Louise Glück: la pérdida que traspasa
Envuelta en la luz y en la oscuridad al mismo tiempo, la reciente ganadora del Premio Nobel de Literatura libera su voz sin estridencia. No impone su íntima desesperación, aun cuando todo en la base sea eso. Sus poemas son justos y llanos, pero no por ello menos intensos y secretos. La claridad es solo una apariencia. Las imágenes trepan y se elevan, ascienden como la primavera que surge de la tierra y que muchas veces no logramos entender.
Milagros Abalo
11 de octubre de 2020
El amor en los poemas de Louise Glück (Nueva York, 1943) nunca ignora su fin, incluso cuando todo recién comienza. Lo que se ama termina siendo destruido en las manos del ser humano. Nada se salva. Las relaciones familiares, como en su libro Ararat, están cargadas de tristeza, quizás porque están llenas de deseos incumplidos, de muertes que han tocado las puertas de sus casas demasiado pronto y de paso han calcinado los sueños de toda inocencia. Allí donde está la escisión está la rotura, dicen sus poemas. Mujeres heridas que se han hecho fuertes a punta de ensimismamientos, y una en especial que carga con el vacío de su padre, y que mira la belleza de su madre de la que todos hablan.
La envidia también está presente en las relaciones, como la de dos hermanas que nunca terminan de congeniar, o la envidia inevitable de las Furias ante la felicidad de los mortales en ese poema llamado “Confesión”. Ararat es la crónica de una familia “especialista en silencios” y, por lo tanto, especialista en la representación de falsos papeles que terminan con la extinción de su propia lengua. La marca entonces, nos dice, se lleva desde temprano, desde que se tiene memoria y quizás sea necesario crear una nueva lengua para decir: “Lo que vuelve / del olvido vuelve / para encontrar una voz”.
De estilo más concentrado en la característica narrativa de sus versos, aunque en una misma y honda línea reflexiva, hay otro libro llamado Praderas, donde se hacen presente las hostilidades de un matrimonio mal avenido, la soledad de esas “fuerzas enfrentadas” bajo la mirada de un hijo que, en la encarnación de Telémaco, va dejando plasmada con cierta lástima la relación de sus padres Odiseo y Penélope, quienes también toman la palabra para hacer sus descargos.
Alma, cuerpo, espinas, pecado, culpa, perdón, son las señales, las migas que van quedando en el camino de la lectura y que instalan el universo de lo religioso en ella y de todo lo que eso implica: la pérdida de una fe o la exigencia de la misma. La insignificancia de la existencia.
Louise Glück, autora de once libros, siete de ellos traducidos al castellano por editorial Pre-Textos, y profesora universitaria, reescribe la mitología y esa lectura de la tradición sobre la que tuvo ojos desde pequeña, supone una aguda observación de ciertos aspectos y detalles de aquellos personajes. Como si esas figuras traídas a su escritura fueran de algún modo las voces que encarnan y traducen las sombrías zonas del yo. La cotidianidad del amor, la infancia infectada de daño, también aparecen pero desde una nueva mirada que incorpora otras imágenes, las de su propio presente. Transcurre el tiempo en sus poemas “hacia atrás desde el acto hasta el motivo / y hacia adelante hasta una decisión justa”.
Otros libros que toman la mitología para hablar del amor y el deseo de un yo quebrado son, por ejemplo, Vita Nova o Averno. En voz de Orfeo-Eurídice y Perséfone, respectivamente, encontramos poemas que hablan del desastre y al hacerlo intentan perpetuar las huellas de un amor; la escritura de estos versos se levanta como la forma de resistencia de un corazón que se ha endurecido por necesidad, para protegerse del daño. Y también la necesidad de engañarse y creer que ese engaño muchas veces constituye la felicidad es un pensamiento que traspasa estos libros y otros de la autora; necesidad del presente del amor para continuar hacia adelante, un rato, quizás por deseo, por ansia, antes de que todo se arruine. Nada impide, sin embargo, que se vivan las cosas, nada impide la aparición de ciertos destellos en el oscuro “fondo constante del corazón”. Glück en alemán significa felicidad. El amor en definitiva es un paso por el fuego que todo lo consume y, sin embargo, no se puede estar ajeno, se puede sí salir caminando, sola, siempre sola la voz. Y envuelta en la luz y en la oscuridad al mismo tiempo, la poeta sale porque es necesario hacerlo, para construir “un todo, algo bello, una imagen / capaz de vivir por sí misma”.
Louise Glück, de la que se dice es solitaria y retraída, libera su voz no a los gritos, no impone su íntima desesperación, aun cuando todo en la base sea eso. Sus poemas son justos y llanos, mas no por ello menos intensos y secretos, como si en la lectura nos fuéramos metiendo cada vez más adentro, de su vida o en el reflejo de su vida, de la nuestra. Sus versos se van acompañando hasta que aparece uno, dos o tres que quiebran con su extrañeza la secuencia narrativa y revelan la imagen que contiene y arrastra el sentido de todo el poema. La claridad es solo una apariencia. Las imágenes trepan y se elevan, ascienden como la primavera que surge de la tierra y que muchas veces no logramos descifrar y, sin embargo, podemos apreciar su belleza. Como la de ese otro amor o desamor igual de intenso aunque más misterioso, un “tú” que todo lo cubre en su invisibilidad, una fe, acaso una divinidad que no se nombra pero está y se intuye en los versos de uno de sus libros más importantes y poderosos, el que la hizo ganadora del Premio Pulitzer en 1993, El iris salvaje.
En los poemas de Louise Glück lo único que permanece e ilumina su mundo es la visión de la naturaleza que vemos transformarse, florecer y marchitarse en su ciclo vital, y de alguna manera en lo que permanece la poeta deposita una esperanza, la esperanza de la creación, tal vez la misma que deposita en los sueños, ese mundo donde no se necesitan más dioses que el cuerpo y el alma de quien sueña.
Alma, cuerpo, espinas, pecado, culpa, perdón, son las señales, las migas que van quedando en el camino de la lectura y que instalan el universo de lo religioso en ella y de todo lo que eso implica: la pérdida de una fe o la exigencia de la misma. La insignificancia de la existencia. Aparece un cielo al que siempre se mira en busca de algo, un tú que nunca termina de aparecer o lo hace con su voz inmisericorde: “Cuántas veces debo destruir mi propia creación / para enseñaros / que vuestro castigo es éste: / un solo gesto me bastó para instalaros / en el tiempo y en el paraíso”. Un amor cruel y tierno como todo amor divino, que exige “aprender a amar / la oscuridad y el silencio” para ser correspondido.
Pienso en otra gran poeta norteamericana de su misma generación, Sharon Olds, y en su poema “Qué si dios”, donde la voz llena de ira y de dolor interpela a dios por haber abandonado a la niña que fue. En muchos poemas Louise Glück desafía con igual severidad, aunque de manera menos pasional y menos directa, a un dios con “doloroso deseo”. Habla del abandono de ese padre y maestro que se ha olvidado de nosotros y de nuestros nombres y que simplemente nos llama “visiones del más profundo dolor”. Y si hace su aparición lo hará en su forma más fiera, en el fuego de una pradera, por ejemplo.
La naturaleza es y será siempre algo crucial en su poesía, en parte por esto, pues su presencia constante es muchas veces la revelación de lo divino, de su crueldad. En El iris salvaje nunca parece más bella e indiferente la naturaleza que frente al dolor humano. La pérdida que traspasa las páginas potencia el brillo de las hojas, de los ríos, el canto de un pájaro, las flores de iris; pero al mismo tiempo, y esto ya podemos proyectarlo al resto de su obra, la naturaleza se aparta de toda religión y es su propia y dulce divinidad. Como para Emily Dickinson, su jardín fue al fin y al cabo su mundo y el de su poesía, y desde esa contemplación dio cuenta del resto y de todo; en los poemas de Louise Glück lo único que permanece e ilumina su mundo es la visión de la naturaleza que vemos transformarse, florecer y marchitarse en su ciclo vital, y de alguna manera en lo que permanece la poeta deposita una esperanza, la esperanza de la creación, tal vez la misma que deposita en los sueños, ese mundo donde no se necesitan más dioses que el cuerpo y el alma de quien sueña. Y en su experiencia Louise Glück nos dice que ha sobrevivido y en su sobrevivencia ha devuelto en palabras “al mundo un espíritu compañero”.
REVISTA SANTIAGO
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