestó y luego me expulsó. Yo hablaba del Septiembre Negro, de la responsabilidad del pequeño rey; en pocas palabras, no fui bienvenido. En fin, tienes que saber que es horrible lo que he visto; sí, horrible, la gente tiene que saber lo que pasa allí. He visto a niños deshidratados, a madres implorar al cielo, a combatientes salir al alba a luchar contra el ocupante; he visto tales cosas que he escrito un texto que me ha pedido Arafat. Ha sido traducido al árabe. No lo tengo, pero me gustaría mucho pasártelo para que me dijeras si está bien traducido, ¿comprendes?, para los palestinos. Las palabras han de ser precisas, sin contrasentidos, es importante”.
Pidió una caña y puré. El camarero le dijo: “Puré, ¿con qué?, ¿carne, pescado?”. “Carne picada”. Me dijo: “En París, no se puede comer un plato de puré. Apenas me quedan dientes, de modo que no puedo masticar la carne, me alimento de puré; pero es necesario que pida carne, o no hay puré. Aunque, tú, toma lo que te apetezca. Eres mi invitado”. Durante el resto de la comida, en ningún momento habló de Harrouda ni de su intervención en France Culture; me habló de los campos palestinos, de Hamza, un combatiente palestino que había conocido, de la madre de Hamza, de los niños que jugaban con balones pinchados, de las polvaredas, de la falta de agua, de la dignidad de las mujeres. Insistió sobre este último punto y luego me dijo: “Hay que hacer algo, es necesario que los europeos sepan lo que pasa allí; les prometí que les ayudaría informando a la gente. El otro día recibí una carta de Claude Mauriac de Le Figaro, me pedía escribir algo sobre ya no sé qué y me daba una página entera, le telefoneé proponiéndole contar mi viaje a Palestina. Marcó un tiempo de espera y luego me dijo: “¡No, lo que te pido es una página literaria!”. Pero ¡yo no tengo nada que ver con eso, con la literatura! Lo que yo quiero es dar testimonio, ¡denunciar! ¡La literatura! ¡Menuda patraña!”.
Creí que hacía bien diciéndole que admiraba su obra. Sin enfadarse, me dijo: “No me vuelvas a hablar nunca más de mis libros; escribí para salir de prisión, no para salvar a la sociedad; he salvado mi piel aplicándome como un buen escolar, ya lo sabes, eso es todo”.
Hablando lentamente, como si dictara un texto aprendido de memoria, me dijo una frase parecida a la que ahora leo al principio de Un cautivo enamorado: “En Palestina, más que en otros lugares, me pareció que las mujeres poseían una cualidad más que los hombres. Por muy bravo, valiente, atento con los demás, todo hombre está limitado por sus propias verdades. A las suyas, las mujeres, por otra parte no admitidas en las bases pero responsables de los trabajos del campo, añaden a todas estas una dimensión que parece implicar una risa inmensa”.
Me di cuenta de que, para él, era de las mujeres palestinas de quienes deberíamos hablar con prioridad si tuviéramos que hacer algo juntos. Era incluso la razón secreta de aquella comida. No me decepcionó; al contrario, aquello me estimuló. Yo mismo estaba bastante comprometido con los palestinos en París y acababa de perder a un amigo, a Mahmoud Hamchari, asesinado en su casa al explotarle su teléfono. Los servicios secretos israelíes procedían de ese modo, en aquel tiempo, cuando querían eliminar a tal o a cuál representante de Palestina en Europa. Yo había escrito un poema en su memoria, que se convirtió en un cartel que distribuían los simpatizantes belgas de la causa palestina.
Le propuse de inmediato a Genet encargarme de escribir un artículo sobre el asunto en Le Monde, donde justamente había comenzado a colaborar. Me miró aturdido y luego me dijo: “No creo que quieran publicar algo que vaya a enojar a sus amigos israelíes”. Estaba convencido, y lo estuvo el resto de su vida, de que los medios franceses estaban “bajo la férula de los sionistas”...
Al día siguiente de nuestro encuentro, visité a Pierre Viansson-Ponté, el redactor jefe de Le Monde, para el que debía escribir en aquel diario desde que me lo presentara mi amigo François Bott. Viansson me aconsejó que me viera con Claude Julien, que dirigía Le Monde diplomatique. Lo que hice inmediatamente. Julien era un hombre elegante, cortés y atraído por los demás. Me dijo: “Eso me interesa mucho; le reservo la última página del mes de julio, es muy leída; espero su escrito”.
Comenzó luego un verdadero taller de trabajo con Genet. Venía casi a diario a mi cuarto de la Maison de la Norvège y me hablaba. Yo tomaba notas. Cuando no conseguía imaginarme los lugares, cogía él un bolígrafo y me dibujaba el campo con unos trazos. Quería ser preciso, exacto, y repetía varias veces la misma frase. Yo escribía casi bajo su dictado. Él me releía luego; con un bolígrafo rojo, tachaba las frases que no le gustaban. Venía a durar aquello unas dos horas. Todo lo contrario del Monde des livres, que me había enseñado a ser rápido pidiéndome a veces un obituario justo antes del cierre. Yo sabía trabajar con urgencia. Había hecho ya reportajes y enviaba mis artículos por telex porque la actualidad no espera. Lo que no le impedía al gran Jacques Fauvert, director de Le Monde en aquel tiempo, repetir: “Una información ha de verificarse más de una vez antes de ser publicada, incluso si hemos de aparecer después de los demás”. Eran otros tiempos, otras exigencias.
Me di cuenta de que, para él, era de las mujeres palestinas de quienes deberíamos hablar con prioridad si tuviéramos que hacer algo juntos. Era incluso la razón secreta de aquella comida.
Ya no me acuerdo cuántas mañanas y tardes trabajamos, Genet y yo, aquel texto. Una mañana muy temprano, él se levantaba a las seis, me llamó simplemente para cambiar una palabra. Me dijo: “¿Sabes?, se trata de los palestinos, hombres y mujeres sin patria; no podemos además maltratarlos con palabras incorrectas o impropias, se merecen nuestras mejores palabras; es por lo que hemos de ser precisos, muy precisos, y no dejar ninguna deficiencia o ambigüedad en el texto”. Debí teclear el artículo una decena de veces en mi vieja máquina de escribir. Él lo releía con un bolígrafo Bic rojo en la mano; subrayaba ciertos pasajes, escribía en el margen, tachaba algunas de sus propias palabras, leía en voz alta y luego me lo devolvía para que lo volviera a teclear. Yo ya no era a sus ojos un periodista, sino un cómplice al que le encargaba transmitir un mensaje. Estaba apasionado, decidido a hacer lo que fuera para dar testimonio de todo lo que había visto allí y de las condiciones inhumanas en las que vivían los refugiados palestinos. Se tomaba su papel tan en serio que había perdido el sentido del humor. Estaba serio, impaciente y, cuando hacía una pausa, despotricaba contra la prensa francesa que daba la espalda a la desgracia de aquel pueblo.
Debí teclear el artículo una decena de veces. Él lo releía con un bolígrafo rojo en la mano; subrayaba, escribía en el margen, tachaba, leía en voz alta y luego me lo devolvía para que lo volviera a teclear. Yo ya no era a sus ojos un periodista, sino un cómplice al que le encargaba transmitir un mensaje.
Terminado por fin el artículo, tras innumerables revisiones y correcciones, Genet puso una condición sine qua non para su publicación: Azzedine Kalak, el representante de la OLP en París, debía darme su autorización. Y aquí se encontraban ya reunidos en torno al texto, en mi pequeñísima habitación de la Ciudad universitaria: Jean Genet, Azzedine Kalak y Mahmoud Darwich, que, de paso por París, se nos había unido. Yo leía en francés y, seguidamente, traducía al árabe para Azzedine Kalak y Mahmoud Darwich. Estaban orgullosos y conmovidos por toda la atención que les prestaba Genet. Mahmoud lo conocía ya un poco, se habían conocido en Ammán. Iniciamos una conversación entre nosotros cuatro, en una mezcla de francés y árabe. Genet se lo tomaba todo tan en serio que llegó a parecernos un poco demasiado meticuloso, demasiado riguroso, lo que hizo incluso sonreír a Azzedine y a Mahmoud, en particular a este último, dotado de un gran sentido del humor. Frente a ellos, Genet se encontraba totalmente desprovisto del mismo. Pero conservo de aquel encuentro el recuerdo de un general buen humor y de una relación muy fraternal. ¿Cómo podía imaginar entonces que Azzedine Kalak sería asesinado cuatro años después, en aquella misma ciudad y probablemente por los servicios secretos iraquíes? Genet idealizaba sin duda a los palestinos y su causa, pero sabía lo que hacía; no era aquel su primer combate, y su lucha junto con los negros americanos le había enseñado que uno debía ser muy exigente y estar muy vigilante si quería ganar la partida.
Le llevé el escrito a Claude Julien, quien me dijo que estaba muy contento de publicar un texto inspirado por Jean Genet y su lucha en favor de la causa palestina. El artículo apareció en el número de julio de 1974. Tuve muy pocas reacciones a su contenido; en compensación, mis amigos no dejaban de repetirme que frecuentaba a quien ellos consideraban un enorme escritor. Por más que rectificara y dijera que el Genet que conocía era más un militante que un escritor, no dejaban de repetirme que la suerte me sonreía. “No solamente ha escrito sobre ti ―me dijo uno de ellos―, sino que ahora escribe contigo”. Más tarde comprendí hasta qué punto era Genet quien elegía siempre a las personas que frecuentaba y no al revés. Era ilocalizable, inasequible, fuera de alcance. Cuando nos veíamos, hacía todo lo posible por evitar a los que llamaba los “latosos”, una categoría que englobaba a los agentes del fisco como a los antiguos conocidos que esperaban retomar el contacto con él. En cuanto a la amistad, era intratable.
Traducción de Pedro Gandía Buleo.
‘Jean Genet, mentiroso sublime’. Tahar Ben Jelloun. Traducción de Pedro Gandía Buleo. Huerga & Fierro, 2021. 184 páginas. 16 euros. Se publica el 15 de abril.
EL PAÍS
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